La clase política española no se pone de acuerdo ni para beneficiarse del plan Marshall europeo

Vista general de la presentación del libro Cómo salir de esta (II) en Ámbito Cultural. / J. M.
Vista general de la presentación del libro Cómo salir de esta (II) en Ámbito Cultural de El Corte Inglés en Santiago de Compostela. / J. M.
España necesita un poco de serenidad para abordar el año 2022 pensando en el interés general y no en el partidista, antes de que en 2023 cambien las reglas del juego en Europa.
La clase política española no se pone de acuerdo ni para beneficiarse del plan Marshall europeo

España cerró el año 2019 con el temor fundado a una desaceleración económica, los presupuestos prorrogados, un déficit estructural superior al 3% del PIB y una deuda pública del 95,5%, en medio de una tesitura internacional compleja marcada por el pulso comercial entre China y Estados Unidos y la incertidumbre derivada del Brexit. Aunque todo esto se quedó pequeño ante el grave impacto económico ocasionado por la pandemia de la covid-19. Tras el desconcierto inicial y la pérdida de tiempo en reaccionar, las aperturas y cierres de la economía van dando bandazos que no acaban de estabilizarse. Aunque no resulte indiferente quién se haya equivocado y quién no, lo importante ahora es acertar con la construcción de los cimientos para forjar el crecimiento del futuro. 

La caída del PIB en España fue la segunda mayor de la UE, solo por delante de Grecia, y su recuperación a estas alturas es solo parcial, lo que condiciona también que la tasa de paro sea de las mayores de Europa, a pesar de que se ha recuperado durante 2021. La causa de este mal comportamiento de la economía no es otra que el hipertrofiado modelo productivo del país, excesivamente sesgado hacia el sector servicios y carente de un pulmón industrial capaz de aguantar los envites de shocks asimétricos como los vividos. Lo dicho hasta ahora explica que las políticas de mantenimiento del Estado de bienestar se salden con una factura muy elevada en términos de los ya maltrechos índices de déficit y deuda pública, que más pronto que tarde habrá que empezar a corregir, como se advierte en el libro Cómo salir de esta (II), presentado esta semana en Santiago de Compostela.

La creación del Estado de bienestar fue el indicador de éxito económico, madurez política y reflejo institucional de las democracias capitalistas occidentales, que no siempre mantuvieron constante. Tras una primera etapa de desarrollo e implementación de los derechos sociales a todos los ciudadanos europeos, siguió una década de recortes, que coincidió con el período de estanflación de los setenta. Las principales economías entraron en un período de reducción del Estado de bienestar que siguió con los gobiernos liberales imperantes –encabezados por Margaret Thatcher y Ronald Reagan– en las décadas de los ochenta y principios de los noventa, para dar paso a nuevas ideas de inversión social, que reconsideraron el papel fundamental de la seguridad garantizada por el Estado y que abogaron por un modelo más activo ante la amenaza de nuevos riesgos sociales alentados por la globalización y la pérdida de peso relativo de la industria en la economía. 

Este fue el paradigma más influyente del que participó España. La protección social, la redistribución de la renta y la riqueza, así como la búsqueda de la estabilización a nivel macroeconómica tejieron una red de seguridad que incrementó el nivel de vida de los ciudadanos. Un círculo virtuoso que se frenó con la crisis de 2008. Desde entonces, el modelo se ha resentido, y esto fue el caldo de cultivo perfecto para el aumento de las desigualdades. Las consecuencias sociales se han dejado sentir de manera importante y han sido muchos los desafíos –intelectuales y políticos– que pusieron en tela de juicio la razón de ser, la legitimidad y la eficacia del Estado de bienestar. Así lo describió Andrew Gamble, profesor de política en la Universidad de Sheffield y emérito en la Universidad de Cambridge, que refiere el daño a la convivencia pacífica y al Estado de bienestar que se ha puesto en cuestión y que ahora se refuerza de nuevo con la pandemia, pero con la constatación de que necesita reformas continuas para  sobrevivir y, ante todo, una “nueva visión de ciudadanía democrática”.

Para devolver al Estado de bienestar al nivel que se precisa hace falta algo más que buena voluntad. Se exigen reformas, cambios e inversiones que precisan el rigor a la hora de volver a medir, contar y actuar con transparencia y expresar con claridad los beneficios y los costes de las decisiones públicas, algunas de las cuales resultarán complejas y dolorosas.

Superado, al más puro estilo Valle-Inclán, el esperpento de votación que convalidó el Decreto de la Reforma Laboral, quedan pendientes otras dos no menos importantes: la reforma fiscal y la reforma de las pensiones

Superado, al más puro estilo Valle-Inclán, el esperpento de votación que convalidó el Decreto de la Reforma Laboral, quedan pendientes otras dos no menos importantes: la reforma fiscal y la reforma de las pensiones. Dos retos que, de no alcanzarse, pueden suponer una clara amenaza para el Estado de bienestar más aún una vez que se ha roto el consenso tácito de no incluir estas cuestiones elementales en las batallas políticas partidistas. Pero lo que hace unos pocos años era incuestionable, ahora es objeto de mofa y ridículo, hasta el punto de que no se desvirtúa solo el concepto de solidaridad y redistribución, sino sobre todo el de ciudadanía, de tal forma que al final todos acaban perdiendo.

Un poco de serenidad es lo que se necesita para abordar el año 2022 pensando en el interés general y no en el partidista, antes de que en 2023 cambien las reglas del juego, las recomendaciones se tornen imposiciones y el endurecimiento de las políticas monetaria y fiscal lleguen para marcar el nuevo rumbo de la economía. Todavía se puede  enderezar el rumbo del timón. @mundiario

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