Interruptocracia

Personas conversando. / Autora.
Personas conversando. / Autora.
Es el momento de aprender a resumir en pocas palabras y a poner el acelerador al máximo por temor a que una luz roja nos frene la marcha. Hay que hacer todo rápido.

Después de una moderada espera, llego al mostrador de recepción de una clínica privada de la Zona Norte del Gran Buenos Aires. Tenía turno para unos estudios de control. La recepcionista, detrás de una mampara protectora de vidrio, me pide el código de mi credencial. Cuando intento dárselo, ella comienza a conversar con su compañera que, a su vez, está atendiendo a otra persona que también hizo cola. Hablan de cosas de trabajo, se ríen. Gira la cabeza, me mira y me vuelve a pedir el código. Cuando intento dárselo, otra compañera que las estaba escuchando se une a la charla porque necesita acotar algo, que las otras no sabían y que era imprescindible para que les cerrara el relato. Algo de un jefe, o una anécdota de otro empleado.

Riéndose, me vuelve a pedir el código. Se lo doy y toma nota. Imprime un papel que sé que debo firmar. Lo retiene en su mano, mientras le responde a la de al lado. Espero. No quiero quejarme para que no me conteste mal o que disfrute poniéndome algún inconveniente. El maltrato se ha impuesto y hace tanto daño, que pongo esfuerzo en evitarlo.

Es una joven multitask que puede desempeñar su tarea principal —la de sociabilizar con sus compañeros de trabajo— y además lo accesorio, que es atender a la gente. En especial porque lo central requiere detalles imperdibles, que deberá memorizar para después contárselo a otro, y le hace su trabajo más entretenido. Mientras que lo secundario se puede hacer automáticamente, sin pensar, sin poner ningún criterio.

Es difícil desarrollar una idea frente a una persona que, no solo está pensando en lo que va a decir en cuanto pueda interrumpir, sino que se anticipa a la conclusión a la que uno quiere llegar y termina nuestra frase. “No, no era eso a lo que me refería, es todo lo contrario…”, le decimos.  En el momento en que empezamos a entendernos y logramos que nos preste atención —si nos apuramos—,  otra persona nos interrumpe a las dos para que miremos a quien acaba de entrar o contar alguna noticia de último momento. Le hacemos lugar. Cuando queremos reanudar, la memoria nos juega una mala pasada y ya no nos acordamos de lo que estábamos diciendo.

Es el momento de aprender a resumir en pocas palabras y a poner el acelerador al máximo por temor a que una luz roja nos frene la marcha. Hay que hacer todo rápido, antes de que el otro nos avasalle. Eso pasa en todas las situaciones de la vida.

El mundo gira a velocidad Formula 1, y el que no llega primero, no tiene chance. Corremos para llegar, no importa a dónde. Si no sabemos apartarnos del caos, la corriente nos arrastra, nos vacía, destroza nuestra creatividad, surfeamos como podemos, sin tiempo para profundizar, cada instante es devorado por el siguiente y nada se disfruta.

Tuve un gran compañero de vida por muchos años con el que cuando pedíamos una medialuna con un café para cada uno, terminaba la suya en pocos segundos y, entusiasmado por su conversación, se apoderaba de la mía y la hacía desaparecer. No era intencional. Se disculpaba, pedíamos otra. Después de haber pasado por esa experiencia varias veces, en cuanto nos traían las medialunas, yo sujetaba la mía con fuerza y me la comía, sin disfrutarla, para no darle la oportunidad de que me la robara. Me concentraba en esa competencia. Se lo hice notar: le dije que había dejado de escucharlo porque quería evitar su asalto. Nos divertimos y pasó a ser una anécdota. Mi placer de saborear era interrumpido por su ataque voraz. Cuando intentaba defenderme con las mismas armas, su charla era ignorada por mi concentración en la defensa de lo que era mío.

 A veces estoy en un bar y presto atención a un grupo que conversa. Explotan monólogos simultáneos: cuatro, cinco, seis. Se superponen sin escucharse. Se ríen. Admiro su capacidad de haber captado algo en esa emisora mal sintonizada. Son expertos en navegar en un mar de interrupciones.

Una mañana, —las cafeterías son mi fuente de inspiración— había un señor octogenario, solo, leyendo el diario. Un contemporáneo suyo se sentó en la mesa de al lado con la intención de leer otro periódico. El primero empezó a relatar (no sé a cuento de qué porque me perdí el principio) la historia del automóvil en la Argentina. Y nombraba marcas, y que si tal fábrica la había traído Perón o no. Se dirigía en voz alta al segundo señor, que lo escuchaba y, casi por cortesía, intentaba introducir un comentario relevante. El primero lo ignoraba y continuaba con su discurso. Era una interrupción múltiple: al pobre que quería leer el diario, y a todos los que estábamos en el bar con intención de concentrarnos en un libro, o conversar con un amigo.

El “interrumpidor” necesita perentoriamente ocupar el lugar protagónico. Tapar al otro porque lo suyo es prioritario, porque sabe más, porque piensa que los demás no tienen ni idea, porque el tiempo del prójimo no vale. O porque se sienten tan inferiores que luchan por no sentirse aplastados.

En su casa, a este experto en historia automovilística argentina no lo debe escuchar nadie, debe tener a todos hartos con sus relatos del pasado, entonces va al bar y se apropia de la oreja del primero que encuentra. Y la destroza. Hace de la interrupción un arma de venganza frente a su soledad.

La lectura se disfruta con tiempo, en silencio, con música de fondo, en el murmullo de un bar, a la noche antes de irnos a dormir, en el metro o en un autobús. Pero entregados a ella, como cuando nos entregamos al amor. Si en el transcurso de un párrafo entran cuatro whatsapps, dos notificaciones de Facebook más un aviso de que fulanita subió una foto a su historia de Instagram, hay que retomar. Y eso no es leer. No es amar.

Después de la pandemia me cuesta encontrar espacio para escribir mi nueva novela. Para sacarnos del aislamiento, todo se digitalizó y las comunicaciones crecieron al punto de intoxicarnos. Estoy pensando seriamente en un retiro en la montaña o a orillas del mar, en una casita sin wifi . Apartarme del mundo. Romper las cadenas de la “interruptocracia”.

En eso estaba cuando fui interrumpida por un aviso de un tweeter de Begoña González en el que invitaba a ver la presentación de su novela El siglo (Velasco Ediciones) en la ciudad de Benavente. No he podido leerla todavía. Me conformé con escuchar el anticipo en las palabras de su propia autora. Sucedió algo epifánico. Begoña explicó que las fuentes de su obra eran fruto de años de investigación en archivos sobre la Edad Media. Eso dio sustento a la novela en la que conviven personajes reales y de ficción. Explicó que salir de el siglo era aislarse en un convento por ejemplo, y volver a él, regresar al mundo. Leyó un párrafo extraído de un comentario real que un eremita escribió en el margen de uno de los manuscritos consultados:

"¿Que por qué vivo en soledad? Pues debe de ser por mi mal natural, mi impaciencia e indignación con mis semejantes que vivo solitariamente a mi voluntad para vencer la ira. Y sé que al vivir en total ignorancia de las cosas del siglo desconozco mucho de lo que sucede en él, pero es mejor así. Como dijo San Gerónimo, el bullicio de los pueblos es dañino a los siervos de Dios. ¡Y qué razón tiene! Es difícil entenderse entre las voces de los hombres. Más fácil es hacerlo en estos bosques entre los gruñidos fieros de las bestias que lo habitan».

Hace cientos de años que el bullicio interrumpe el ocio, la maravillosa soledad creativa. Me gustaría poder contarle al eremita cuánto han empeorado las cosas, pero mejor lo dejo en paz, que disfrute del desconocimiento de lo que sucede en este siglo, de la invasión de agentes que nos roban la medialuna de nuestra profundidad. @mundiario

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