¿Nadie es perfecto…?

Representación del rechazo. Andrea Piacquadio en Pexels
Representación del rechazo. / Andrea Piacquadio en Pexels

Según mis experiencias, no conozco a casi nadie que no se considere como tal. Con la particularidad de que –de ser preguntados acerca de ello– negarán siempre el serlo. Quizá la hipócrita modestia influya.

No recuerdo quién dijo eso de que «nadie es perfecto». Si es que lo dijo alguien, que tampoco lo sé. Pero sonar, me suena.

Anda por ahí un LP de Serrat que se titula Nadie es perfecto, pero es uno de los álbumes que he escuchado muy poco. No me subliman las tonadas. De los pocos, o el único en castellano. En catalán, absolutamente todas.

Según mis experiencias, no conozco a casi nadie que no se considere como tal. Con la particularidad de que -de ser preguntados acerca de ello– negarán siempre el serlo.

Quizá la hipócrita modestia influya. Quizá (un ‘quizá’ que no deja de ser una seguridad patente, manifiesta y abundante, claro está).

Más tarde, si sigues teniendo algún tipo de trato con tales personajes, les ves el florido plumero creciendo a medida que el trato aumenta; se identifica hasta límites insufribles.

misantropía, tendencia natural

Dado que, un servidor de ustedes, está cada día más convencido de que su tendencia natural es la misantropía más insistente y robusta que yo mismo hubiese imaginado, pues me lo llego a preguntar. De vez en cuando, no vayan a pensar que siempre está en mente, porque por aburrimiento, me aburre hasta pensar persistentemente. Yo me limito a observar, valorar y, según el caso, gargajear a un exterior permitido y conveniente o a consentirle diez o doce segundos en dilucidarlo.

Normalmente, el gentío me abruma, me incomoda. Y si son más de dos el propio gentío puedo resultar de lo más descortés, puesto que me abro del círculo con el típico “me vais a tener que disculpar, pero he de irme inmediatamente que llego tarde a una cita telefónica desde hace mes y medio con Hacienda y ya sabéis como se manejan esos tipos“; o algo muy parecido. Y los dejo ahí tirados, con el tiempo suficiente a que me pongan cual hoja de perejil caído de un burro. Que me importa un brete de lo acostumbrado que estoy a tales menesteres.

De los nuevos conocimientos femeninos, mejor ni hablar; ni de escribir. Son todas tan exageradamente perfectas –según ellas, naturalmente– que lejos de sentirme como mindundi en comparación, me dan un asquito de los de vomitera en el primer florero que encuentre, si es que encuentro- que sólo controlo por si mancho de pota mi última camisa recién comprada en Emigdio Tucci, Massimo Dutti, o alguno de esos horteras que se empeñan en que todos vistamos igual (de Armani no hablo, ese es sagrado, ese es perfecto).

Y el caso es que –lo he hecho, lo juro– les preguntas ingenua y cándidamente que si ella piensa (sigo escribiendo de féminas) que nadie es perfecto, la respuesta es repentina y axiomáticamente un sí que te resulta irrefutable. Con lo cual no te queda otra que proclamar la consabida excusa de tener que ir al excusado sin especificar a qué, porque en realidad es para expulsar la pota que tenías regurgitando en tu orofaringe hace tiempo.

Debería estar acostumbrado a ese tipo de concurrencia, porque desde que me recuerdo, con pantalón corto hasta las ingles y en pleno invierno (mi madre no permitió que llevase pantalón largo hasta por lo menos los doce), yo mismo he sido catalogado como lo anteriormente escrito hasta las arcadas mencionadas. Y sin proponérmelo, que es más martirizante si cabe. Pero no hay manera, no me acostumbro; puedo pirarme ‘ipso facto’ de conversaciones rimbombantes a mayor realce de cada uno de los presentes, pero ¿acostumbrarme? No puedo, ¡ea! Aunque yo sea – según ellos – uno de ellos. Porque me daba y sigue trayéndome al pairo y me trae bastante floja, las opiniones ajenas que para colmo son falsas en su propia esencia, la verdad, tal vez porque el acostumbramiento conlleva a la desidia.

un señor de los nuestros, de los míos 

Hay excepciones, por supuesto. Como en rebotica. ¡Claro que sí!

Hoy mismo, mientras tomaba un café tempranero en las 7 Tartas leyendo a Maruja Torres su Un calor tan cercano, he oído una voz, muy admirada y conocida, hablar con otro menda. Sobre una exposición de sus dibujos en la Biblioteca Municipal de S. José de Calasanz –que no es la mía, la mía sigue siendo la del Sol-. Dejé la lectura; miré de rabillo y... efectivamente, era Don Valerio Belmonte. Compañero y camarada del diario El Día cuando este todavía era prensa escrita. Llamé su atención, ¡Señor Belmonte! . Al verme, dejó su conversación, se acercó a mí y antes de decir palabra, me abrazó como debe ser un abrazo: diciendo y transmitiendo todo. Ni es un señor perfecto, ni lo tengo como tal y maldita falta que le haría: es uno de los nuestros, de los míos.

Ahora mi memoria se alarga en otros muchos como él. Belén Ortuño, por ejemplo, que no sé si para por aquí o ya se marchó a otros paisajes. Gente de bien sin presumir de ello. Y muchos más que se podrían ofender si no los nombro.

No somos perfectos. Y no presumimos de no serlo. No somos famosos con ‘perfecto maquillaje’. Sencillamente, somos como somos, sin siquiera preguntarnos si somos así. Gente si paripés. Nos toman o no, pero no pueden dejarnos porque no somos del clan, ese tan inmenso de poner a caldo a todo lo que se menee, fueren o no compañeros de salidas marchosas, de trabajo o de ambos. Y, si no lo somos, pues nos importa un carajo gallego. O dos.

No queremos ser perfectos. Un servidor con ser misántropo se va conformando. Aunque me gustaría menos velocidad en la consecución total.

Beethoven tenía fama de ser misántropo empedernido, pero era sordo cuál tapia el excelso músico... yo no, de momento.

P.S.- Y pensar que quería escribir -otra vez- sobre el Sintrom y lo malamente usado que esta siendo en estos territorios. Pero, claro, vi al Señor Belmonte y no pude resistirme. Otra vez será. @mundiario

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