El foco y la moral en democracia

Congreso de los Diputados.
Congreso de los Diputados.

Mezclar el mandato de los votos con nuestra opinión y nuestros valores morales supone un juego muy peligroso que de extenderse acabaría socavando la inercia institucional de la misma democracia, opina el autor.

El foco y la moral en democracia

Posiblemente el elemento más directo y decisivo a la hora de distribuir el poder en democracia es el voto. Son los votos, las elecciones libres y periódicas, lo que legitima cualquier sistema democrático que se precie como tal. Por lo que, si empezamos a cuestionar el valor de los votos, acabamos cuestionando el propio significado de la democracia. Ya no se trata de explicarse el por qué una sociedad vota de una manera que puede parecer autolesiva y suicida, sino el buscar atajos que justifiquen la negativa irracional y totalitaria a otorgarle el valor que tienen los votos por el simple hecho de que no aceptamos el resultado que sale de las urnas. A esto ha arrastrado Pedro Sánchez a gran parte del socialismo con el objetivo de quitar el foco de la responsabilidad sobre su persona, su gestión y resultados, y dirigirlo contra el enemigo al que se le debe negar el derecho a gobernar, es decir, contra el PP. 

Dentro de esta trampa tan eficaz para los intereses de Pedro Sánchez como peligrosa para la democracia, solemos escuchar y leer en las redes a numerosos cargos y militantes socialistas advertir que no se puede dejar gobernar a una derecha tan corrupta y tan amoral como es el Partido Popular (sic). Nos explican, además, que el PP debe pasar a la oposición para regenerarse, como si durante su etapa en la oposición a los gobiernos de Zapatero no se hubieran dado los casos más escandalosos del presunto latrocinio ejemplificado en Bárcenas y la Gürtel. La cuestión es que cuando alguien utiliza razones “morales” para bloquear los resultados claros e inapelables de las urnas (por dos veces en seis meses, además) está adentrándose en un debate que podría ser interesante desde el punto de vista metafísico pero subversivo desde la más pura práctica democrática. 

Es evidente que nadie puede oponerse, objetivamente, a esas razones “morales”. Incluso cuando se asegura que el gobierno de Rajoy ha roto la cohesión social del país y hundido a los españoles en un horizonte de precariedad y sumisión, volvemos a olvidar que la fuerza de la democracia reside, precisamente, en el apoyo electoral a cada partido. Mezclar el mandato de los votos con nuestra opinión y nuestros valores morales supone un juego muy peligroso que de extenderse acabaría socavando la inercia institucional de la misma democracia. Un juego que, por cierto, ya lo practicó el PP en los primeros meses durante la presidencia de Zapatero cuando se aferró al resultado “ilegítimo” de las elecciones del 2004, por considerar que el 11-M había sido planeado con el fin de desalojar al PP de la Moncloa. Por no hablar de algunos periodistas e incluso cargos populares que insinuaban una participación socialista en el atentado desde las cloacas del estado. 

Entonces esto a la inmensa mayoría de los demócratas españoles nos pareció inaceptable, hasta tal punto que la famosa teoría de la conspiración del 11-M y los sucesivos movimientos como los “peones negros” quedaron arrinconados en el debate público y olvidados como tics residuales de algunos dispuestos a no soltar su particular “Watergate” inacabado. Sin ir más lejos el propio Rajoy tras ganar el congreso de su partido en el 2008 dio un giro de 180º respecto al mensaje y la posición del PP con el 11-M, al comprender como su política de cuestionar la legitimidad de Zapatero, unida a la tensión en la lucha anti terrorista, le llevó a un techo insuficiente para derrotar entonces al Partido Socialista. 

Pues bien, es evidente que algunos en su egolatría adanista, esos que creen que todo comienza después de ellos y que antes no existió vida inteligente, parecen ignorar estos pecados cometidos en el pasado por otros actores pero dentro del mismo marco político, que es España. Han decidido convertirse en el “Míster NO” para intentar sobrevivir a toda costa dentro de su propio partido, degradando 137 años de historia de alta política a un grupo de hooligans absorbidos que jalean como si fuera el desembarco de Normandía una encuesta del CIS que les da 4 décimas más en intención de voto que el 26J. Un CIS que, por cierto, 24 horas antes de conocerse sus resultados ya descalificaban e insultaban como “la cocina al servicio del PP”. 

Los que se han lanzado sobre la yugular de Albert Rivera por haber cambiado de opinión y de postura en 1 mes más veces que Mortadelo de disfraz, no entienden que el líder de Ciudadanos ha intuido que existía un hueco que nadie quería ocupar y que suponía el sacrificio inmediato para señalarse como el primer partido que da un paso adelante para desbloquear este callejón sin salida en el que se ha convertido la gobernabilidad en España. No por casualidad Albert Rivera utilizó casi las mismas palabras que Felipe González en su justificación: “voy a sentarme con Rajoy aunque no lo merezca por el bien de España”. 

Yo soy de los que opinan que “por el bien de España” lo ideal sería que el PP no hubiese ganado las elecciones y que Rajoy fuera ya pasado irreversible en nuestro marco político. Pero lo que bajo ningún concepto puede venderse como lógico y aceptable es el anteponer nuestros deseos y nuestra opinión a la realidad democrática que emana de las urnas. La gran pregunta es: ¿por qué la fórmula de que Rajoy ha tenido más votos en su contra que a favor no se le puede aplicar a Pedro Sánchez, o a Pablo Iglesias o Albert Rivera? Porque en realidad nunca se trató ni de la moral ni de la democracia, sino precisamente de los sillones de los que no querían hablar de sillones.

Comentarios