Hay profesores hartos de la desidia, el abandono institucional y el insulto

Un profesor. : Pixabay
Un profesor. / Pixabay

Ante las exigencias de otra revolución tecnológica en marcha, esta actitud es síntoma de grave incumplimiento del derecho de todo ciudadano a una buena educación y no a un trampantojo.

Hay profesores hartos de la desidia, el abandono institucional y el insulto

Estábamos casi iniciando los años 70 y empezó a correr la voz de que, en muy poco tiempo, el desarrollo tecnológico haría que tuviéramos al fin un mundo feliz. La “tercera revolución tecnológica” –como la llamaba Ernest Mandel, en El capitalismo tardío  (1972)- nos estaría llevando a una redefinición de los viejos sistemas productivos para traernos una nueva era en que sería el final del trabajo y seríamos ante todo ciudadanos libres y creativos.

Revolución 3.0

En nuestras librerías preferidas, como Fuentetaja, proliferaron enseguida los títulos sobre “ocio y tiempo libre”, que hasta sugerían que se aproximaba un tiempo en que las contradicciones y luchas de clase se habrían acabado en Occidente. En nuestra sociedad, a la que los tecnocráticos años del desarrollismo habían metido en una industrialización periférica que la OCDE había consagrado en 1961, tales bondades no se concretaron. Bien veíamos en la calle y en los barrios apresuradamente construidos las limitaciones heredadas de una no lejana autarquía de subsistencia. Y apenas iniciada la Transición, las convulsiones y reconversiones de todo tipo –también las industriales- no cesaban. Pronto sucedieron las “matanzas de Atocha” y las interferencias de Tejero, entre otras cosas, mientras en las librerías florecían anaqueles de feliz individualismo, con variedades de autoayuda, espiritualismo, agricultura autosuficiente, hierbas, cocina y excursionismo de una España en venta, que contó Francisco Jurdao.

Han pasado casi 56 años y lo primero que se encuentra a propósito de España en  la web oficial de esta organización internacional con sede en París, es que, “después de haber conocido un crecimiento regular del empleo en los años noventa, España ha acusado el crecimiento más alto del paro en los países de la OCDE durante la crisis, amplificado por los problemas estructurales del mercado de trabajo”. Ninguna de aquellas profecías se ha cumplido y, si acaso se miran las derivaciones de ciencia-ficción que siga generando aquel ensueño, debiera tenerse en cuenta la decepción de que se hace eco David Graeber en su imprescindible La utopía de las normas, en un capítulo sobre “coches voladores”. Confirma esa desilusión el que trabajar sea ahora un privilegio y, si se corresponde con un salario mileurista, un milagro. La aspiración al pleno empleo es una fantasía, incluso para los estadísticos del Ministerio de Trabajo. Nuestros sindicados del empresariado (CEOE) acaban de reconocer –aunque sea un tabú- que únicamente es posible reducir el paro masivamente creando “empleo de baja calidad”. Hablaban de La subida del salario mínimo en España.

Tal vez haya ido todo tan aprisa que no nos hemos enterado. Lo sucedido en España –y sus deficiencias históricas- no ha sido un caso aparte. Otra cadena de informes muestra la tendencia real de cómo ha evolucionado esto desde los viejos análisis de Mandel. De haberse alcanzado aquel tiempo feliz, sería innecesaria la propuesta de los sindicatos para una prestación de ingresos mínimos, que el pasado día 02.02.2017 ha sido aprobada en el Congreso como Proposición de Ley. Los 2,4 millones de españoles para los que se pide un salario básico de 426 euros ni disponen de trabajo ni perspectiva para tenerlo, señal de que  la tercera revolución tecnológica les ha dejado fuera de sus beneficios.

Desencanto

En aquel ensueño de mundo nuevo que se avecinaba, tampoco se daría lo que cuenta otro Informe Mundial sobre salarios 2016-2017 de la OIT, donde las desigualdades salariales detectadas dentro de las empresas hacen que cerca “del 80% de los trabajadores reciba una remuneración inferior al promedio de la empresa en que están empleados”; la parte de valor añadido que se llevan los trabajadores desde 2009, “ha descendido un 4%, para dar más peso a trabajos temporales y a tiempo parcial”. A cambio de aquella promesa ensoñada, esta precarización que en algunos ámbitos laborales roza la esclavitud, no sólo está empobreciendo a sectores que otrora se adscribían a una genérica clase media. A nuestros jóvenes –por muy bien preparados que estén- les toca de lleno, alcanzando según la EPA-2016 a un 42,9% de menores de 25 años.  La recién publicada el pasado 26 de enero refleja toda una gama de cuestiones estructurales que nuestra economía no logra superar e inducen a pensar que la precariedad del empleo va para largo. A tan amplios sectores sociales la tercera revolución industrial no les ha producido el bienestar básico que les pueda ser especialmente satisfactorio.

Tampoco parece que desde el seno de la UE sea de otro modo. Mal asunto debe ser cuando, para justificar su presunto papel regulador, el Comité Económico y Social Europeo  ha emitido este 25.01.2017 un Dictamen acerca del “Pilar europeo de derechos sociales”, en que la gran cuestión es cómo evitar las formas de exclusión. En el punto 2.8 reconoce que lo que se planteaba en la Estrategia 2020, de conseguir “un crecimiento inteligente, sostenible e integrador”, ha quedado “marginado y se ha desvanecido la esperanza de lograr sus objetivos sociales, sobre todo los de alcanzar una tasa de participación laboral del 75% o sacar de la pobreza a veinte millones de personas”. Mala perspectiva cuando, a partir de ahí, habla de lo que se “debe hacer” como un futurible.

En vez de un mundo optimista, lo que ha venido es la crisis y sus recortes selectivos. La teoría del Estado mínimo y la ley de hierro de los salarios han reverdecido en estos años. Con gran potencial para definir qué sea “lo natural” ahora y en qué medida el dominio de unos pocos sobre muchos -tan del Antiguo Régimen- prosigue su hegemonía en pleno siglo XXI. De este siglo a los del feudalismo no hay más que un paso, servatis servandis, claro. Porque es curioso que hayan pasado tres siglos desde que el pensamiento y la ciencia –Descartes, Bacon, Galileo…- iniciaran su secularización, mientras la de la política tuvo que esperar, en líneas generales, a las revoluciones burguesas comprendidas entre 1789 y 1848. Ha de admitirse, en cambio, que la razón dogmática a que acuden los políticos para justificar sus sinrazones es, cada vez más, cierta sacralización de la economía capitalista, ahora con razones globalizadoras de omnipresencia panóptica. Y mientras esta reconsagración de la propiedad privada se producía, las pocas alegrías de la tercera revolución industrial se contrajeron en torno al “posmodernismo”, una serie de líneas estéticas, narrativas, científicas y analíticas, amén de éticas y políticas que, en muchos aspectos y saberes, supusieron una ruptura con formas y leyes muy marcadas, pero que también indujeron a un fuerte relativismo en muchas otras.

Revolución 4.0

Ahora, ya nos predican la cuarta revolución industrial que, según vaticina Klaus Schwab, fundador del WEF (World Economic Forum), modificará nuestra formas de vivir, trabajar y relacionarnos, de manera mucho más profunda a cómo “el género humano haya experimentado antes”. La revolución 4.0, con su automatización, sistemas ciberfísicos y “fábricas inteligentes”, generará, en términos económicos, mucho valor agregado pero en muy pocas manos. Ya se vaticina que podrá acabar con cinco millones de puestos de trabajo en los países más industrializados del mundo. Como todo cambio próximo e inconcreto, genera expectativas y miedos, en este caso en torno al potencial de la digitalización. Aquellas, más en países emergentes; estos, sobre todo en los países que tienen un nivel alto de industrialización.

En estos últimos años ya se habla mucho de que el futuro del empleo estará constituido por trabajos que no existen y, en buena medida, puede que vaya a ser así. En el ámbito educativo, esta canción, muy bien orquestada, también pregona “modernizaciones” urgentes que, curiosamente, implican fuertes ingresos a empresas particulares y negocios taumatúrgicos. Pero no debería perderse de vista igualmente que, sin que nos hayamos enterado de que estamos ante otra fase tecnológica, tenemos abundantes muestras de que la gran mayoría de la  gente, independientemente de que esté o no preparada digitalmente –la condición actual para no estar en la categoría del analfabetismo- no ha digerido los efectos  negativos de la revolución 3.0, especialmente en lo que se refiere al reparto de bienes.

La distribución de la riqueza es cada vez más noticia en la prensa desde que la ONU (PNUD) empezó a dar a conocer sus Informes sobre Desarrollo Humano (IDH) en 1992. Quienes dedicaban atención a la pobreza, pronto dispusieron de gráficas expresivas de las proporciones de riqueza que tenía cada estrato social, con las diferencias entre el pequeño grupo que disponía de mayor renta, frente a la inmensa mayoría de quienes tienen poca. Pronto la larga metamorfosis de la pobreza, que había observado Robert Castel en el tratamiento histórico de la “cuestión social”,  se centró en las “asimetrías” y “brechas sociales”.  Tanto gustó a Forbes, puso en primer plano a los pocos que concentran en sus manos la riqueza, potenciando la vieja tontuna liberal de que no es rico quien no quiere y que esta Revolución 4.0, que se vaticina, nos hará ricos a todos. Sabido es que no nos quieren iguales sino idénticos.

Post-verdad

Ya metidos en esta fase indeterminada del tránsito hacia la Revolución 4.0, en esta economía globalizada –de la que España es más bien una terminal periférica- todo inclina a pensar que lo que ahora mola es la “posdemocracia” –como ha postulado Colin Crouch hace ya doce años. Sus maneras de “post-verdad” ya nos han sido desvelados por analistas de Eldiario.es en varias ocasiones y José Saturnino ya las veía en 2014 en las políticas educativas. Cuando las explicaciones de Wert, Gomendio y asociados en torno a la LOMCE iban por rumbos mentirosos y sesgados, ya hablaba de “las sorpresas del último Informe PISA: lo que dice no es lo nos han contado”. Hace poco, ha llamado a todo esto la “postcensura” o libertad de mentir.

Las incoherencias que esta “rentabilidad” aséptica, inodora e insípida suelen inducir, crecen cuando se toma como referente “natural” de la economía. Al erigirse en paradigma de toda actividad, la resistencia humana se resiente, un efecto que suele acelerarse cuando, como signo de eficiencia, quiere ser el tópico capaz de impedir que se hable de los servicios que presta y a quiénes. Ahí es donde se advierte más la “post-verdad” o mentira publicitada para que entendamos que estamos donde hay que estar para “nuestro bien” y “como Dios manda”, un arreglalotodo que sería razón colateral de que la secularización de la Escuela sea entre nosotros todavía una quimera. Si la del conocimiento se ha producido hace tres siglos, podría esta otra hacer peligrar algunas componendas.

Cuando el género epistolar ya casi es quimera, el exotismo de una carta crece al denunciar las contradicciones del sistema educativo. Estos días estallaron en las redes las de dos profesoras, nacidas del hartazgo con las distancias que suele haber entre lo que se dice y lo que se hace en ese ámbito. Docentes hay que todavía estiman que el suyo no es propiamente un “trabajo” en que puedan reinar la explotación o el abuso; por no ser algo bruto, por exigir estudio y no ser manual…, porque la extracción social del enseñante le ha inducido a verse como un privilegiado…, o porque el manto de lo “vocacional” lo ha recubierto de un aliciente entre místico y aristocrático, que entre venturas y desventuras ha ocultado reclamaciones laborales como las de tantos otros trabajadores. Pero cuando el servilismo silente del aguante  se quiere erigir en canon de “buena educación” relacional, los mejores suelen rebelarse.

Y hartazgo

  Tiene por ello especial valor la reciente misiva de una profesora que explicaba paladinamente que estaba “harta”. Sus razones anudaban peculiaridades del trabajo docente con  los prejuicios de quienes consideran a maestros y profesores poco menos que mangantes. No sólo gente más o menos corriente, sino  políticos cuyas decisiones inspiradas en el pedigrí señoritil  frecuentan el insulto. El hartazgo de esta profesora se hace extensivo a estas maneras de ensanchar la ignorancia. Es evidente que los chicos de la CEOE incapaces de propiciar otro tipo de contrataciones laborales que no sean de “baja cualificación” o “mano de obra intensiva”,  pertenecen a este gremio.

Históricamente no es nueva la poca consideración hacia los profesionales de la enseñanza. El maltrato económico y social por parte de quienes decidieron las políticas educativas es tan visible en la Ley Moyano  (1857), como en lo que dejó escrito Luis Bello en 1926 o en lo que todavía cuentan los mayores de los menguantes pueblos gallegos. Y este sigue siendo, en realidad, el trasfondo latente detrás del hartazgo de muchos docentes, que tienen la sensación de que lo bueno que haya en el aula depende exclusivamente de su voluntariedad, y que a la Administración le es indiferente mientras no se le remueva algún grisáceo protocolo.  En Murcia, ha saltado también a la prensa otra carta –también de profesora- hastiada de esa jerarquía segregadora que –discriminando pública y privada- pretende controlar el trabajo cotidiano del profesorado rebajando su autoestima. Léanla en este hipervínculo, pues es querencia creciente en varias Consejerías de Educación: “tanto reconocimiento a la labor docente me abruma, sobre todo por la confianza que demuestra usted en los docentes… de la privada concertada”. En fin, que los fraudes, malversaciones y depredación no han abarcado sólo a la obra pública en estos años.

Igual que en algunos trampantojos de M. C. Escher (1898-1972), cuando se habla de Educación o de enseñantes bien cualificados es difícil a veces distinguir la distancia entre lo real y lo imaginario. El uso fraudulento de las palabras provoca el despiste de los ciudadanos cuando se les insiste en la “rentabilidad” educativa como si de una fábrica robotizada se tratara.  El truco, acompañado además de insulto a la inteligencia, está al margen de si estamos o no en la tercera o cuarta revolución industrial. Nada dice de la desidia y mentira institucionalizada que pueda encerrar, ni de que la burocratización tecnológica nos puede llevar a todos a la estupidez, ese paraíso feliz que nos aguarda, ahora sí, si nos dejamos. No olviden que estamos en la era de los señoritos millonarios, que ya no necesitan dar el pego con la acción de los Estados ante “la cuestión social”, ni tampoco les hace falta  la intermediación de partidos para armonizar tensiones… Olvídense de espejismos. Trump marca tendencia, como se ha visto con sus decretos últimos, favorables a la máxima rentabilidad bancaria, mientras proclama que “tenemos que sacar al demonio de nuestro país”. Puede que tanta mudanza no estuviera en nuestra secuencia histórica de lo previsible, pero volver al siglo XI pronto puede ser pensamiento legal, penalizador de quien ose salirse del círculo de tiza.

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