La democracia española sufre vicios que pueden atraer formas inquietantes

Democracia. / Riber Hansson
Democracia. / Riber Hansson

Pese a que el poder es remiso a compartirse, la democracia es, con diferencia, mejor sistema que sus afines absolutismo y totalitarismo. Este conlleva miseria y terror.

La democracia española sufre vicios que pueden atraer formas inquietantes

Pese a que el poder es remiso a compartirse, la democracia es, con diferencia, mejor sistema que sus afines absolutismo y totalitarismo. Este conlleva miseria y terror.

Absolutismo, democracia y totalitarismo. Hay  teóricos cuya empresa consiste en buscar profundos contrastes entre ellos. Apelan conscientemente a un maniqueísmo, infractor de toda lógica, cuyos adeptos exhiben enorme orfandad crítica. Es imposible que alguien, algo, pueda cristalizar solo bondad o maldad excluyéndose una a la otra. Tal percepción asidua, indiscutible, debería llevarnos al desistimiento de cualquier argumentación que coopere a sacralizar o demonizar sea cual sea el sistema de convivencia social.

Abundan los santones que acomodan su retórica al encargo de generar una determinada conciencia ciudadana. Logran, persiguiendo objetivos espurios, devociones duraderas al pervertir mentes ingenuas y desprevenidas. Alimentan una personalidad dominante, manipuladora, algo patriarcal. Se entusiasman con esa intermediación envilecida entre poder e individuo. Son imprescindibles para configurar cualquier régimen. Realizan el trabajo molesto a las élites que luego les compensan con largueza. Serviles hacia los poderosos, manifiestan al humilde una destemplada -a la par que solemne- displicencia. Pululan por los amplios universos mediáticos y, a priori, deberían constituirse en centinelas sociales a fin de airear extralimitaciones y abusos del poder.

Especificaba que las fórmulas del epígrafe presentaban idéntico pelaje. Por tradición, se tiende a discriminarlos ante una orfandad reflexiva. Veamos. El absolutismo imperó durante siglos al cobijo de un marco religioso que mantuvo aquella sociedad oscura. Dios era la fuente del poder. El monarca -su católica majestad- lo usufructuaba, al principio, con la venia del Papa. ¡Ay! de aquel que osara poner en recelo tal escenario. Si el Papa excomulgaba al rey, sus súbditos quedaban desligados de la obediencia debida. He aquí el porqué del poder papal. Cuando el humanismo irrumpió en Europa, aquel absolutismo mohoso, destructivo, aún perduró dos siglos. La revolución burguesa inauguró el sistema democrático, al menos en el orbe católico. Inglaterra inició su democracia parlamentaria en mil seiscientos cuarenta.

Pese al esfuerzo, aquella Iglesia acabó perdiendo poco a poco un dominio absoluto apuntalado sobre la fe. Fueron instaurándose las formas de gobierno que nacieron en Grecia dos mil años antes. El poder procedía del individuo -ahora ciudadano- que lo confiaba conscientemente a una élite burguesa. El hombre corriente actuaba como mero transmisor del poder. Era dueño virtual aunque se le reconociera sujeto de soberanía. Respecto al súbdito, el ciudadano cambiaba solamente de nombre. Una concepción naciente con escasa sustancia. Cierto que el individuo es respetado e incluso, a veces, recibe un trato digno, exquisito. El status del súbdito indicaba un cuido ignominioso e inhumano. En contra, el Tercer Estado votó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Muy bonito, pero lejos de suponer un auténtico legado.

Los totalitarismos, originarios del populismo engañoso, han ocasionado millones de muertes. Surgidos en épocas de gran desarrollo cultural, trajeron el periodo más trágico de la Historia. Podemos juzgarlo de coyuntura paradójica pero incuestionable. Nazismo y marxismo fueron terribles para un mundo inmerso en una crisis económica y social. La ausencia de cordura -de convergencia, de raciocinio- provoco movimientos radicales, impíos. Aquellos aprovecharon el supuesto deshonor de un pueblo; estos, los excesos del postrero régimen absolutista en Europa. Ambos, una crisis galopante y desastrosa.

Lenin y Hitler -Hitler y Lenin- basándose en las teorías de Marx, supieron cohesionar dos sociedades extenuadas. Bajo la apariencia de democracias directas, de auténtico poder ciudadano, popular, efectivo, levantaron dos dictaduras tiránicas, intransigentes, asesinas. Cada uno en su país ocuparon un poder personal, ilimitado, incontestable. Cualquier vestigio opositor era eliminado sin miramientos. Únicamente la derrota y la muerte quebraron dos autocracias donde el hombre carecía de valor; no comportaba nada más allá de una pieza necesaria pero prescindible. Dignidad y derechos individuales, asimismo colectivos, eran pura quimera, un apunte legislativo. El poder emanaba de la masa y era detentado, sin trabas ni cesión, por una liberticida e impostora aristocracia intelectual.

Hoy tenemos la tormenta perfecta. Quiero decir unas democracias parlamentarias con sufragio universal. Hemos pasado por diversas alternativas: voto censitario, masculino, femenino, sin calificación, etc. hasta llegar al momento actual. Sin embargo, esa soberanía que recogen todas las Cartas Magnas -en lo que nos toca- queda limitada a su nuevo enunciado. El individuo carece de poder; lo sufre. ¿Creen que si tuviera poder verdadero los corruptos, ladrones y sinvergüenzas estarían libres? Pese a todo, es la aforma de dominio menos agresiva. Muy diferente a sus extremos, absolutismo y totalitarismo

Poder es igual a fuerza, capacidad, energía, dominio. Imagino que no me costará trabajo convencerles de que absolutismo, democracia y totalitarismo son conceptos de una misma realidad. El poder es patrimonio de una élite que lo ostenta y lo legitima con estas palabras de parecido significado. El más objetivo puede deslindar algunos matices convencionales. Se equivoca quien vea diferencias. El hombre corriente jamás irradia poder. Cada tiempo, cada circunstancia, tiene sus disfraces para ocultar su verdadero semblante. Cebo y demagogia intentar acreditar el señuelo y la candidez valida tal empeño.

Termino con un asunto colateral. Según confirman los diarios, Pablo Iglesias, en la asamblea fundacional del partido, lanzó dos mensajes: ocupar “la centralidad del tablero político” y la advertencia de que quien pierda “deberá echarse a un lado”. En definitiva fue uno solo  porque el centralismo democrático, en un marxista, significa potenciar la disciplina consciente y el sacrificio voluntario de la libertad de todos para conseguir la eficacia. Como dijo Che Guevara: “El socialismo solo adquirirá sentido y representará la solución a los problemas creados por el capitalismo si logra resolverlos, dando soluciones a los oprimidos. En caso contrario estaría cambiando una forma de dominación por otra”. Más tiránica, añado yo. No es lo que hay, es lo que nos espera.

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