Sólo la sociedad civil puede ser el revulsivo de un statu quo exhausto

El centro de Berlín en mayo de 1945
El centro de Berlín en mayo de 1945.

Tal vez no sea esta la peor crisis de la historia. Pero es la que nos toca vivir y depende en buena medida de la actitud de los ciudadanos salir de ella o al menos del estado de postración social y pesimismo.

Sólo la sociedad civil puede ser el revulsivo de un statu quo exhausto

Tal vez no sea esta la peor crisis de la historia. Pero es la que nos ha tocado vivir y depende en buena medida de la actitud de los ciudadanos salir de ella o al menos del estado de postración social y pesimismo que ha generado.

 

Los grandes libros son como los viajes: se comienzan con desgana y se terminan con nostalgia. Escribo estas líneas a poco de rematar la lectura de las casi mil páginas de memorias de Albert Speer, arquitecto y ministro de armamento de Adolf Hitler, escritas en un año y medio de los veinte que pasó en la cárcel berlinesa de Spandau, tras el juicio de Nürnberg. Impresionan, literalmente, la contundente sinceridad de Speer, a veces incluso despiadada, su renuncia implícita a solicitar (ni pretender merecer) el perdón de la historia y la tremenda conclusión final: no tiene tal vez tanto valor el reconocimiento de un horror, pasado y cierto, cuanto la prevención de un horror, futuro y posible. A la luz de tan minucioso relato del advenimiento, apogeo y crisis de Tercer Reich y sus consecuencias en un mundo extraordinariamente convulso, pienso en el alcance de la crisis de nuestros días.

Concluyo que con imágenes como las de Berlín o Auschwitz en 1945, tildar de crisis a actual recesión del consumo sólo es posible desde la analgesia social a que ha conducido el estado del bienestar, es decir, la bajísima tolerancia al sufrimiento y las privaciones características de una generación cocida a la lumbre de la hiperabundancia. No quiero decir, por supuesto, que no me sienta solidario con los parados y las familias que las están pasando canutas para llegar a fin de mes, yo que disfruto (de momento) del enorme privilegio de tener un puesto de trabajo, con todos los recortes y desincentivos que se quiera. Pero, como mero ciudadano, percibo sinceramente que las dimensiones y, por así decir, la intensidad de la crisis actual se desdibujan a la luz de un universo, aun cercano en el tiempo, sumido en el horror de los campos de exterminio, las cenizas de ciudades laminadas y la insondable desventura de las familias deshechas, el hambre, las epidemias, el exilio y la incertidumbre.

Insisto en un punto que reitero siempre que me dejan, pues las excusas facilonas se me atragantan: resulta cómodo, y desde luego de jugosa rentabilidad electoral (decir política sería hacerle flaco favor a este adjetivo), endosar a la crisis económica todos nuestros males. Pero, siendo esto cierto, no lo es menos que tal vez nos esté amenazando un trance mucho más nocivo y de más hondo calado; una crisis profunda de la lógica social, traducida en el derrumbe de una estabilidad en la que hasta ahora hemos creído, una estabilidad que semeja haber dejado de funcionar cuando un padre no sabe ya qué aconsejar a sus hijos, pues ni la mejor formación ni la más completa cualificación les van a garantizar nada ni asegurarles una mínima posición desde la que dibujar su mapa del mundo. Tal vez no sea esta la peor crisis de la historia. Pero es la que nos ha tocado vivir y depende en buena medida de la actitud de los ciudadanos salir de ella o al menos del estado de postración social que ha generado. La historia, que es una señora muy sabia, nos enseña cómo las situaciones de desconfianza y desilusión extremas han sido en todo tiempo revulsivo de un statu quo exhausto y que no daba para más. De la toma de la Bastilla al Domingo Rojo, el punto de inflexión ha sido siempre la convocatoria de una sociedad civil, que, hastiada, dice basta.

Cuando descreemos de todo, y percibimos con dolorosísima evidencia que quien nos gobierna y debiera ser ejemplo moral de la comunidad es, bien al contrario, paradigma de toda corrupción y espejo de sinvergüenzas, inútiles, carotas, arribistas y mentirosos, acaso haya llegado, en efecto, el momento crítico de dejar de ver el espectáculo desde la barrera; acaso haya llegado, en efecto, la hora de los ciudadanos, de los emprendedores, de las asociaciones cívicas de todo tipo, de los movimientos colectivos forjados desde las iniciativas individuales, de la movilización del entusiasmo, de la militancia en la integridad (que la hay y mucha más de la que creemos), de la convicción en pertenecer a un gran país donde la clase política hace mucho que dejó de estar a la altura de sus ciudadanos. Yo, cuando menos, no pienso rendirme al pesimismo y, como antídoto a la basura y a la crónica sensación de derrota que nos rodea, seguiré sacando pecho, orgulloso de mi nación y de mi gente, y poniendo en práctica lo que, supongo, ha llevado a los grandes países del mundo a ser lo que son: trabajar duro en la consecución de objetivos sensatos, pensando no en mí sino en el equipo al que pertenezco y contribuyendo con mi esfuerzo individual a hacer no sólo el país que quiero sino el que quiero dejar a mis hijos. Lo cual, creo, no es poco.

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