Ortega y Gasset, profeta

José Ortega y Gasset
José Ortega y Gasset. / Mundiario
El efecto del dominio de las masas en la vida pública es que la vida se estatifica; es decir, el hombre-masa delega al Estado un poder mayor que el que debería tener. 

Pocos intelectuales hicieron vaticinios que realmente se cumplieron en la historia. Normalmente la profecía humana es sumamente imprecisa y hasta engañosa. Pero José Ortega y Gasset tuvo aquel privilegio que muchos intelectuales quisiéramos: predecir lo que depara el mañana. Y lo hizo con notable precisión en dos obras cumbre: en La deshumanización del arte (1925) y en La rebelión de las masas (1929). A ése su olfato de visor del futuro se le debe añadir su talento como escritor propiamente, porque dio al mundo ideas profundas con un lenguaje diáfano, claro. Esto le significó críticas de los filósofos difíciles y enredados, quienes decían que, por no escribir con un lenguaje complicado, especializado y esotérico, Ortega y Gasset era solo un periodista, un buen ensayista de la historia a lo sumo, pero no un verdadero filósofo. Lo cierto es que sus ideas fueron valoradas no solo por los cientos de miles de lectores no especializados que tuvo, sino también por la comunidad académica especializada; y no solo por cómo estaban escritas, sino también por su profundidad.

Yo quiero en este texto rememorar algunos de sus planteamientos expuestos en La rebelión de las masas, planteamientos que podrían aplicarse para explicar la situación cultural, social y política de la actual Latinoamérica y, en particular, de la actual Bolivia.

Dice el pensador español en el capítulo V (“Un dato estadístico”) del mencionado libro: «Si se observa la vida pública de los países donde el triunfo de las masas ha avanzado más […] sorprende notar que en ellos se vive políticamente al día. El fenómeno es sobremanera extraño. El Poder público se halla en manos de un representante de masas. Estas son tan poderosas, que han aniquilado toda posible oposición». Esta cita orteguiana habla, a nuestro entender, de dos cosas: 1) del populismo político, encarnado en la supremacía de líderes carismáticos que buscan congraciarse con las masas y que gobiernan sin planes a largo plazo, improvisando, y 2) de la falibilidad del sistema democrático, que puede generar en el Congreso una avasalladora mayoría que, con el tiempo —y como ya lo habían previsto algunos filósofos clásicos— degenera en demagogia, o sea, en la tiranía de las mayorías (“hiperdemocracia”, para Ortega y Gasset). Es, en una palabra, la prepotencia del líder demagogo y sus masas frente a la racionalidad crítica y propositiva de los pocos.

El lector se habrá dado cuenta de que tanto lo uno como lo otro ocurre hoy en Bolivia. Pocos han sido en verdad los periodos en que no hubo ninguna de las dos cosas, periodos en que primó un gobierno responsable y visionario, por una parte, y un Congreso plural y discrepante, por otra.

Luego habla Ortega y Gasset así: «Cuando ese Poder público intenta justificarse, no alude para nada al futuro, sino, al contrario, se recluye en el presente y dice con perfecta sinceridad: “Soy un modo anormal de gobierno que es impuesto por las circunstancias”». Estas palabras hacen alusión a 1) los gobiernos que se autojustifican con las injusticias del pasado o con alguna circunstancia de la historia (y no con las oportunidades del futuro) y a 2) las características mesiánicas y revolucionarias que dicen encarnar, con el fin de que su reproducción indefinida quede, de alguna manera, justificada.

Ahora bien, hay que hacer notar al lector que el término orteguiano “masa” no alude a una tipología netamente política; no alude a la clase trabajadora u obrera. Se refiere más bien a un tipo de persona, a un mediocre sin perspectivas de largo aliento en la vida. Este tipo de hombre puede estar en la esfera pública, económica, cultural, etc. El que no aprovecha su vida para explotar sus potencialidades, quien no usa su vida para servir en algo, quien se mueve gregariamente y no valora su individualidad sino que está inmerso anónimamente en el colectivismo monótono que lo conduce, ése es un hombre-masa. «El hombre-masa es el hombre cuya vida carece de proyecto y va a la deriva», dice el pensador. Y creo que éste es el tipo de persona que hoy está en la vanguardia del quehacer político en Bolivia y en gran parte de los países latinoamericanos.

Como apunta Ortega y Gasset, varios filósofos —como Hegel, Comte y Nietzsche— entrevieron la irrupción de las masas en la vida pública. Era un hecho inminente provocado por —como piensan Ortega y Gasset y Eric Hobsbawm— tres fenómenos: la democracia liberal, la experimentación científica y el industrialismo.

Pero no por ser un hecho inminente significa que vaya a ser positivo, pues el hombre-masa no está capacitado para la dirección del Poder público, ya que, debido a su hermetismo espiritual, su acción no está circunscrita en la propuesta y el intercambio de ideas, sino en la “acción directa”. En otras palabras: en la violencia. A este tipo de persona, según Ortega y Gasset, «no interesan los principios de la civilización. No los de ésta o los de aquélla, sino los de ninguna. Le interesan los anestésicos, los automóviles y algunas cosas más. Pero esto confirma su radical interés hacia la civilización». El efecto del dominio de las masas en la vida pública es que la vida se estatifica; es decir, el hombre-masa delega al Estado un poder mayor que el que debería tener. De esta manera, la espontaneidad histórica planteada por el liberalismo (según la cual el futuro es una oportunidad que tiene al ser humano como su principal artífice) desaparece, para convertirse en pura planificación estatal.

Y esto es justamente lo que ha estado ocurriendo en Bolivia. No solo en estos últimos tiempos, sino en muchos de más antes. Según José Ortega y Gasset, la estatificación de la vida genera una burocratización de la vida. El Estado crece, crece, crece y se vuelve omnímodo. Y para crecer, al igual que un parásito, se debe alimentar de otro cuerpo, y este cuerpo es el de la ciudadanía, la cual va perdiendo libertades y prerrogativas poco a poco. Eventualmente, el Estado se vuelve tan grande, que para hacer funcionar su portentosa máquina debe hacer crecer el Ejército, la Policía, cobrar más impuestos, eliminar toda crítica u opinión disidente, etc. Y Bolivia, estimado lector, no está lejos de todo esto.

Dice el filósofo español: «Sin opiniones, la convivencia humana sería el caos; menos aún, la nada histórica». Y es que los liberales, a diferencia de los comunistas, pensamos que uno de los motores de la historia —que no el único— es la crítica y el disenso. La vida creadora, estimulante, siempre en ascenso, pues, no está condicionada por el conflicto entre burgueses y proletarios, sino por la multiplicidad de factores que hacen al ser humano. Esto supone desbaratar, con coraje e hidalguía, el falso supuesto de que todos somos iguales. Sí nacemos iguales (aunque esto también es relativo), pero en la vida unos se van distanciando de otros por, como decía Hayek, el esfuerzo, el talento, la aptitud y el entusiasmo por la vida. Esto, lector, no significa que no apostemos por la igualdad social. Se debe apuntar a ella, pero por otros medios. Lo que se precisa, entonces, es jalar al hombre-masa hacia arriba, estimularlo para que perciba la vida privada y pública desde una perspectiva diferente. Esto con el noble propósito de no seguir viviendo esclavizados por una sociedad de masas que no tiene perspectivas de superación. @mundiario

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