Mi llegada a "francolandia"

Fefo. / Vicky Rego
Fefo. / Vicky Rego
Había llegado a Francolandia. Un lugar impecable donde no había paredes pintadas ni propaganda política. Todo relucía como en un cuento. / Relato
Mi llegada a "francolandia"

El 2 de octubre de 1971 pisé por primera vez suelo español. Todavía vibraba en mí mayo del 68. En mi adolescencia, mi deporte favorito era el de “cazabecas”. Pero no siempre se gana, y la suerte me bajó el pulgar cuando aposté a la de París de aquel año mítico. En cambio, un par de años después acerté con una del Instituto de Cultura Hispánica. Era una adolescente consentida, con una anorexia sin diagnosticar y un desmedido impulso de llevarme el mundo por delante. Necesitaba saltar el enorme charco y llegar a Europa “donde todo pasaba”.

Fefo, la narradora que me pidió prestada la vida y la mezcló con la suya, cuenta en la novela que lleva su nombre, sus primeras experiencias en la puerta por la que entró a Europa. La antítesis de lo que había soñado:

“Cuando desperté de todos los inconvenientes, estaba sentada en el Boeing 707 rumbo a Madrid. Era mi primer vuelo en un avión de verdad. Aterricé en Barajas y me faltó poco tiempo para darme cuenta de que no llegaba al país de la libertad, ni siquiera al lugar donde alguien pudiera enarbolar el “prohibido prohibir” sin ser detenido. Había llegado a Francolandia. Un lugar impecable donde no había paredes pintadas ni propaganda política. Todo relucía como en un cuento.

El hospedaje que me cubría la beca era el Colegio Mayor de Nuestra Señora de la Almudena, en la Ciudad Universitaria, un castillo feudal venido a menos y con costumbres que hacían honor a su arquitectura. Enseguida fui puesta al tanto de las normas que regían la convivencia de tres mil alumnas, en su mayoría españolas, con excepción de nuestro piso, al que llamaban “la nave de las hispanas”. Para mí las hispanas eran todas las demás. Sin embargo, en su léxico, se referían a las latinoamericanas becadas por el gobierno del Generalísimo para ser iluminadas por su benemérita educación. Nuestra “nave” estaba en el tercer piso al que se subía por escalera. Había como diez habitaciones con cinco camas cada una que daban a un largo pasillo. Al final, estaba el baño multitudinario, de techos muy altos, vidrios rotos y duchas imposibles de usar en horas pico porque se cortaba el agua en el momento en que teníamos el pelo lleno de shampoo. Había que esperar hasta que las cañerías se descomprimieran.

En cada dormitorio había un placard a compartir entre cinco. Yo había llevado ropa como para alojarme en una suite presidencial. No me quedó otra que dejarla en las valijas y pedirle a mi compañera de cucheta si me cedía el espacio de debajo de nuestras camas para guardarlas.

Contábamos también con un cuarto de estudios donde había varias mesas y sillas para poder hacer nuestras tareas y estudiar.

Las tres comidas principales: desayuno, almuerzo y cena, se hacían en un comedor para todas las estudiantes y sus autoridades. Debíamos esperar paradas a que se sentaran las celadoras y directoras para tener derecho a imitarlas. Les clavábamos la mirada y, cuando terminaban de rezar y atacar el primer bocado, nos abalanzábamos sobre nuestros cubiertos. El silencio reprimido estallaba. Platos, vasos, voces, risas. Enseguida nos llamaban al orden. No sé para qué tanta ansiedad porque todo era incomible. ¿A quién se le ocurre hacer huevos fritos para tres mil personas? Llegaban a la mesa siempre fríos y aceitosos. Aprendí que empanadas quería decir milanesas. En cuanto se las cortaba daba la impresión de estar descuartizando una vaca por lugares erróneos: manojos de nervios surcaban cada filete de carne y grasa. Todo cubierto por capas y capas de huevo y pan rallado. Las sopas de pescado y con pedazos de carne de cerdo flotando, llegaban siempre tibias. Cocidos no faltaban. Los desayunos no eran mejores: tazones de café con leche hecho con cascarilla donde flotaba nata que dejaba aureolas aceitosas en la superficie. Pasaba de largo cada plato y sólo aceptaba, después del almuerzo, la hogaza de pan con la barra de chocolate que nos daban para comer en nuestro cuarto a la tarde, como merienda.

A la semana, la debilidad me empezó a marear. No tenía quién se horrorizara por mi falta de alimentación. Decidí gastar un poco de dinero y pedir algo en el bar de la facultad.

Todas las mañanas iba a la Complutense a cursar. Las huelgas eran permanentes y los días sin clases hicieron tomar otro rumbo al objetivo de mi viaje. Después de las dos primeras horas había un recreo y nos atropellábamos por llegar al bar. Mi tonada argentina al pedir “¿Por favor me servís un café con leche?”, me ponía en el último lugar para que mi pedido fuese captado. Por una cuestión de supervivencia me dediqué a observar y a imitar a los demás. No me costó mucho la tonada para lograr mi primera taza de un riquísimo desayuno: “Oye, ¿me pones un café con leche?”

A los pocos días ya tenía amigas: tres argentinas que vivían en el colegio conmigo, más una peruana, una colombiana y una española que conocí en la facu.

Nada hizo que me adaptara al régimen de vida del colegio: era obligatorio estar ahí todas las noches, tal cual lo decía Serrat: antes de que den las diez. Salvo dos excepciones al mes en las que se podía llegar a las dos de la mañana. Fuera de esos horarios, las puertas se cerraban y la que no estaba, quedaba afuera. No importaba dónde durmiéramos. No se podía usar la pollera corta, ni presentarse en el comedor sin mangas.

Todas las noches repartían por los dormitorios esqueletos llenos de botellitas de leche, al grito de “¡la leche del Generalísimo!”. Una vez superada la impresión, las argentinas optamos por usarla para hacer dulce de leche en unos calentadores eléctricos que nos habíamos comprado. Después de no cenar, armábamos guitarreadas en los dormitorios, que endulzábamos con café instantáneo o mate y galletitas con dulce del néctar del General. Una vez por mes teníamos el privilegio de que nos visitara Pilar Franco, en persona. Eran almuerzos especiales en los que nos teníamos que presentar muy bien vestidas y respetar más que nunca las normas. La anciana señora se mostraba la mar de simpática y comprensiva con todas las jóvenes estudiantes, españolas o “hispanas”.

Si en los pasillos de la facultad se formaba un grupito de cinco o seis  estudiantes y se les ocurría ponerse a conversar unos minutos, inmediatamente eran considerados sospechosos. Entraban “los grises” y los separaban con sus machetes en alto. Era la policía montada de Franco que se ocupaba, entre otras cosas, de controlar el peligroso ambiente universitario. No vaya a ser que les pasara como a su país vecino. Había reuniones clandestinas en aulas donde nos convocaban pasando la voz.  Una vez asistí a una y no entendí nada: eran temas muy particulares que venían arrastrando desde hacía tiempo.

Una tarde, Loreto me llevó de tapas. Conocía lugarcitos especiales, no preparados para el turismo. Fue la primera vez que tomé vino. No tuve opción en el clima de cante hondo y palmas que nos acompañaban. Tomé un chato, después otro y me animé a atacarla a preguntas sobre la situación del país, la falta de libertad y todas las cosas que me horrorizaban. Me había respondido algunas cuando, de golpe, hizo un gesto de que tuviéramos cuidado y, cuando fuimos al baño, me explicó que atrás de ella había un tipo que posiblemente estaba escuchando. Que era muy peligroso mantener esas conversaciones en lugares públicos porque había espías por todas partes.”

Cap.33 FEFO, Vicky Rego

Fefo sigue contando su vida en España, que recorrió haciendo auto-stop, hasta lograr trasladarse a su soñada París.

Cuando volvió a Buenos Aires, ya estaba entrenada para vivir en un país sin libertad como la esperaba en los años de horror que siguieron en Argentina.

Hoy me siento tan española como argentina. Vuelvo a Madrid casi todos los años. Viví en ella una etapa valiente de mi vida. Y también la padecí. Por eso la amo. Como a Buenos Aires. @mundiario

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