¿Qué harías si solo te quedara una hora de vida? Una pregunta que nos lleva hasta lo esencial

Portada del libro de Roger-Pol Droit y retrato del mismo.
Portada del libro de Roger-Pol Droit y retrato del mismo.

Y es que esa pregunta que se hace Droit no es más que un juego filosófico, pero un juego muy serio, una forma de inquirirse sobre lo primordial, comenta este autor en su artículo.

¿Qué harías si solo te quedara una hora de vida? Una pregunta que nos lleva hasta lo esencial

Esta es la pregunta que se hace el escritor y filósofo francés Roger-Pol Droit en su libro Si solo me quedara una hora de vida, publicado por Paidós. Y es la difícil pregunta que nos interpela a todos los que la oímos, para la que apenas estamos preparados. La contestación que, de forma lenta y titubeante, vayamos logrando, dirá mucho de nuestra concepción de la existencia, de las prioridades que establecemos en nuestra vida.

Si la pregunta me la hiciera yo, creo que debería descartar la circunstancia de que esa última hora de vida me pillase junto a mis seres más queridos, pues entonces mi respuesta sería demasiado sencilla: pasaría esos sesenta minutos aferrado a ellos, transmitiendo amor con todas mis fuerzas; lamentaría mis imperfecciones hirientes; procuraría legar los mensajes más fortalecedores, indicaría alguna voluntad póstuma; encarecidamente, rogaría la ausencia de llantos, de parálisis, de tinieblas; nada de lúgubres imágenes que me evocasen; me callaría el dolor, la impotencia por los servicios que ya no podría ofrecer. Así pues, mi reacción no incluiría complejas disquisiciones sobre la existencia. No aprovecharía esa situación límite para intentar decirme alguna verdad inaudita. Mi actitud resultaría decepcionante, no habría respondido con todo el pequeño arsenal filosófico de que dispongo y del que ahora - cuando confiadamente supongo que no me queda tan solo una hora - sí que estoy dispuesto a usar. Lo que no sé es si podría llegar a concebir plenamente la idea de mi desaparición y si sería capaz de romper con la inercia de siempre estar proyectándome, aunque ya no hubiera más futuro para mí.

Y es que esa pregunta que se hace Droit no es más que un juego filosófico, pero un juego muy serio, una forma de inquirirse sobre lo primordial, en el momento decisivo en el que ya no valen las distracciones, las veleidades, las vanidades o los proyectos. Lo que este filósofo se responde a sí mismo está expresado en una serie de capítulos escritos en forma de torrenciales versículos. Lo que dice no supone ninguna concreción cerrada sino, una vez más, un merodear por algunas aproximaciones a la certeza.

Siempre he asimilado la muerte al dormir, a un sueño del que, sin previo aviso, ya no despertaremos. Un sueño sin sueños, una definitiva forma de no regresar a nuestra consciencia. (Hay diversas teorías muy bellas, de superación espiritual, en las que me gustaría creer, sobre todo si me asegurasen las sensaciones beatíficas que prometen para el más allá. De no existir ese ulterior estadio de nuestro ser, tampoco pasaría nada). Como sospecho que solo se trata de esa desaparición, mi único desvelo previo es el de llegar a ese momento habiendo cumplido aceptablemente con los importantes mandatos que mi intuición me señala, habiendo superado la banalidad de una existencia derrochada en atender solo su superficie. Me gustaría poder pensar que he explorado lo bastante la vida como para alcanzar cierta correspondencia con su íntima grandeza. Aunque todas estas conclusiones siempre dependen de las trampas que uno haga al establecer su propio veredicto. Indudablemente, hay muchos hombres y mujeres más valiosos que yo; aunque, por otra parte, también observo, en otros que son peores, sus escandalosas autoindulgencias, y esto debiera precaverme sobre mi propio juicio.

Vivimos y nos movemos en un contenedor propio de visiones, de memoria, de emociones, y eso se vaciará con la muerte. Desaparecerá la conciencia de ese yo que muchos neurobiólogos ven como una creación ficticia. Nos moriremos pensando que alguna reminiscencia quedará de la imagen que nos hemos construido o de la que han percibido quienes nos han contemplado. Si llegáramos a la decrepitud, sería difícil revalidar nuestra plenitud anterior, aquella de la que si nos hacemos responsables.

Lo que no haría en este último acto sería aquello a lo que hasta ahora nunca me hubiera atrevido, lo que hubiese tenido consecuencias de las que ahora quedaría exento, pues caerían en el lado de la nada. Quisiera ser coherente. Sabemos muy poco. Es lo que dice Droit, y también que es más importante sentir que razonar. Y yo añado que me parecen muy bien muchas de las limitaciones de la vida, que esa magia que se nos niega nos evita tener que tomar graves decisiones que nos paralizarían.

Aunque, también, los neurobiólogos aseguran que el libre albedrío no existe. Nuestro subconsciente es el que toma las decisiones y luego nos creemos que hemos sido nosotros sus autores. Sí, pero nuestra realidad nos dice que nos creemos esa libertad de nuestro yo y lo seguiremos haciendo; por ello, los que usamos una conciencia crítica no vamos a abandonarnos en las irresponsabilidades que se nos brindan. 

Si me quedara una hora de vida y estuviera incomunicado, tal vez me pondría a escribir como hace el autor de este libro, porque esa es también mi forma de intentar profundizar en el misterio, de revelarme una suficiente verdad, de no dispersarme. ¿Para qué?, se me podría decir. ¿Y qué más da?, respondería. Hay que creer en algo. No estoy para diluirme en las  refutaciones que se me puedan hacer en nombre de lo absoluto. Por eso, trataría de construir algunas evidencias, me esforzaría en descubrir en mí la capacidad para indagar en el meollo de la vida.  

El autor aboga por abandonar la ambición del saber absoluto: “Las respuestas ciertas, las verdades factuales… solo son farallones aislados, rodeados de océanos de incertidumbre”. O sea, ¿que nos vamos casi como vinimos? La sabiduría alcanzada siempre es escasa; nuestra existencia, muy corta; nuestros órganos captores del sentido de la realidad, insuficientes: “A medida que sabemos más ignoramos más, quien sabe poco también ignora muy poco”. Pero,  hay que convertir “esa incertidumbre radical en la palanca indestructible de una alegría de vivir”. Y esa incertidumbre lleva al delirio: “En las historias delirantes de los humanos siempre se trasluce algo infinito y algo de ausencia. Los humanos y solo ellos, se reconocen por esa oquedad en el seno de lo real que visiblemente no logra horadar ninguna otra especie, ese agujero en la compacidad del mundo también permite la belleza”,

“El que agoniza de verdad ya no es capaz de pensar”, reconoce Droit. Por eso, este ejercicio anticipado. “Vivir como si este fuese a ser el último día”, dicen los más vitalistas. “Vive, actúa como si en cualquier momento pudieras morir”, prescriben los moralistas; es decir, estate preparado para el juicio definitivo, no confíes en que haya un tiempo para repararte, para empezar a vivir en la virtud. Si, al simple juicio de una moral que tiene por motivo bien encaminarnos, le añadimos la intervención de un Dios castigador o redentor, la cosa es de pánico.

Finalmente, el autor no elude dedicar unas líneas a imaginar una despedida de sus seres queridos, a los que nombra en sentido homenaje. Pero subsiste la duda de cómo actuaremos en ese momento real, en ese irreversible avanzar hacia el inminente umbral de la muerte. Lo que Droit piensa ahora es: “No temo nada, ni juicio ni castigo, no espero ninguna recompensa, me considero sin esperanza y sin miedo…” Pero, ante tamaña afrenta, humilde, contempla la posibilidad de derrumbarse: “El que pretenda, justo en el instante de la muerte, estar realmente seguro de controlarlo todo, de no resistirse,  de no temblar, de no pedir socorro a nadie, miente…”.

Su conclusión sobre el tema principal, sobre aquello que se enfrenta a la muerte, el “saber cómo vivir”, es que “no hay nada que comprender y lo que hay que hacer es sentir, la virtud…no es demostrable”. Es el reconocimiento de nuestra pequeñez, incluso en nuestra más lograda grandeza. No estamos a salvo de vivir bajo una condición dada, irrevocable. A pesar de ello, algunos pretendemos que intentar la belleza en nuestros actos podría ser la salvación, nuestro reconocimiento como seres que deciden una ínfima partícula de lo inmensurable.

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