En sus escritos, Edvard Munch nos explica su necesidad de plasmar sus graves emociones

Retrato de Edvard Munch y su más famoso cuadro: El grito.
Retrato de Edvard Munch y su más famoso cuadro: El grito.

Mirando esos cuadros, uno se da cuenta de que hay en ellos una empatía muy profunda con el sentir humano, una percepción muy emotiva de la existencia.

En sus escritos, Edvard Munch nos explica su necesidad de plasmar sus graves emociones

Abro las páginas de la magnífica edición de El friso de la vida y tengo la sensación de tener algo muy valioso entre mis manos. Este libro, que me ofrece la reproducción de los escritos y de algunos de los cuadros más importantes de Edvard Munch, me invita, a través de su sincera y sencilla complejidad, a acercarme a la persona y a la obra de este extraordinario pintor danés.

Lo novedoso de este libro es la publicación de sus esbozos literarios. La principal característica de los mismos es su originalidad, la particular forma de elaborarlos, con una prosa de líneas recortadas a modo de versos y con numerosos guiones donde otros pondríamos comas u otros signos de puntuación. El tono de los mismos también es singular, con un deje de descuido, produciendo una sensación de naturalidad que es una improvisación de lo que se ha pensado largamente. Son reflexiones sobre el arte, desde el punto de vista de una concepción muy propia; son escritos autobiográficos y relatos más o menos terminados. Lo curioso es que, desde esa sencillez, desde esa aparente carencia de esmero literario, logra componer unos textos que muchas veces son sobresalientes en fuerza y profundidad, y de los que, inesperadamente, se pueden extraer observaciones muy relevantes.

Edvard Munch fue un hombre que reconocía tener una mente inestable, una percepción de la realidad a menudo hiriente y atormentada: “Mi pulso es o bien impetuoso e incluso producto de violentos ataques de nervios – o lento como melancolía reflexiva”. Un psiquiatra tendría mucho que decir sobre este pintor a partir de la visión de sus cuadros, en la mayoría de los cuales expone motivos trágicos o angustiosos. Munch pintaba a su modo, al margen de la incomprensión que a menudo lo rodeaba por parte de quienes demandaban obras más realistas: “No hay quien les meta en la cabeza que estos cuadros están hechos en serio – con sufrimiento – que son el producto de noches de insomnio, que se han cobrado nuestra sangre, nuestros nervios. Y en estos cuadros el pintor ofrece lo más valioso – ofrece su alma – su dolor, su alegría…”.

Los cuadros de Munch anteponen el afán de expresión a la intención de fidelidad a una realidad demasiado homogeneizada. No le interesaba retratar el mundo de forma objetiva, sino la impresión que le había dejado una determinada imagen en su psique, en su memoria.

La obra del pintor danés transitó desde el impresionismo hasta el simbolismo y el expresionismo. “Busqué en mi memoria mi primera impresión”, cuenta para explicarnos la génesis de sus cuadros. “Pintaba lo que aún guardaba en mi retina”.  “No siento lo que veo sino lo que vi”. Los cuadros de Munch anteponen el afán de expresión a la intención de fidelidad a una realidad demasiado homogeneizada. No le interesaba retratar el mundo de forma objetiva, sino la impresión que le había dejado una determinada imagen en su psique, en su memoria. “La naturaleza no es solo lo visible para el ojo – también son las imágenes interiores del alma”. Lo que pretendía lograr con sus pinceladas era crear la evocación de un intenso sentimiento: “Estos cuadros son estados de ánimo, impresiones de la vida espiritual…”

Munch actúa con el pincel motivado por la necesidad de expresarse, de comunicarse: “En general el arte surge de la necesidad del ser humano de comunicarse con otro”. Para él “el arte son los sentimientos más profundos”. A partir de esa creencia, el objetivo es acertar plasmando la idea concebida lo más exactamente posible: “El arte es la necesidad humana de cristalización”. Así, a veces, repite innumerables veces un motivo hasta dar con la versión que más se aproxima a su sentir, pero dando lugar, no a bocetos sino a cuadros terminados, que son acercamientos a la esencia de sus impresiones. Para él, el arte también era una forma de conocimiento: “En mi arte he intentado explicarme la vida y su sentido, y también he pretendido ayudar a otros a aclarar su vida”.

Junto a estos textos, a menudo muy valiosos, que hurgan en su propia personalidad, mediante una introspección directa, sincera y confiada, sin artificios, están las reproducciones de algunas de sus obras más importantes. Mirando esos cuadros, uno se da cuenta de que hay en ellos una empatía muy profunda con el sentir humano, una percepción muy emotiva de la existencia. Su visión pocas veces es optimista y es capaz no solo de captar la tristeza en lo dramático sino también en lo festivo, en cuyas escenas sorprende los gestos oprimidos por una ominosa displicencia. Algunas veces, parece como si sus personajes carecieran de alma. En otras ocasiones - la mayoría - están hechos de una tristeza muy humana. A Munch no le interesa la alegría o no la sabe pintar. Prefiere las miradas perdidas en una invisible proximidad que vacía a sus personajes, los expolia de su voluntad, interrumpiendo así una difícil relación con la existencia. Así, en cada composición está el germen de un relato que descubrimos si nos detenemos en las expresiones, en las formas de estar de los personajes, de los que intuimos su forma de ser en el tiempo.

Los trazos del pincel gritan en cada uno de sus cuadros. Los colores parecen estar sumándose a un torbellino de procedencia indeleble. Las figuras humanas sugieren su existir a partir de un sueño, o mejor, de una pesadilla. Al reflejar a quien ha visto – es decir, a quien, por un momento infinito, ha vivido – Munch prefiere retratar las ondas que sus sentimientos generan, los apagados destellos de su ser, antes que su consabida máscara. O, si acaso, los dota de una nueva, más verdadera, que delata el desencanto en el que viven.  

El arte, dando un rodeo, o situándose en un insólito mirador, ha de mostrar aquello que nos resulte reconocible y que apenas lo habíamos sabido percibir. Eso es lo que consigue Edvard Munch al mostrarnos su agitado mundo, ese lugar exterior que observa desde su interiorizada perspectiva. Su propósito es el de suplantar por unos momentos nuestra visión, hasta enseñarnos a mirar más allá de esas imágenes planas que no revelan ningún bullente interior sino tan solo el reflejo de nuestra indiferencia.

    

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