¿La prioridad de nuestra democracia es confiscar con malas artes?

Facebook del BOE.
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Confiscar significa atribuir al fisco unos bienes que eran propiedad de una persona en virtud de disposiciones legales. En otras palabras, sustraer legalmente o no tanto.

¿La prioridad de nuestra democracia es confiscar con malas artes?

Confiscar significa atribuir al fisco unos bienes que eran propiedad de una persona en virtud de disposiciones legales. En otras palabras, sustraer legalmente o no tanto.

Sabemos que los sistemas democráticos aparecen por la necesidad de amparar intereses y derechos individuales. El Estado nace como respuesta a la debilidad e inconsistencia humanas. Nadie puede defender aquellos en solitario. Por esta razón es imprescindible crear un cuerpo imbricado, robusto, seguro. La Revolución Francesa, matriz del Estado Moderno, conformó su proceso con la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano. Ella, amén de estos principios constituyentes, hizo desvanecerse el absolutismo monárquico equivalente a cuantas dictaduras aparecieron después. Sin embargo, su pureza no impide que ciertos prohombres, bajo una apariencia democrática, se burlen de aquellas esencias. Tal vez el tiempo, la desmemoria o ambiciones ilegítimas, la vayan desnaturalizando en perjuicio de un ciudadano desclasificado, apático, harto dentro de su resignación.

Confiscar significa atribuir al fisco unos bienes que eran propiedad de una persona en virtud de disposiciones legales. En otras palabras, sustraer legalmente o no tanto. Refiero mi caso particular para que el lector consiga situarse en la siguiente exposición. El pasado mes de julio fui sancionado por exceso de velocidad con cien euros. Cuando se me comunicó tal incidencia estaba en mi pueblo natal conquense mitigando los calores valencianos. El cartero, al no localizarme, devolvió la notificación. De inmediato, se recurrió al BOE -que nadie lee- para darme por enterado. Aparte de no percatarme (como es lógico), semejante eventualidad impedía rebajar el cincuenta por ciento. Hace unos días recibí la llamada de una empresa dedicada a gestionar multas de tráfico. A través de ella conocí la existencia de la infracción  y me comunicaron que tenía quince días para reclamar o pagar cien euros, salvo su anulación. El precio, cuarenta euros. Acepté, lo que puede suponer un monto total de ciento cuarenta euros en vez de cincuenta. Como pueden imaginarse, inicié un cabreo de bastantes decibelios.

Siendo irritante el escenario expuesto, mi disgusto aumenta con la novedad. El Tribunal Constitucional hace tiempo resolvió, a favor de los Automovilistas Europeos Asociados (AEA), lo siguiente: "La comunicación de actos judiciales mediante edictos solo es ajustable a las exigencias del artículo veinticuatro de la Constitución (derechos de los ciudadanos) cuando es absolutamente imposible la comunicación personal al interesado." Su finalidad consiste en rehuir limitaciones del derecho a la legítima defensa y a la prohibición de indefensión. Es de suponer que su alcance concierna también a los actos administrativos para salvar rechazos indeseados a aquellas judiciales. Hoy, esa imposibilidad de la que habla el Tribunal Constitucional como marco de acceso al BOE es quimérica más que difícil. Con estos antecedentes, podemos extraer la percepción de que todas las instituciones se saltan las leyes a la torera; es decir, hay una burla evidente a los derechos ciudadanos. Mientras, al individuo se le exprime hasta el agotamiento en una codicia insana.

Estaremos de acuerdo en que la robustez democrática es directamente proporcional al Estado de Derecho que la sustenta. No sirven enunciados ni soflamas. El movimiento se demuestra andando. El aprendizaje diario confirma a las claras la indigencia legal con que tropezamos en tantos y tantos episodios. Cuánta envidia suscitan las referencias a países como Dinamarca, Finlandia, Suecia o Noruega. Cuánto malestar, hastío y vergüenza, anidan  en nuestras vivencias democráticas. De aquí procede el desapego a políticos e instituciones. Nadie quiere herramientas caras, ineficaces u obsoletas.

Quienes por cuestiones de edad no conocieron otro régimen, andan perplejos, perdidos, dubitativos cuanto menos. Uno de mis hijos -ingeniero, funcionario, ideológicamente moderado, con dos hijos pequeños y esposa en paro- estaba tan pesimista que su única salida era votar a Podemos. Me costó convencerlo de que esa opción suponía el totalitarismo disfrazado de sirena. No me extrañó porque los que vivimos el franquismo, en alto porcentaje, evocan con deleite aquella época. Resulta curiosa la confluencia dictatorial entre jóvenes y mayores. Parece ser el designio de España. Tras una vivencia democrática viene un periodo absolutista o dictatorial. Ocurrió en la Primera República, en la Segunda y no descarto que termine igual esta monarquía parlamentaria.

¿Por qué los políticos siguen luciendo incapacidad democrática? ¿Por qué jóvenes y mayores, por distintos impulsos, detestan al final democracias que ansiaban, o eran ansiados, vivir? ¿Qué ocurre? Tengo mil respuestas juiciosas. Desconozco, asimismo, el afán de esta caterva por matar la gallina de los huevos de oro. Tanto desaprensivo como anda suelto crea una atmósfera contaminada, irrespirable. Traspasan todas las líneas rojas y el pueblo termina por repugnarlos. A ellos y al sistema que representan.

El gobernante que incumple la Ley queda inhabilitado para hacerla cumplir. Se inicia así un veloz tránsito hacia la ley de la selva exterminando, a poco, cualquier respeto por los derechos individuales. Se rompe, pues, el puente que une al ciudadano con la democracia y aparece, por reacción, un sistema opresor pero intransigente con todos. Esta ulterior característica lo hace duradero, convirtiendo en probidad lo que a todas luces es lacra. Para concluir, pido perdón por el exabrupto con carga tremendista, poco piadosa, pero presuntamente bíblico, que dice: “O follamos todos o la puta al río”.

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