No estamos para cuentos y, sin embargo, este reino enano los necesita

Imagen promocional de El Hobbit
El rey Thorin, un enano, pero valiente y digno.

Quién nos iba a decir que en las primeras páginas de El hobbit, Tolkien anunciaría el sufrimiento que padece España. ¿Dónde andarán los héroes sencillos que nos libren del dragón?

No estamos para cuentos y, sin embargo, este reino enano los necesita

Soy de los que releen. Por respeto. A su inteligencia cuando repaso un artículo y a la mía cuando vuelvo a los maestros.

Después de muchísimos años, he releído La isla del tesoro. Siento el paladar renovado gracias al sabor auténtico de la literatura y la aventura, y tengo el corazón colmado del amor de un autor por sus criaturas. Inclino con humildad la cabeza ante el genio y la maestría de Stevenson, aquel a quien los nativos de Samoa, su tumba, llamaron Tusitala, el cuentista.

Ahora releo El hobbit, de J.R.R. Tolkien, obra que nació con la mansa intención de ser un cuento para niños. Mansa, pero inmensa: hay que ser muy valiente y muy diestro para entretener a un crío. Y sin embargo, esta vez me he dado cuenta de que en sus primeras páginas hay una notable lección para adultos. No la aprecié la primera vez; será porque no habían llegado al poder el capitán Mariano Garfio, los corsarios que le siguen y el cocodrilo con mandíbulas de tijera que recorta todo lo que se le pone por delante. Créanme si les digo que, desde Corcuera, no había visto tal colección de ogros -con notable acompañamiento de brujas- en este reino nuestro que una vez fue dorado.

A lo que iba, que colorín, colorado, este cuento mío se tiene que acabar. Dibuja Tolkien en El hobbit  un país magnífico, el del Rey bajo la Montaña, en el que convivían enanos y hombres. Eran tan ricos que no necesitaban sembrar ni buscar comida: todo se les daba. "Aquellos días sí eran buenos", dice el autor. "Aun el más pobre tenía dinero para gastar y prestar, y ocio para fabricar objetos hermosos sólo por diversión", añade el autor. Todo era, pues, felicidad, bienestar, salud y riqueza. ¿Les suena, mis queridos compatriotas enanos?

Y, en eso, vino Smaug, el colosal dragón llameante. Tolkien nos enseña que los dragones no dan valor a las joyas que acumulan, sino a las montañas que pueden formar con ellas. No los mueve el valor de un bien, sino la codicia. Cuando se han hecho con el botín, duermen sobre él toda la vida; si pueden, para siempre. Los dragones, en fin, no crean riqueza, la expolian y la guardan bajo su panza escamosa. Así que el codicioso Smaug apareció porque en el Norte se acababa el oro y el Sur le pareció una pieza suculenta.

Por culpa del monstruo, el país del Rey bajo la Montaña ardió y se cubrió de cenizas, de pobreza y de dolor. Los hombres murieron y los enanos huyeron, dejando atrás su patria: "La historia de siempre, salvo que en aquellos días era demasiado común", nos cuenta Tolkien.

Los que se salvaron lloraban a escondidas, incapaces de hacer frente al omnímodo dragón. Los enanos, magníficos herreros y orfebres, tuvieron que ganarse la vida de cualquier modo. Y cuando consiguieron un poco de dinero se olvidaron de la tragedia: "No estamos tan mal", se consolaron con los hombros encogidos. Animados por el fuego frío del conformismo, se negaron a mover un dedo por recuperar el país y las riquezas que eran suyas por trabajo y, en consecuencia, por derecho.

Y aún estarían en esas si Gandalf no hubiera escogido a trece de ellos –y a un hobbit peleado con su esencia pequeño burguesa– y los hubiera embarcado en la epopeya de recuperar la Edad Dorada.

Son tristes los cuentos: ofrecen esperanza, pero hay que pagar por ella con heroísmo y magia. Por eso digo que no estamos para cuentos; este es un reino de enanos conformistas y de grises tenderos hobbit que ya no creen en la épica ni en la maravilla. La sombra de nuestro dragón es muy larga y mirarlo a la cara con valor nos puede costar seiscientas mil monedas, de esas que Smaug se guarda bajo la panza.

No estamos para cuentos, no. Y, si embargo, los necesitamos. Para no dormirnos.

No estamos para cuentos y, sin embargo, este reino enano los necesita
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