Nicaragua: el olvido de Daniel Ortega

Rosario Murillo y Daniel Ortega. / Twitter
Rosario Murillo y Daniel Ortega. / Twitter

El pueblo nicaragüense, que se levantó contra Somoza, se rebela ahora contra Ortega. ¿Cómo debería actuar la comunidad internacional en estas circunstancias?

Nicaragua: el olvido de Daniel Ortega

En la década de los 80 viví durante cuatro años, como cooperante del Instituto de Cooperación Iberoamericana, en esa tierra de lagos y volcanes y también de rebeliones contra injusticias y dictaduras, y de poetas y artistas, como Rubén Darío y Ernesto Cardenal. Allí conocí el cerco que EEUU, bajo la presidencia de Reagan, imponía a aquella nación de apenas tres millones de habitantes, quienes, en 1979, habían osado rebelarse contra la dictadura de Anastasio (Tachito) Somoza en una lucha encabezada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).

Cincuenta años antes, Augusto Cesar Sandino había liderado una revuelta contra los marines, provocando que Franklin D. Roosevelt, con su política de “buena vecindad”, los regresara, humillados como nunca, a territorio norteamericano. Para ocupar su lugar, se creó la Guardia Nacional y EEUU forzó el nombramiento de Anastasio (Tacho) Somoza -padre de Tachito- como su general director. Cuando, una vez firmada la paz y depuestas las armas, Sandino asistió a una cena ofrecida por el entonces presidente Juan Bautista Sacasa, Tacho cumplió su primera misión: su asesinato. Dos años más tarde derrocó a Sacasa y durante dos décadas gobernó y robó a su antojo.

A Tacho le sucedió su hijo Luis y, a su muerte, Tachito, otro de sus hijos, quien llegaría a ser uno de los hombres más acaudalados de Latinoamérica. En total, la dinastía Somoza gobernó Nicaragua durante 42 años ininterrumpidos, desde 1937 hasta 1979, superando así a la casi eterna dictadura de Franco.

Volvamos a la revolución del 79. Daniel Ortega, junto a otros ocho comandantes, dirigía el FSLN cuando triunfó la rebelión popular contra Tachito. Pero, con la elección de Reagan en EEUU, pronto comenzaron las dificultades. Reagan presentaba al gobierno nicaragüense como un grave problema para la seguridad nacional de su país, aunque su economía no alcanzaba la milésima parte de la estadounidense. Pero él explicaba en la televisión, con gran despliegue de mapas y cara de enorme preocupación -había sido actor- que el sandinismo, si no se paraba a tiempo, se extendería por toda Centroamérica y después por todo México. Para evitarlo, creó, armó y financió a la “Contra” -incluso sin la autorización del Congreso, como durante el episodio “Irán-Contra”-. Y así, Nicaragua fue desgastándose en aquella guerra “de baja intensidad”. Cuando se convocaron las elecciones de 1990, Daniel Ortega representaba, al menos en el imaginario popular, la continuidad de la guerra, mientras Violeta Barrios de Chamorro, la candidata de la Unión Nacional Opositora y de EEUU, simbolizaba la paz. Ganó Violeta.

Aquel fue un resultado injusto, pues la amenaza de la prolongación del conflicto pesó, qué duda cabe, en el voto de los nicas. La oposición de la empresa privada, la de la Iglesia católica, la de La Prensa -un diario de gran tirada-, la de La Embajada y la guerra de la “Contra”, logró vencer a los revolucionarios en las urnas. Atrás quedaban las proezas de la revolución, como la “Cruzada de Alfabetización”, que movilizó a sesenta mil brigadistas, estudiantes que iban a las montañas a enseñar a leer a los campesinos, en su gran mayoría analfabetos -tal era el estado de abandono en el que vivían-. Pero ¿qué era todo aquello comparado con la posibilidad de detener la guerra?

A Violeta Barrios le sucedió Arnoldo Alemán, corrupto donde los haya; y a éste, Enrique Bolaños. Mientras, Daniel Ortega, acompañado de su esposa, Rosario Murillo, se preparaba para volver al poder. Tenía plata gracias a la “Piñata” -una privatización de bienes del Estado en favor de algunos dirigentes del FSLN llevada a cabo en 1990, durante el traspaso de gobierno-; se había acercado a la Iglesia Católica al garantizar la prohibición total de la interrupción voluntaria del embarazo; también -como nuevo hombre de negocios- a la burguesía nicaragüense; y, por supuesto, a La Embajada. Todo ello, sin abandonar la retórica revolucionaria, la de gobernar para los pobres y la amistad con Cuba y con Venezuela. Con esos nuevos ropajes, y aunque el FSLN ya había perdido a dirigentes históricos, como los comandantes Luis Carrión, Henry Ruiz, Dora María Téllez o el escritor Sergio Ramírez, o a personalidades sin tacha, como Ernesto Cardenal, Gioconda Belli, Oscar René Vargas o Carlos Fernando Chamorro, Daniel Ortega consiguió ganar las elecciones en 2006.

Todo iba bien. Además de las buenas relaciones con los enemigos de antaño -empresa privada, Iglesia, Embajada, Arnoldo Alemán- y del control de los poderes legislativo, judicial y mediático, Ortega recibió cuantiosas ayudas de Venezuela -que le permitieron financiar programas emblemáticos, como el de “Hambre Cero”- y firmó un acuerdo con un consorcio chino para construir un nuevo canal interoceánico a través del lago de Nicaragua. Y para no enemistarse con EE UU, prometió su parte de negocio a las empresas norteamericanas que se interesaran en la construcción del Canal y se comprometió a que Nicaragua no sería lugar de paso para el narcotráfico. El Gobierno hasta obtuvo las bendiciones del FMI y del Banco Mundial a sus políticas económicas.

Entonces, ¿iba todo realmente bien? Bueno, cuando Venezuela, por su crisis, puso fin a las ayudas, resultó que en el festín había un olvidado: el que aguantaba el aumento de la desigualdad que derivaba de las políticas neoliberales; el que sufría la represión cuando protestaba, como los campesinos, que veían cómo la construcción del Canal afectaría a sus tierras; el que seguía teniendo que emigrar a los EEUU; el que aguantaba la corrupción desatada; y el que padecería una reforma de la seguridad social que imponía una reducción del 5% en las jubilaciones y un aumento de las cotizaciones sociales para enderezar las cuentas del Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS), descapitalizado por mala gestión. Nadie contaba con el pueblo, hasta que un día éste se hartó y salió a la calle.

Según la Asociación nicaragüense pro derechos humanos, treinta y tres ciudadanos han muerto en las protestas cívicas que comenzaron el 19 de abril -aunque con seguridad sobrepasan esa cifra-. El 23 de abril, una manifestación de repulsa a la actuación del Gobierno reunió en Managua a más de cien mil personas y en el resto del país a otras docenas de miles. Aunque Ortega, para rebajar la tensión, derogó el decreto sobre el INSS que encendió la chispa social y, por otra parte, creó una “Comisión de la verdad”, para esclarecer las muertes, el descontento sigue y hay un clamor popular para que Ortega y su esposa dejen el Gobierno. Se ha anunciado también la convocatoria a un diálogo nacional pero, a estas alturas, y después de la feroz represión, los manifestantes quieren hablar también de cuándo se van estos dirigentes. Si no se puede engañar a muchos durante mucho tiempo, en Nicaragua todo indica que se acabó el engaño, aunque, sin un reemplazo claro al Gobierno, no es posible predecir el resultado del conflicto.

En estas circunstancias, lo más urgente es que la comunidad internacional ejerza una labor de presión y vigilancia, exigiendo que una misión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA investigue esa masacre y evite que se registren más muertes. La CIDH ya ha solicitado al Gobierno nicaragüense la autorización para ingresar al país, lo que ha apoyado la Comisión de la Unión Europea. Ese es el camino. @mundiario

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