El imperio pierde la guerra y retorna al pasado

Acuerdo de Doha. Cadena SER.
Acuerdo de Doha. Cadena SER.
Hay elementos para que la UE reflexione sobre las alianzas a las que se debe: los principios éticos, solidarios y humanos en que se fundamenta, y no en las implacables normas del dios mercado y de los señores de la guerra.
El imperio pierde la guerra y retorna al pasado

Al fin y al cabo, los talibanes y su Estado Islámico de 1992 son una consecuencia de la intervención en Afganistán de la CIA y de Estados Unidos en los años 70 -proclamada oficialmente en 1978-, en apoyo del movimiento de los muyahidines, a quienes respaldaron con armamento y dinero en sus luchas por el poder en Afganistán.

Un apoyo que se refuerza cuando se realiza la revolución social en Afganistán y se proclama en el país una República Popular, en la que Tarik implanta medidas sociales de trascendencia, como la legalización de los sindicatos, el salario mínimo, la separación del Estado y la religión, y la ampliación de los derechos de las mujeres (algunos de ellos claves, como el de la prohibición de los matrimonios forzados). También establece un acuerdo de colaboración especial y de defensa conjunta con la Unión Soviética.

Mientras tanto, los muyahidines mantienen su lucha fundamentalista, y emplean el dinero recibido de los Estados Unidos para involucrar a mucha gente, con retribuciones por la prestación de servicios a su causa reaccionaria. Por ejemplo: pagaban 250 dólares por matar a un soldado enemigo, 750 dólares por matar a un maestro (altamente significativo), o 2.500 dólares por matar a una mujer que se rebelara y se negara a cumplir los mandatos de la yihad. Todo un plan de acción capaz de avergonzar a cualquier conciencia occidental básicamente decente.

Apoyo a los fundamentalistas islámicos

El apoyo estadounidense (armas y respaldo económico) se intensifica cuando el Consejo Revolucionario de la República Popular de Afganistán reclama la intervención de la Unión Soviética, que invade Afganistán en 1979, e inicia una guerra que dura hasta que Mijail Gorbachov le pone fin en 1989. Tres años después cae el gobierno de la República Democrática y se instaura el Estado Islámico, bajo la hegemonía de los muyahidines, aliados de Estados Unidos. Desde 1978 a 1992 la población afgana había disminuido (entre muertos de guerra y exiliados) en 2 millones de personas.

Pero no acabaron los conflictos, continuando una guerra civil múltiple, que enfrente a chiítas (apoyados por Irán) y wahabitas (apoyados por Arabia Saudita), con la intervención también de los llamados “señores de la guerra”. Hasta que en 1996 se imponen los talibanes, instaurando un régimen aún más duro que el que proclamaban los muyahidines. Aunque -por conocido- no es preciso subrayar que entre los muyahidines se contaba Ben Laden, sí es conveniente recordar que éste fue entrenado por la CIA durante varios años.

El apoyo más fuerte al movimiento de los muyahidines lo proporcionaron los presidentes de EEUU Carter y Reagan. A partir de la implantación del régimen talibán parece haberse cumplido la misión norteamericana, que era impedir en Afganistán un régimen afín al soviético/ruso. Pero aquel régimen que habían ayudado a implantar comenzó a expandir su “guerra santa” con actos terroristas a nivel internacional, que culminan en los atentados del 11 de septiembre de 2001 en el corazón del imperio. Una trágica paradoja: los Estados Unidos habían alimentado al monstruo que ahora se volvía contra ellos.

Ajuste de cuentas y un negocio con 240.000 muertos

Y ahí comienza la intervención militar de los Estados Unidos, dirigida por Bush junior, contra el régimen de los talibanes. Se le suma una coalición internacional, que de manera más o menos simbólica, se incorpora a la invasión, imbuidos por el estremecimiento de los brutales ataques terroristas. Visto en el momento, a muchos nos pareció una mala reacción vengativa de vaquero de película mediocre. Ahora a muchos nos sigue pareciendo lo mismo, con toda aquella parafernalia de “los países del mal”, que en el fondo encubría un ajuste de cuentas, en buena parte a ciegas.

Y, sobre todo, nos parece la manida reacción de invadir para seguir alimentando el -para algunos- pingüe negocio de la guerra. ¿Cuánto han ganado esos “algunos” vendiendo material de guerra, de más o menos precisión, carburante, traficando con armas, o suministrando raciones de comidas para soldados durante veinte años? Todo ello a costa de -según un estudio de la Universidad de Brown- la muerte de 240.000 personas. De ellos 71.000 civiles (a una media estadística de 16 diarios, porque comenzaron a contabilizarse en 2009); 3.500 soldados de la coalición -2.400 estadounidenses, y 102 españoles-, 84.000 talibanes; casi 70.000 militares y policías afganos, 16.000 pakistaníes; casi 600 trabajadores humanitarios, 136 periodistas… Una gran hecatombe sacrificada no sabemos a qué dios terrorífico, y enmascarada en denominaciones rimbombantes como “Justicia Infinita” y “Libertad Duradera”.

Todo ha terminado casi como había empezado: con los talibanes armados dominando los espacios de poder en Afganistán, e imponiendo la más estricta y brutal ley islámica fundamentalista. Y con el derrumbe de las esperanzas de tantos ciudadanos afganos -especialmente mujeres- que habían querido creer en el futuro. Con la decepción de muchos de los combatientes, que pensaban que peleaban por algo justo. Con la amargura de los familiares de quienes murieron en el intento. O con el desquicie humano y psicológico de muchos veteranos que sufrieron el horror de la guerra, o que no encontraron sentido a las barbaridades que estaban realizando o padeciendo.

Simular que la derrota era una negociación

Un final, en todo caso, que nace de la convicción de un fracaso más que anunciado. Una derrota prevista, porque no es posible educar a la gente a tiros, ni resolver la corrupción a base de la contemporización, o de los sobornos, que de todo ha habido. Tan prevista, que Trump reclamó al gobierno pakistaní sacar de prisión al talibán Baradar Akhund -a quien los Estados Unidos exigieron que se le encarcelara hace diez años- porque pensaba que era idóneo para negociar la derrota. O simular que la derrota era una negociación. El mismo Baradar Akhund que hoy está tomando las riendas del poder talibán en Afganistán, mientras quienes creyeron y colaboraron con el espejismo propuesto por Estados Unidos ahora viven la zozobra de escapar a cuentagotas a través del aeropuerto de Kabul, o se esconden, o buscan caminos para huir a pie.

La comparecencia pública de Biden fue patética. Porque no servía más que para validar la decisión que Trump había tomado, y porque no logró -ni siquiera lo intentó- explicar el sentido de los dos billones de dólares gastados en este fracaso. Ni logró -tampoco lo intentó- dar un sentido a tanta muerte inútil, al esfuerzo de tantas personas (entre 2011 y 2012 hubo desplegados en Afganistán 100.000 soldados norteamericanos). Y porque vino a decir que los afganos, que no habían sido capaces de defender sus posiciones (por el gobierno huido, el gobierno impuesto desde la Casa Blanca que él ahora ocupa), no merecían que los Estados Unidos -que los metieron en esa guerra- siguieran peleando por ellos. Y porque, en el acto, pasó a manejar ante los estadounidenses el fantasma de otro enemigo (esta vez China), con un reflejo imperialista especialmente indigno, dado el momento dramático en el que lo utilizaba.

Hay que reflexionar y recuperar la ética

Muchos elementos para reflexionar. Para entender que las soluciones de la actitud imperialista jamás terminan bien, porque no se construye el mundo dominándolo, sino cooperando, dialogando, solidarizándose. Muchos elementos para que la Unión Europea reflexione sobre las alianzas a las que de verdad se debe, que son aquellas que de veras tienen que ver con los principios éticos, solidarios y humanos en los que teóricamente se fundamenta. Y no en los supuestos valores que hábilmente manejan, en último término, los verdaderos señores de la guerra, que no están en las montañas de Afganistán, y que se esconden siempre debajo de los llamados principios liberales, que en realidad son las implacables normas del dios mercado. @mundiario

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