Esperanza Aguirre, camino de la melancolía

Esperanza Aguirre
Esperanza Aguirre.

A través de su mirada, esta vez insegura, se movían uniformes que le agarrotaban los reflejos mientras allanaban su oficina. ¿Es posible que no haya ordenado destruir las pruebas?

Esperanza Aguirre, camino de la melancolía

Era la noche del 11 de febrero y me estaba acostando con la cabeza llena del gesto sutilmente descompuesto de la ‘más chula que un ocho’, que antes de huir sin despedirse contestó como pudo a la prensa, había salido para hablar ella la primera, como siempre, antes de que cualquiera tuviera tiempo para pensar en lo que fuera. Esto ocurría a ras del suelo, bajo el gran balcón de su esquina favorita, el de tantas burbujas vividas de triunfos y alegrías. A través de su mirada, esta vez insegura, se movían uniformes que le agarrotaban los reflejos mientras allanaban su oficina. ¿Es posible que no haya ordenado destruir las pruebas?

Después, viernes y de amanecida, no recuerdo si soñé ni lo qué, pero mientras despego los párpados boca arriba se dibujan en el techo blanco cientos de funcionarios trabajando en las comisarías de media España o más, dedicando toda su jornada laboral a investigar pruebas de delitos cometidos durante décadas dentro del partido gobernante, a escuchar conversaciones grabadas, a cruzar liquidaciones de impuestos entre empresas y particulares, a listar y puntear miles de transacciones bancarias, a tomar declaración a presuntos o a testigos y arrepentidos, a leer mensajes de correo electrónico y a mil otras pesquisas. “Jefe, ¿le paso esto que he encontrado de uno de los de la Gurtel hablando con Rajoy?”. “No, Jiménez, de momento colócalo en la subcarpeta de esa operación que enlaza también con la de Don Mariano, que no doy a basto”.

Mientras me afeito pienso que un porcentaje importante de esos empleados que pagamos todos, perseguidores de delitos cometidos por políticos, están investigando al mismo partido al que han votado siempre y, en algunos casos, al que religiosamente pagan sus cuotas. Entre ellos un tal García, de la UDEF por ejemplo, no puede olvidar que debe su trabajo a un enchufe, porque el apellido de su benefactor acaba de aparecer entre los implicados.   

He desayunado en casa y cuando arranco, antes de poner la radio del coche y sin saber porqué, comienzo a pensar que esta democracia me parece una mentira tan grande como los títulos de la Domínguez, aquella ambiciosa que tanto admirábamos con nuestros hijos en edad de ver títeres sin miedo pero no de depurar falsedades ocultas bajo el orgullo de unas victorias televisadas que parecían nuestras, la Marta que se metía al cuerpo lo que fuera para ganar títulos de lo suyo con la misma intensidad con la que el partido de la Esperanza, y también de la atleta, iba metiendo en sus mil cajas el dinero que robaba para ganar las elecciones con trampa, porque de alguna manera había que vencer a un adversario al que esta legalidad de ahora impide amenazar para tener dominado, y que se ha multiplicado como por ensalmo.

Han sido diez kilómetros y medio hasta la oficina y al aparcar me doy cuenta de que esta vez no he encendido la radio. Quizás pensaba que cualquier noticia solo habría confirmado la novedad desvelada anoche por esa mirada escapista, hasta antes de ayer siempre dominante pero hoy tan endeble mientras nos contaba, a la intemperie del Madrid nocturno, sus primeros pasos hacia una melancolía sin retorno.

Ahora es 15 de febrero y lunes, por lo de actualizar: Hoy sí que he conducido escuchando las tertulias. No es necesario repetir como Aguirre ha sabido llenar de sí misma el día de San Valentín, un día señalado para disfrutar. A cambio, son varios los expertos que ya pronostican “el final del PP”. En breve, y al ritmo de investigaciones, juicios, sentencias, dimisiones y deserciones, los más atrevidos comenzarán a enseñar los abanicos de fechas entre las que un día nos despertaremos y el Partido Popular habrá desaparecido de nuestras vidas.   

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