Disfunciones en el régimen autonómico

Covid-19. / Pixabay
Covid-19. / Pixabay
La pandemia ha dejado claramente al descubierto sus dificultades para cohonestar el interés público con el privado.
Disfunciones en el régimen autonómico

Ciertas decisiones adoptadas durante la crisis sanitaria y la inusitada nevada de los últimos días, nos permiten constatar, una vez más, realidades que la clase política se niega a  admitir y discutir. Prohibir, restringir, ordenar, vigilar, sancionar,  son palabras que no gozan de popularidad, dada la corriente de liberalismo imperante, que atribuye a la  conciencia individual la condición de juez supremo. Sin embargo, en ocasiones, esas medidas son necesarias para facilitar la convivencia y cohonestar el interés público y el privado, sobre todo, ante una situación excepcional  como la que estamos viviendo. Por ello, ante la elección entre lo aconsejable-antipopular y las medias tintas, los dirigentes políticos suelen inclinarse por las segundas, porque siempre  piensan en las próximas elecciones.

En el primer estado de alarma, el Gobierno optó por medidas expeditivas, contundentes, y asumió las competencias sanitarias transferidas a las comunidades autónomas. Los resultados, aunque tardaron algunos meses en llegar, fueron satisfactorios. En la segunda fase, el Gobierno devolvió las competencias a las comunidades autónomas –que temían la usurpación de sus funciones y clamaban por recuperarlas- y quedar como árbitro de mesa, observando. Y pasó lo que tenía que pasar. Cada gobierno autonómico decidió su política ante la pandemia; y el de la nación, siguió mirando. Es decir, no hay ni unidad ni coordinación; el supuesto plan sobre la campaña de vacunación ha sido una muestra más. En Navidad, no se atrevieron a prohibir los desplazamientos y se recurrió a sucedáneos imposibles de controlar.

La dificultad de vigilar las normas de movilidad, la falta real de vigilancia, la ¿indefinida? delimitación de competencias entre los diferentes cuerpos de seguridad a los que les corresponde esa vigilancia y la propuesta de sanción, así como el hecho de que las sanciones se pierdan en los vericuetos de la burocracia, convirtieron esta segunda etapa en un galimatías.

Se echa de menos un sistema de sanciones  basado en la inmediatez y la relación directa entre el incumplimiento y sus consecuencias; es decir, como hacía, supongo que lo sigue haciendo, el popular juez Calatayud. A los transgresores debería imponérseles como sanción la prestación de servicios sociales: servicio de limpieza y lavandería en hospitales, traslado de enfermos y colaboración con los servicios funerarios, por ejemplo. No incluyo, conscientemente el apoyo moral a las familias de los enfermos y fallecidos porque el comportamiento de quienes no respetan las normas -una minoría, sin duda- resulta incompatible con su déficit de  sensibilidad.

La situación actual es una consecuencia de lo dicho hasta aquí: recomendar –no prohibir- y  cuando se prohíbe, no se vigila; cuando se vigila, no se sanciona con dureza proporcional e inmediatez. Y la mayoría silenciosa, paciente, cumplidora, sufre las consecuencias ante la pusilanimidad de los gobernantes y la desvergüenza de los transgresores.

La “campaña de vacunación” -¿cuándo, cómo y quién la planificó?, ¿en qué consiste?, ¿con qué medios específicos cuenta?-, es una evidencia más de las disfunciones del régimen autonómico. Se impone la discusión serena sobre su funcionamiento, porque lo sufrimos todos, tanto en cuanto a los servicios como a su coste. No se puede mantener el silencio sobre este tema durante más tiempo. Debería ser una conclusión positiva ante las penalidades que están pasando tantos españoles. @mundiario

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