¿Acaso viven los políticos españoles un sinvivir en sí?

Mariano Rajoy, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y Albert Rivera. / TV
Mariano Rajoy, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y Albert Rivera. / TV

Es cierto que penamos los hombres públicos más grises del último periodo democrático. Hemos topado con una caterva de aventureros ahítos de ruindad que merecen el mayor rechazo social-

¿Acaso viven los políticos españoles un sinvivir en sí?

Decía Viktor Frankel, eminente psiquiatra austriaco: “Cuando ya no somos capaces de cambiar una situación nos encontramos ante el desafío de cambiarnos a nosotros  mismos”. Esta advertencia, que cualquier individuo sensato asumiría sin dudarlo, se muestra velada para nuestra ilustre clase política. Es cierto que penamos los hombres públicos más grises (para ser generoso) del último periodo democrático. Hemos topado con una caterva de aventureros ahítos de ruindad que merecen el mayor rechazo social. Su sentido de Estado puede considerarse irrisorio cuando no inexistente. Con todos los errores y lagunas, Suárez, González, e incluso Aznar, nos parecen de otra galaxia comparados con estos vacuos que vienen engatusándonos desde hace quince años. Somos capaces de repudiar la pericia mientras caemos rendidos, ciegos, por retóricas inconsistentes. Temo la planificación de una compleja ingeniería social desde el poder. Ni nueva, ni espontánea. Solo así se explica el grado de estolidez que adorna al ciudadano español pese a su proverbial suspicacia.

Espacios informativos, y de debate mediático, iluminan cada jornada con noticias que deben surgir de cerebros turbadores, quizás grotescos. Estamos llegando a extremos aledaños a mentes raptadas por la quimera; esa rueda o tiovivo del sinsentido. Resulta imposible conjugar lo uno y su opuesto con tanto esmero, con devoción tan perversa. No obstante, estos prohombres que nos desalientan son capaces de todo excepto de conseguir un gobierno estable. Los tres líderes nucleares (Iglesias se disgrega a poco, si no lo está ya, cual materia de heterogénea conformación) dicen huir de nuevas elecciones faltos de confianza. Observamos, pese a manifestaciones convencionales, notables discordancias entre obra y pensamiento. Los acontecimientos desmienten esa dialéctica falsamente esperanzadora, sin muchas expectativas, ya que Cronos destapa la invalidez de tan tenues mensajes.

Ramiro de Maeztu sentenciaba: “Las autoridades son legítimas cuando sirven al bien, cesan de serlo al cesar de servirlo”. Políticos y comunicadores afines, calculadores, siembran semillas contaminadas en el barbecho social. La legitimidad democrática, proclaman, se determina por el voto ciudadano. Cierto, pero el gobernante no queda investido por él sin acotaciones ni matices. Maeztu, acertadamente, deja al descubierto una verdad a medias, bastarda, que es mentira afrentosa. El elector constituye parte alícuota del sistema, por tanto de su legitimación. Quien lo vertebra, lo afianza o constriñe, es el político con su actividad diaria. El ciudadano de a pie carece de armas para enfrentarse a los desenfrenos o excesos del poder. Todo atributo pierde su temple al cometer un atropello, ora a conciencia ya por error. De igual modo, quien abandona su vigilia bienhechora adultera toda legitimidad adosada a una servidumbre, jamás don privativo. Estamos viviendo la fase en que las siglas, sus líderes notorios, atesoran excesivos abandonos a la hora de afanarse por el bien común.

Considero a Rajoy principal responsable del bloqueo institucional. Pasado un mes de las elecciones, no antes para saciar la urgencia que dice haber de constituir gobierno, inicia los contactos con Sánchez y Rivera. Les proporciona un programa ambiguo, pobre, para su examen con el objetivo de llegar a acuerdos que le permitan la investidura y posterior gobierno. Según parece, el ofrecimiento carece de entidad; por consiguiente, de auténtico  interés para llegar a pactos sustanciales, desbloqueantes. Sospecha, con firme cimiento, que el PSOE quedaría muy mermado en una nueva cita a las urnas. Por el contrario, el PP rozaría la mayoría absoluta y aupado por Ciudadanos, si fuese preciso, le permitiría un gobierno estable y duradero. Lo sabe. Supone el argumento para exprimir al PSOE inicuamente hasta la saciedad. Maldad y  triquiñuela que perjudican la economía nacional. De ahí, esa demanda obcecada, renuente, al compás, de su jubilación. Estoy de acuerdo, Rajoy debe dejar paso a alguien menos nocivo, más evidente, sin aristas.

Sánchez, lo he sugerido en varias ocasiones, desde aquel “pactaré con todos a excepción de PP y Bildu” debería haber dejado paso a otro secretario general sin lastres sectarios. Hoy, tan arraigado NO -amén de recurrente, incisivo, inmovilista- debiera tornarse parlamento, arreglo necesario, patriótico; en definitiva, abstención que desbloqueara esta actitud absurda, límite. Desde hace tiempo disfrutaríamos, es un decir insensible, de otra legislatura algo renqueante, en este caso, pero efectista. Sánchez y equipo cercano han dado motivos sobrados para tornar a sus antiguas ocupaciones. Don Pedro viste traje ampuloso, enorme, tanto que le proyecta una figura cómica; en ocasiones, trágica. Ruego que haga una introspección rigurosa, exigente; dé una oportunidad a su patriotismo y abandone en aras al bienestar ciudadano.

Albert Rivera, dentro de ese dar palos de ciego mejor o peor fundamentados, quizás sea el único que escapa al juego de las medias verdades para justificar arrogancias cuando no cegueras dañinas. Al parecer no le afecta ningún desasosiego ni inquietud cercana al paroxismo, al suplicio emocional, a ese sinvivir casi místico. Contradice, o le rebasan, las palabras de Tácito: “Para quienes ambicionan el poder, no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio”.

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