Por la cultura y su defensa

Libros de investigación / Pixabay
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Siempre, en cada época de la historia, ha habido personas indiferentes ante la cultura e incluso enemigas de esta. Sin embargo, es posible que la época más complicada sea la presente, la nuestra.
Por la cultura y su defensa

El arte y la cultura que hoy posee el mundo, ya que las masas nunca les han prestado la atención necesaria, se deben a la obra de unos pocos amantes del legado antiguo. Pero ¿por qué custodiar, por qué guardar objetos añejos? ¿Qué valor pueden tener para la humanidad? Contienen sobre todo historia. Por ellos sabemos cómo se pensaba y qué se hacía en épocas pasadas y cuáles eran los parámetros estéticos de creación. Son el testimonio vivo de lo que nuestro género humano fue antes de ser lo que es hoy y de cómo vamos evolucionando en el tiempo.

Por ejemplo, es por la labor de los monjes y frailes medievales que hoy tenemos muchos de los textos clásicos. Gracias a los sacerdotes que evangelizaron a los indígenas en América del Sur durante la colonia contamos con mucho de lo que constituye el acervo cultural indígena (sobre todo lingüístico). Y es por el empeño de anticuarios y hombres de letras como Stefan Zweig o Emil Ludwig que el mundo ostenta todavía escritos autógrafos de Mozart, Goethe, Balzac, Beethoven, Leonardo o Händel. Frailes medievales, clérigos evangelizadores y colectores de manuscritos vivieron diferentes épocas de intolerancia e irracionalidad colectivas: el oscurantismo medieval, la colonia española y la Segunda Guerra Mundial, respectivamente. Fueron flores aisladas en una ciénaga de desprecio por el pasado artístico y filosófico. A otros custodios del arte y la cultura, como Lorenzo el Magnífico o el papa León X, les tocó vivir otros contextos históricos, unos que más bien eran entusiastas de la alta cultura, similares a los de la Grecia de Praxíteles y Fidias. El punto al que quiero llegar es que sin esos guardianes temporales del legado cultural, muchas obras de arte que hoy tiene todavía nuestro mundo no hubiesen sido conocidas nunca por nuestros ojos.

Siempre, en cada época de la historia, ha habido personas indiferentes ante la cultura e incluso enemigas de esta. Sin embargo, es posible que la época más complicada sea la presente, la nuestra. Y no porque estemos envueltos en un conflicto bélico de grandes escalas ni porque vivamos en un ambiente de censura extrema como el Medioevo. Los motivos son otros. Fundamentalmente tienen que ver con a) la relativización de los conceptos de cultura por el posmodernismo y con b) las tendencias religiosas, políticas y sociales extremistas que están en boga (como el feminismo, el ambientalismo, el protestantismo puritano, el indianismo o el socialismo), cada una con maximalismos que no toleran las expresiones dotadas de mensajes disidentes, fruto de la libertad humana.

Y es que, a lo largo de la historia, el mayor enemigo de la cultura han sido la irracionalidad y la intolerancia. Son ellas las que destruyeron gran parte del patrimonio cultural que hoy ya está perdido para siempre. Una feminista echándole espray a un muro antiguo, un indianista mutilando la nariz de una estatua labrada en mármol, un ambientalista derramando salsa de tomate sobre un lienzo de Van Gogh o un protestante fanático escribiendo “Jesús te ama” con tinta roja sobre un fresco católico del periodo virreinal que representa el cielo y el infierno, son el retrato de una época de intransigencia y absurdo que parecería no haber cambiado positivamente nada desde las épocas de la Santa Inquisición.

Estas conductas, al parecer inherentes del ser humano, se han ido perpetuando y canalizando en el tiempo, pero ya no a través de la Inquisición, el fascismo o el comunismo, sino a través de corrientes ideológicas más diversas y en apariencia más benévolas (o menos malignas, como se quiera), pero que en el fondo tienen aquel componente destructor que tenían aquellos otros: el autoritarismo.

El autoritarismo está siempre emparentado con la irracionalidad. Todo autoritario es irracional, y viceversa. Es por eso que las piras de libros encendidas por Hitler y Stalin, o la Revolución cultural china, fueron llevadas a cabo en ambientes de poca o ninguna crítica y sí de mucha violencia. Es por eso que cientos de escritores y científicos (como Walter Benjamin, Thomas Mann o Albert Einstein) tuvieron que salir de sus países para seguir creando, pensando o investigando sin presiones ni acoso político.

Si analizamos las ideologías políticas y su relación con la cultura y el arte, veremos que fue el liberalismo no solo la más tolerante, sino además la más benefactora respecto a todas las demás. Durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, el primer ministro británico, Winston Churchill, ordenó a la Royal Air Force tener mucho cuidado en sus bombardeos: los explosivos debían detonar lejos del Coliseo romano o el Partenón griego (pese a esos esfuerzos de los Aliados, los nazis dejaron en escombros cientos de monumentos y edificios antiguos; las casas natales de Albert Einstein y Goethe, por ejemplo, se redujeron a ruinas). Pero ese es solo un ejemplo; hay otros muchos. Los intelectuales de la Escuela de Fráncfort, relativamente liberales, pero sobre todo racionales, abogaron por la preservación de las manifestaciones artísticas más ricas y de mayor calidad estética. Por otra parte, Vargas Llosa, adalid liberal, en su Civilización del espectáculo, hace una defensa, primero, del concepto de cultura como esta se concebía antes, y, luego, de las religiones, el romanticismo, el pudor y el arte como vetas a partir de las que el ser humano obtiene riqueza y variedad en su vida de todos los días.

A un liberal no le incomoda la presencia de una pagoda, una mezquita, un monolito tiahuanacota, una sinagoga o un templo católico, tanto porque los considera signos de la libertad cuanto porque los asume como formas de la caudal creativo de la raza humana. Sabe que si el mundo careciera de tales manifestaciones de otros tiempos y de distintos los lugares, la sociedad se empobrecería tanto que no tendría vestigios de su pretérito (y por tanto no lo comprendería) ni variadas y distintas formas de deleitar su espíritu.

Sin embargo, como ya dijimos, los movimientos colectivistas actuales —socialistas, indianistas, feministas, entre otros— no admiten la posibilidad de que el mundo pueda ser también comprendido de una forma que no es la suya. De alguna manera, su objetivo es la eliminación —tanto física como mental— de expresiones culturales que, en su lenguaje, son opresoras o que sencillamente evocan malos recuerdos de la historia. La cultura, para ellos, no es un baluarte de la riqueza imaginativa, técnica y creativa del espíritu o la mente humanos, sino un instrumento político con el cual las injusticias del mundo se perpetúan indefinidamente.

Lo que quienes apostamos por las ideas de la libertad y amamos la cultura del pasado y el presente debemos lograr es hacer comprender a estos grupos tres cosas: 1) que el legado cultural vale no porque es un símbolo político o social perpetúa las injusticias ni por lo que en su época probablemente significó (ejemplo: un brete o péndulo del Santo Tribunal), sino porque es una fuente de estudio para conocernos a nosotros mismos; 2) que, desde el punto de vista del derecho y lo racional, no se puede atentar contra lo que no pertenece solamente a uno; y, sobre todo, 3) que destruir el legado cultural no transforma positivamente la sociedad, la cual sigue siendo injusta y discriminadora pese a los desmanes. Otros son los mecanismos que lo hacen. @mundiario

 

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