Josep Pla: la realidad descrita desde la plenitud de su evidencia

Portada de una edición de El quadern gris e imagen de su autor
Portada de una edición de El quadern gris e imagen de su autor

Leer su prosa serena, su adjetivación esmerada, me supone uno de esos grandes placeres estéticos que puede ofrecernos la literatura, el adentramiento en una intimidad que se resiste a desnudarse.

Josep Pla: la realidad descrita desde la plenitud de su evidencia

He vuelto a Josep Pla a través de El quadern gris, que es la revisión de un diario temprano, el que escribiera el escritor ampurdanés entre 1918 y 1919, cuando tenía veintiún años. Los cuadernos originales, no se sabe hasta qué punto, fueron retocados en los años sesenta. Lo que sí se percibe, en algunos momentos, sin explicitarla, es una visión retrospectiva que solo puede ser producto de un gran recorrido para el que se necesita una mayor edad. El periodo comprendido corresponde al último año de sus estudios de Derecho, que realizaría en la Universidad de Barcelona, y concluye con la partida hacia París, donde iba a iniciarse como corresponsal periodístico. Así, el escenario de estas notas se distribuye entre la población natal, Palafrugell, su costa, Calella, y la capital catalana.

Pla presumía de haberse dedicado a la literatura de la observación frente a la de la imaginación. No era amante de elucubraciones y prefería quedarse en la realidad, que era cosa cierta y segura, aunque le obligara a conformarse con lo más sugestivo de lo superficial, un nivel que le parecía satisfactorio y honesto. Y captarlo en su plenitud, cosa poco fácil, a través de una literatura cuyos elementos esenciales habían de ser: la descripción precisa, el adjetivo exacto, la serenidad de la mirada plasmándose en una prosa clara e inteligible.

Su carrera literaria se compuso de artículos para la prensa —una actividad que a menudo odiaba— y los textos más intimistas que le permitían realizar descripciones ajustadas a su necesidad esencial de escribir. En El quadern gris, analiza en varios momentos el propio acto de la escritura. Así cuando dice algo que es el quid de su actividad literaria: “Este cuaderno, empezado frívolamente, se ha convertido para mí en una necesidad íntima que no puedo escamotear”. Sin embargo, a veces, al principio, duda de esos escritos que parecen apartarlo de un camino más eficaz: “Evidentemente ya sería hora de abandonar estos lamentables y pueriles cuadernos y dedicar íntegramente las horas a estudiar, a empollar. Pero es un hecho que me cuesta dejarlos. El primer interés que tienen estos papeles para mí es que probablemente nunca se publicarán…” Y es que consideraba que sus artículos —al saber él que iban a ser valorados inmediatamente por los lectores, por su propia timidez más que por vanidad— resultaban pretenciosos, oscuros y pedantes; mientras que sus diarios eran más libres, menos condicionados por el juicio ajeno imaginado. Desde luego, le resultaban un importante sostén en su vida íntima: “Estos papeles me aburren y me enojan, pero hago un esfuerzo para mantenerlos al día, porque solo cuando me encaro con el cuaderno me encuentro a mí mismo y he de dar por acabada la comedia diaria”. 

De todos modos: “Me pregunto a menudo si este dietario es sincero, es decir, si es un documento absolutamente íntimo. La primera cuestión que se plantea es esta: ¿Es posible la expresión de la intimidad?” Y es que escribir un diario supone mirarse a uno mismo, a través de espejos no muy fiables, llenos de trampas; o delatándose en la visión que se tiene de los demás. Si bien, lo que más abunda, es la descripción del exterior, son numerosas las miradas que se hace a sí mismo: “Soy más sensible a la pobreza de los demás que a la propia: me gusta —no puedo evitarlo— la mala música”. “No tengo ninguna ambición, y sería incapaz de dar un paso para tener una posición brillante”. Es muy fácil caer en la hipocresía o ser acusado de ella, y él lo sabe: “Ya veo que esta afirmación, no se creerá y se considerará una forma vulgar de la habitual hipocresía. ¡Pero es así! Me fío menos de mí mismo que de la otra gente”. Tal vez su humildad sea una pose defensiva: “Soy una especie de ser tierno, embobado e infantil”. O cuando dice: “Mi egoísmo, mi cobardía, son inenarrables”.

A Pla le gusta mucho relacionarse con la gente, pero, al mismo tiempo, no confía en que pueda darse un encuentro profundo: “No soy más que un charlatán. Necesito acercarme a la gente e interrogarla, pero no me gusta mantener la conversación en el plano del chismorreo, de las nimiedades y los insignificantes detalles”. Su relación con los demás acaba siendo superficial, se basa en las afinidades, en las coincidencias de intereses. Y no hay que ahondar demasiado: “Cuanto más separada y alejada vive la gente, más se quiere. Cuanto más contacto hay, más se desprecia”. Sin embargo: “La cara de los hombres y las mujeres que han pasado de los treinta años, ¡qué cosa impresionante! Qué concentración de misterios minúsculos y oscuros, a la medida del hombre: de tristeza venenosa e impotente, de ilusiones cadavéricas arrastradas años y años”. Cuando describe a un poeta que le presentan en el Ateneo barcelonés, lo hace así: “Es un hombre reducido, esmirriado, pálido, con una voz delgada y atónita, una frente enorme como si tuviese una luz dentro”.

Es grande su capacidad de extraer todo el jugo que puede contener lo real, lo visible, de tal manera que, alguna vez, se aproxima a lo poético: “Cuando la tertulia de la tarde se disuelve, el pueblo parece triste, abandonado, inexplicable”. “La vida en el pueblo tiene un ritmo único que va del deseo al tedio y del tedio al deseo”. “Camino, la cabeza llena de pensamientos vagabundos, los sentidos dispersos, al azar”. “Tomo el café. No puedo separar los ojos de la ventana. La brutalidad del viento del mar es fascinante”. Y esta es la descripción de un paseo por la Barceloneta: “Había un silencio que parecía vacío, el silencio que parece reflejar la agitación en los ratos de reposo, que no es el de cosas muertas, sino el de la vida detenida”.

Parece que, como tantos jóvenes de su época y de décadas posteriores, Josep Pla recurría a menudo a la prostitución para calmar sus deseos sexuales (también lo hizo en edades mucho más avanzadas). Sin embargo, en sus escritos es muy reservado respecto a este tema. De hecho, narra una visita a un prostíbulo, en Palafrugell, y la describe de tal manera que se manifiesta contrario a esa práctica, no ya por una cuestión moral, sino porque la sordidez que denota arruga cualquier posible embate. Empieza contando algo que considera como lo más natural: “La noche nos encamina a la casa de señoritas del pueblo…. Como somos gente importante —con nosotros viene el señor Girbal— entramos por la puerta excusada”. Y luego se esfuerza en describir lo que ve: “¡El salón! Una tosía; la otra estaba afónica; la otra tenía una ronquera de matiz alcohólico siniestro. No sé si se puede imaginar una cosa más triste, pobre, fría, desgarrada, macilenta, exangüe, tronada, cruda, cruel, inapetente que uno de estos antros lugareños del vicio y del placer. No creo que pueda haber un sitio más eficaz para llegar rápidamente a la frigidez absoluta y definitiva”. Este párrafo podría servir como ejemplo —de los más recargados—, de su estilo, de su adjetivación.

Cuando Joaquín Soler Serrano le pregunta a Pla —en el año 1977, estando a punto de cumplir ochenta años— por sus novias, este niega haber tenido ninguna. Si acaso, algunos líos, dice. En la magnífica —pero tal vez incompleta— biografía de Cristina Badosa, Josep Pla. Biografia del solitari, describe, con mucho conocimiento, la relación que tuvo con Adi Enberg, durante doce años de convivencia, a veces interrumpida por circunstancias o por domésticos enfados. Adi era descendiente de un noruego que había nacido y vivido en Barcelona. A Pla le gustó. No sabemos si hasta el punto de enamorarse, o tan solo en un escalón inferior, el que supone una relación grata, correspondiente. Cuando ella se enteró de que su amante, en una carta, le había expresado a su hermana que aquella relación era un “bon negoci”, montó en cólera. Pero no sería la única vez. Pla la utilizaba prácticamente como a una criada. La obligaba a cocinar para él, y se decepcionó cuando vio que la gastronomía no estaba entre sus virtudes, cuando tanta importancia le confería al buen comer. Hacía los horarios que le daba la gana sin dar explicaciones. Finalmente, ella se separó, aunque sin graves rencores.

Otra relación fue la que tuvo con Aurora, una prostituta a la que conoció en una de sus frecuentes visitas a los burdeles. En el tiempo en que convivieron le dio aquello que le exigía a una mujer: cocina y cama. La tercera relación que se le conoce la tuvo con una gitana, Consuelo Robles, de una familia muy humilde que pedía caridad, y era analfabeta.

Pla fue un hedonista, un hombre que vivía las relaciones humanas como un elemento de conveniencia y de placer: “No tengo ninguna condición para la amistad. Solo quiero a las personas que me pueden enseñar alguna cosa —y, un momento, las que me distraen—. Las efusiones y atenciones ajenas me producen el efecto de una vejación. Los elogios me producen fiebre. … Mi egoísmo es nauseabundo e infecto”. Podría decirse que no buscaba con el otro una relación íntegra, sino parcial, beneficiosa. Le gustaba la soledad, pero, a la vez, acababa necesitando a los hombres para hablar y a las mujeres para el sexo: “Siento como si me encontrara dentro de una cáscara vacía, tocada por un aire mortecino. Día delicioso para aplicar los labios en la piel rosada de una mujer. Horrible para pasear por las calles con las manos en los bolsillos”.

Pese a su aspecto de payés, Pla no vivió encerrado en su amado Baix Empordà, sino que pasó muchos años en París, y también en Londres o Madrid, además de realizar muchos viajes por todo el mundo. Pla fue un hombre culto, observador, aunque, muchas veces, arraigado a los peores prejuicios de su tiempo. Se habla de su buena relación con el franquismo, al principio, y de su crítica demoledora después. Defendió el catalán con su prosa, pero no llegó a ser considerado por muchos catalanistas como un indudable y perfecto correligionario de ellos.

Pese algún pequeño escarceo, renunció a la novela. No creía en ella, pero estaba lleno de contradicciones. En la citada entrevista de Soler Serrano decía admirar Guerra y paz, de Tolstoi, a la vez que denostaba a Dostoyevski, al que consideraba un degenerado. Sus juicios son atrevidos y tajantes. Siempre he relacionado la prosa de Pla con la de Azorín, y también, de algún modo algo menor, con la de otros escritores españoles levantinos, como Gabriel Miró o Juan Gil-Albert. Del autor monovero decía que era un gran escritor pero que no escribía en castellano, por las frases tan cortas, que eran más del catalán o el francés.

A Josep Pla le bastaba la realidad. Odiaba la carrera de Derecho que estaba estudiando, pero hablando de una asignatura determinada, decía esto: “El Derecho Internacional me gusta; es un reflejo de la vida misma, de la inextricable confusión a que puede llegar la vida humana en casos determinados. No creo que haya ninguna novela que pueda llegar a tener una riqueza tan extraordinaria”.

Leer su prosa serena, su adjetivación esmerada, me supone uno de esos grandes placeres estéticos que puede ofrecernos la literatura, el adentramiento en una intimidad que se resiste a desnudarse, el contacto con quien tuvo algunas actitudes y acciones poco admirables, pero que nos muestra un lúcido atisbo de humanidad, una construcción de la mirada que acoge un mundo adherido, sensual, y diverso: “Da gusto, a toda hora, caminar. El pensamiento se llena de juventud y de imprecisión. Todo tiene una punta, una oreja lanzada al infinito, y más que la posesión interesa el fervor, el deseo”. @mundiario

Comentarios