Sin perdón, una fábula sobre las espirales de la violencia

Fotograma de "Sin perdón", de Clint Eastwood
Fotograma de "Sin perdón", de Clint Eastwood

Sin perdón es una película intensa, muy bien nutrida de gestos humanos que configuraran una variada y significativa representación.

Sin perdón, una fábula sobre las espirales de la violencia

Sin perdón (1992, Clint Eastwood) es un wéstern que nos acerca a la problemática en la que se debaten unos personajes presentados como predecesores de la civilización relativamente más pacífica y segura en la que hoy estamos insertados. Y ello lo consigue, de una forma extraordinaria, aunque también recurra a algunos tópicos del género, a ciertos arquetipos, si bien estos están aquí muy bien matizados, definidos por una mirada más honda de la habitual, capaz de traslucir algunas señales de su esencialidad más contradictoria.

En la primera escena, la brutal agresión a una de las prostitutas —por haberse reído del diminuto pene de uno de los dos vengativos vaqueros—, nos sumerge en un ámbito poco iluminado y lleno de gritos, de violencias distintas y de reacciones enfrentadas. Esa escasa luz seguirá siendo una seña de identidad de la película en las escenas de interiores, como un hallazgo de verosimilitud, de fidelidad a la claridad tenebrosa en la que debieron vivir los habitantes de aquellos tiempos previos a la electricidad. Y es esa búsqueda de la desnuda realidad una de las grandes virtudes de esta obra.

Ese suceso, esa herida indeleble —la cara de la prostituta, marcada por los navajazos de los vaqueros— es el detonante de todo lo que se derivará después. Sus compañeras exigen una reparación. “Ahórcalo, Pequeño Bill”, le dice, la que parece ser la líder de esas mujeres, al sheriff. Este juzga suficiente el darles a esos dos hombres una tanda de latigazos. Pero, en eso, interviene el Flaco, el proxeneta y dueño del local, que exige una compensación económica mostrando el contrato de pertenencia de la víctima, a la que compara con un potro. Como él dice: “Ya nadie querrá follar con ella, solo podrá dedicarse a la limpieza”. Entonces, el sheriff fija como indemnización la entrega de siete potros al propietario de las mujeres. Las mujeres se indignan. No han sido tenidas en cuenta. Son poco más que escoria para ese hombre que pretende ser justo, pero que parcialmente excusa la acción de esos hombres “que son unos trabajadores que tan solo han cometido una idiotez”.

La segunda escena nos muestra a un penoso, torpe y achacoso Clint Eastwood arrastrándose tras los cerdos de su pequeña granja, cayendo derrotado sobre el barro, con sus hijos pequeños muy cerca, mirando, inmersos en esa atmósfera nauseabunda. Es entonces cuando llega un joven que conoce su fama anterior, la de haber sido un despiadado asesino —de mujeres y de niños, se dirá después, sin que se desmienta, porque él dice no recordar, haber actuado dentro de la opaca nube del alcohol—. Lo que oímos es la negativa de ese nuevo Willie Munny a la propuesta del chico, la de unirse a él para matar a los vaqueros y recibir así el pago que las prostitutas han ofrecido. Su voluntad es reafirmarse como un ser muy distinto al de su leyenda tan tristemente fidedigna. Ya no bebe, y se conforma con una vida de penuria, pero inocente. Su mujer, fallecida dos años atrás, hizo de él otro hombre. Pero, la tentación es muy grande: mil dólares a repartir entre los dos. Mira el ambiente de miseria que le está proporcionando a sus hijos y encuentra en esa imagen razones para reconsiderar su resolución.

Cuando pasa a recoger a su antiguo compañero —a Ned (Morgan Freeman)—, vemos como Sally, su mujer, lo mira alternativamente a él y al arma que lleva en su caballo, y su mirada trasluce una demoledora certeza: la de que esa aparición demoníaca va a terminar con la paz arduamente conquistada. Como dirá Munny después: “Parece como si me hubiera estado echando el mal de ojo”. Así pues, dos vidas que se habían reconducido hasta alcanzar una pacífica normalidad, ahora se ven truncadas, derivando hacia una peligrosa regresión que ambos quieren ver como coyuntural, episódica, pero de la que no pueden prever sus fatídicas consecuencias. Estamos ante dos hombres maduros, desentrenados de su anterior solvencia en las vilezas. Willie Munny apenas puede montar un caballo que ya desacostumbrado a esa función, mientras que Ned se calla su grave merma visual y sigue afirmando que es capaz de darle al ojo de un pájaro en vuelo. Y añadido a estos, completando el trío, el incentivador de esas graves y erróneas decisiones, el chico que, pese a su juventud, también carece de buena vista, y que presume de lo que en absoluto es.

En Sin perdón se nos ofrece la tesis de que la sed de venganza, la imposibilidad del perdón o de una serena justicia, genera progresiones geométricas del mal, racimos de daños directos o colaterales. En este caso, en primer lugar, la perversión de dos hombres que se habían rehabilitado y la puesta en marcha equivocada de un joven que finge ser un firme candidato a emular un ideal deplorable, pero legendariamente prestigiado. Luego sabremos que no tiene ninguna experiencia en ese oficio de pistolero, que tendrá que matar en la que será una primera vez que también será la última, porque, horrorizado, de inmediato se arrepentirá de ese acto. Ha descubierto que lo suyo no es matar, eso que, en otro momento, Willie dirá que es “quitarle a un hombre su presente y lo que podría haber llegado a hacer”. Pero, la segunda parte de esta tesis, mostraría la otra cara, la que se deriva de una actuación desmedida del poder oficial, aquí representado por el Pequeño Bill (muy bien interpretado por Gene Hackman). A este hombre, que se desvela por poner orden y paz, para blindar su pueblo de la violencia y depravación de otros lares, no le parece tan grave la explotación de las mujeres por su proxeneta, o el que una de ellas haya resultado gravemente vejada. Lo que quiere es implantar una ley propia, fruto de su experiencia, de las circunstancias concretas; una ley que no excluye la posibilidad del ensañamiento, del exceso en la ejecución de un correctivo cuya coartada es siempre el bien. Tanto si apoyamos un bando como el otro, estaremos cayendo en el peligro de estar realizando una apología de la violencia. En un caso, por defender una paz sanguinaria, y en otro, la acción de unos pistoleros con quienes empezamos a empatizar, cuando los vamos conociendo en su intimidad, en su ser débil, dañado y dubitativo.  

En esta historia se inmiscuye algo que parece una digresión, porque no tiene continuidad, pero que, sin embargo, nos ilustra sobre la personalidad de un pistolero, de Bob el inglés, un hombre soberbio, jactancioso, buen manejador de unas armas que nunca ha dudado en utilizar, y que ahora se topa con ese sheriff infectado de un afán vengativo, de una violentísima pulsión. Ese Bob acude al pueblo de Big Whiskey en busca de la recompensa ofrecida por las prostitutas, pero, como corresponde a su arrogancia, obvia el cartel de la entrada por el que se prohíben las armas. Lo acompaña un escritor, una especie rara de hombre para esos lugareños que, a lo sumo lo pueden imaginar redactando cartas para los analfabetos. Lo lleva consigo para escriba su biografía, cuyas vicisitudes antiguas las maquillará para aumentar su gloria cruenta.

El desafío de Bob el inglés es el de no entregar las armas. Algo que el pequeño Bill no puede permitir, y que lo eleva hasta la cúspide de su agresividad. Por eso lo golpea reiteradamente. Sin paliativos, ejerce su odio contra todos los enemigos de la convivencia tranquila, de la paz. Enjaula a ambos personajes en las celdas de la comisaría. Juega con ellos. Los humilla. Finalmente, se queda con el escritor, que se ha pasado al otro bando, que ahora glosará las gestas del guardián del orden.

Durante los primeros momentos de esa travesía hacia los asesinatos, Munny aún se resiste a algunas reincidencias. Se siente orgulloso de seguir siendo aquel hombre nuevo que fundó su fallecida mujer. Cree que esa venganza que se le ha encargado es tan solo un aislado y desagradable trabajo, que justifica por salvar a sus hijos de la miseria, y lo pretende como una excepción sin consecuencias. Pero todo se va complicando. Al final, la tensión, el dolor de saber que su amigo Ned ha sido asesinado, le hace recaer en el alcohol. Y, con él, su furia regresa plenamente. De ella se deriva una orgía de violencia que ocupa los últimos veinte minutos de la película. Ya no es una venganza delegada, de pago; sino una explotada en lo más candente de sus vísceras. Cuando se dispone a rematar al agresivo sheriff, herido en el suelo del salón, este le dice: “Nos veremos en el infierno”. Ambos se saben emparentados en sus distintas hondas heridas que los empujan a odiar, a la aniquilación de esos detestables obstáculos que a veces son los hombres.

Como hiciera luego en Mystic River, Eastwood recalca aquí una serie de contradicciones que tienen que ver con la ideología, la cultura, los traumas, la amistad o el afecto llevados hasta los límites de la transgresión de lo ético. Nos vemos removidos porque tal vez no podamos aprobar alguna puntual decantación de nuestros sentimientos. En realidad, no sería acertado que nos adhiriéramos a ninguno de los dos bandos, porque no lo hay puro, inocente, irrefutable. Sin perdón es una película intensa, muy bien nutrida de gestos humanos que configuran una variada y significativa representación. iene momentos de belleza, de serena humanidad, así como otros que no omiten ningún detalle de los actos más abyectos. Es un wéstern superior, que hurga en la compleja verdad de unos personajes que se la niegan a sí mismos, que no pueden evitar ser asaltados por una rabia que los enajena, pero que acaban acogiendo bajo la justificación de ser quienes creen que son, esos hombres encendidos de pulsiones que no quieren, no pueden o no saben desactivar. @mundiario

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