Testigo de un tiempo, acontecimientos filtrados por la mirada de Argüelles-Meres

Testigo de un tiempo
Testigo de un tiempo
Mientras yo escribía esta reseña, el autor del libro, Luis Arias Argüelles-Meres, se despedía de este mundo. Dicen que no morimos, que quedamos en el recuerdo. Acá va el mío.
Testigo de un tiempo, acontecimientos filtrados por la mirada de Argüelles-Meres
Mientras yo escribía esta reseña, el autor del libro, Luis Arias Argüelles-Meres, se despedía de este mundo. Nos dejaba sin sus nuevos artículos, sin sus profundos análisis, sin quién sabe qué futuras miradas indiscretas que nos hicieran conocer los entretelones de la vida de los personajes más interesantes de la historia de España y del mundo.

Sé, de buenas fuentes, que ha sido un amigazo, un profesor y un ser humano difícil de olvidar. No voy a cambiar la reseña, porque tendría que transformarla en una necrológica que no soy digna de escribir. Sí me habría gustado llegar a tiempo para que Luis la leyera. Y acercarme a él de esta manera. Dicen que no morimos, que quedamos en el recuerdo. Acá va el mío, Luis.

Testigo de un tiempo (Velasco ediciones) es el título de la recopilación de notas periodísticas de Luis Arias Argüelles-Meres, filólogo, profesor y escritor asturiano a quien descubrí en una librería de Barcelona, cuando todavía podíamos viajar libremente.

Confieso que prefiero leer novelas o entrar en la historia por el camino de la ficción, pero el libro de Luis nos deja espiar, como en La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock, vidas y acontecimientos filtrados por su mirada.

Muchos temas en los que me entrometí son internos de una España en la que me siento un poco intrusa. Disfruto muchísimo de los que destapan detalles de vida de escritores, músicos y filósofos que sí conozco y admiro.

Luis, como Jeff —el protagonista de la peli de Hitchcock— fue testigo de hechos que, de haber sido develados en otra época, se habría visto en problemas.

Por ejemplo, enterarme de que Ortega calificó de energúmeno a Unamuno y después escribió su más certera necrológica, saliendo varias veces en su defensa y vaticinando que, tras su muerte en 1936, a España le esperaba una era atroz. De que Unamuno fue un enemigo declarado del dictador Primo de Rivera, a quien Federico García Lorca frecuentaba sin medir la distancia política que, entre otras cosas, lo llevaría a su fusilamiento. Me quedo con las ganas de saber qué habrá dicho don Miguel que murió unos meses después que el poeta, abrumado por la sangrienta «guerra incivil», como la llamaba él. Y me sorprendo, husmeando en la ventana que Luis me deja abierta, de que ni siquiera sabemos hoy dónde están los restos de Federico. Me cuesta sobrellevar el horror que me generan la represión a la libertad de pensamiento, a la homofobia, que hemos padecido, y se siguen padeciendo, en todas las dictaduras.

Con lo que me gustan los epistolarios, me acabo de enterar de la publicación del de Unamuno, que no conseguiré en Buenos Aires. Muero por leer las cartas que intercambiaron con Leopoldo Alas, Clarín, un lujo que tendré que posponer a cuando pueda esquivar la amenaza de esta pandemia opresora de viajeros, para poder comprarla en Madrid.

Por otra ventana, vi mujeres sometidas a la barbarie, maltratadas, humilladas, esclavizadas sexualmente, asesinadas en España y en el mundo. Hoy, cuando ya debería ser historia. Y lo que lo impide son las mismas mujeres que lo niegan, y siguen haciendo como si el machismo no existiera, o declarándose a sí mismas machistas con un orgullo que no sé de dónde les viene. Tal vez de la comodidad que supone dejar que otro les resuelva la vida.

Uy, y en esa ventana ¿quién está? Rufo, caminando por las calles de Oviedo. Rufo, el perro callejero, pero no abandonado. Rufo, al que el no tener dueño lo hace libre. Rufo, el más carbayón que existió. Rufo, el que me enseñó que ser carbayón no es sólo ser ovetense, sino un roble y dulce compañero de caminatas, que sólo necesita libertad y amor sin compromiso para ser feliz.

Veo pasar un autobús con una leyenda barata que asegura que se puede vivir tranquilo porque Dios no existe. Y me rebelo contra el avance de la mediocridad sobre los temas más profundos. Luis me recuerda un tiempo en el que vivíamos los debates del existencialismo, y el estremecimiento de Unamuno al tratar de conciliar la fe con la razón. «En el hipermercado de la actualidad, todo, hasta la misma idea de Dios y su antítesis, se han convertido en mercancía banal». Y eso que en 2009 —cuando escribió este artículo— no era el auge de Facebook, el gran emporio de la banalidad.

Lloro al ver morir a Miguel Hernández de tuberculosis en una celda, donde cumplía una condena de treinta años del Gobierno de Franco. Perseguido por sus ideas, maltratado cruelmente. Escucho a Serrat cantar Las nanas de la cebolla con la letra que Miguel escribió al recibir una carta de su mujer en la que sólo tenían pan y cebolla para comer. Poeta del amor y de la vida, te vuelvo a encontrar en un libro que nos recuerda que sos eterno.

De ahí vamos al gran Antonio Machado, necesario para repensar la historia. Otro elegido de Serrat que nos lo trajo a Argentina, allá por los sesenta, hecho canción. «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar». Envejecido y derrotado murió don Antonio, sin tener el oxígeno que da el saber que sus versos abrieron un surco porque el que vamos, a los tumbos y como podemos.

El 2020 nos quitó a Aute. Cuando lo vi en una de las ventanas del libro, parecía que iba a estar por siempre. Que iba a superar esa noche más larga tan temida, aquella madrugada en la que los fusiles se dejarían oír. Aquella danza macabra que se percibía minuto a minuto. Al alba, «siempre esa hora en la que tenía que apurar el postre. ¡Ay, esa hora! Las cuatro y diez».

Mirando por una hendija, sufrí el desalojo de Carmen Martínez Ayuso, una anciana de ochenta y cinco años, que plasma la miseria de los pueblos de cada día. Y no puedo dejar de identificarla con la de mi país, que a los argentinos siempre nos parece el más injusto y en el que se cometen las peores atrocidades.

¿Quién era Cecilia? Parece que una cantante que murió en el setenta y seis. ¿Qué representaba en esa España convulsa de la época? Googleo y cuando la veo en Youtube cantar Mi querida España me sé española, la que padeció a Franco estudiando en la Complutense de Madrid en esa década y agradezco a Luis por presentármela.

Para ser testigo de un tiempo hay que tener años. Y una mirada sabia. Y saber contarlo.

Hasta siempre y gracias, Luis. @mundiario

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