Un héroe, otra extraordinaria película del gran director iraní Asghar Farhadi

Cártel anunciado de la película "Un héroe", de Farhadi
Cártel anunciado de la película "Un héroe", de Farhadi

El cine Farhadi se centra en las relaciones humanas, incidiendo en sus habituales problemáticas desde un planteamiento que exige del espectador un difícil veredicto moral.

Un héroe, otra extraordinaria película del gran director iraní Asghar Farhadi

El cine del iraní Asghar Farhadi es uno de los más interesantes que he conocido en las últimas décadas. Sus películas profundizan en la conflictiva cotidianidad de seres desbordados por una problemática que va más allá de la meramente sentimental. Llegué hasta él a través de su extraordinaria Nader y Simin, una separación (2011), que obtuvo el óscar a la mejor película de habla no inglesa. Y luego también me gustaron mucho El viajante (2016) y El pasado (2013), aunque menos la española Todos lo saben (2018), su único pequeño pinchazo hasta ahora. Su condición de guionista exclusivo impregna toda su obra de una impronta personal perfectamente reconocible. Y también el ámbito de la sociedad iraní. La férrea censura de ese país dictatorial no le permite la crítica explícita o radical del régimen, pero su cine transita por el entramado social insinuando su carácter denunciable. Las historias humanas que cuenta resultan fundamentalmente universales, aunque se nos muestren tiznadas por la particularidad de una determinada cultura. En ellas no se eluden las presencias adyacentes, como la de los niños o los ruidos de fondo. Su mirada se sumerge en la impureza de las relaciones personales, en el barullo de la convivencia social, en el meollo de su enrevesada complejidad. Y pone el acento en el cruce de los antagónicos intereses, de los inevitables y a veces incurables encontronazos. 

En su última película, Un héroe (2021) —ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes(ex aequo)—, para nuestro alivio, Farhadi se muestra plenamente recuperado de su anterior tropiezo; algo que podría no haber sucedido, como así lo hemos visto con otros grandes directores que han ido reduciendo su intensidad creativa con el paso de sus obras. Pero aquí ha demostrado que aún tenía mucho que decir, y lo ha hecho de la mejor manera, con ese cine suyo que no busca el deslumbramiento, ni una forzada poetización —que no cabe, porque en sus historias no hay oportunidad para la distancia o el detenimiento—, sino que se centra en las relaciones humanas, incidiendo en sus habituales problemáticas desde un planteamiento que exige del espectador un difícil veredicto moral.

Farhadi no tiene necesidad de recurrir a personajes malvados que simplificarían nuestra mirada. Lo que tienen de especial sus historias es que los hombres y mujeres que participan en ellas son personas predispuestas a aceptar la conveniencia de ejercer la amabilidad, pero que se ven obligados a recibir o hacer el mal, por un entrelazamiento de hechos, pensamientos, temores y vulnerabilidades. Cada película de Farhadi es como una lección en la que aprendemos lo inexorable de las colisiones —a pesar, incluso, de las buenas intenciones—, pues se revela en el ser humano una incapacidad para divisar los enfrentamientos desde un observatorio lo suficientemente panorámico que favorecería una plena magnanimidad. 

Y es que lo que le interesa al director iraní es crear una historia que nunca se acomode en lo esquemático, lo maniqueo o lo previsible, sino que no cese en unos virajes que pongan en tela de juicio hasta los personajes más venerables, las convicciones más instaladas; que contemplen la porción de licitud de un punto de vista contrario al que fácilmente elegiríamos como único defendible. La bondad o la maldad nunca se mantienen del todo en la misma dirección, sino que se imponen —por necesidad, por ofuscación— alternativamente en los personajes enemistados.

Es lo que Farhadi construye en Un héroe. Aquí el protagonista es un recluso de sonrisa beatífica, Rahim, de voluntariosa bondad, que está cumpliendo pena de cárcel por no haber podido devolver un préstamo que avalara un familiar para una empresa que finalmente resultó fallida por la huida de un socio. Su novia encuentra un bolso con diecisiete monedas de oro que, vendidas, podrían suponer el valor suficiente como para pagar al acreedor. Ella interpreta ese hallazgo como fruto de sus rezos. Si el perjudicado retirara la denuncia, el condenado quedaría libre. Cuando sale de permiso, ella y él acuden a cambiar las monedas, pero la cotización del oro ha bajado. El denunciante no acepta como adelanto esa cantidad incompleta junto a unos cheques de muy improbable liquidez. De pronto, a Rahim le pesa en la conciencia el haberse apoderado de esas monedas que no son suyas. Y el acto consiguiente será reconocido como su heroicidad. Ese bolso no ha sido reclamado por nadie, pero él pone anuncios para la búsqueda de su propietario, en los que hace figurar el teléfono de su hogar actual, que es la cárcel.

La propietaria aparece. Acude a casa de la hermana de Rahim, esa mujer con quien tan bien se lleva. Alega que esas monedas eran un secreto ante el manirroto de su marido. El día que las perdió pretendía cambiarlas e ingresar el dinero en el banco, por si alguna vez les hiciera falta. El ejemplar gesto del preso es conocido en la cárcel. Allí, los directivos se aprovechan de su candidez para recuperar la reputación de un centro cuestionado porque unos días antes se ha suicidado un recluso. Le proporcionan una entrevista en televisión. Pero el problema es que Rahim tendrá que mentir varias veces. No quiere hablar de su novia, pues nadie conoce su relación. Se hace pasar así por quien encontró el bolso. El fondo de la cuestión no varía. Ha sido él quien ha decidido devolverlo, pero, más adelante, la mentira que monta ante la televisión le pasará factura en su credibilidad.

El guion es rico en numerosos giros, que afectan a situaciones que, en principio, parecen definitivas. Pero no hay atisbos de inverosimilitud. Todo lo que vemos es el desarrollo lógico de una lucha de intereses cuyos efectos desvirtúan incluso a los más nobles. El transcurso de los acontecimientos hace que se vea como aceptable la teoría de que el fin justifica los medios. La mentira deviene necesaria para que pueda reconocerse una verdad que es discutida. Pero esa actitud conlleva serios peligros. La siguiente falsedad en la que se verá obligado a incurrir Rahim, para obtener un fin lícito, será más grave. El funcionario del ayuntamiento, para concederle a Rahim un trabajo a la prometida salida de la cárcel, le exige una prueba de su heroico acto. Y es que duda de la veracidad de su gesto ético. Según él, para justificar su autorización, para no incurrir en un error que luego pudiera descubrirse y perjudicarlo, se hace necesario que, como verificación, se localice a la propietaria de las monedas. A pesar de lo mucho que lo intenta Rahim, ello no es posible. Llega a dudar, incluso, de esa mujer, de si no habría ella robado ese bolso. Entonces, sintiéndose impotente para demostrar su verdad, hace pasar a su novia por la propietaria del bolso. Pero ese montaje no da resultado.

Ante la duda de algunos estamentos, Rahim ha optado por una mentira que le parece necesaria para que finalmente triunfe la verdad, y consecuentemente él se vea beneficiado por su generoso gesto. Es un buen hombre que se siente acorralado, que padece la suspicacia de los demás, los prejuicios. No puede hacer valer un acto verdadero y generoso porque vive envuelto en una sociedad que ya no cree en nada, porque hay demasiados medios para conocer las flaquezas de cualquiera, y nadie perdona la más mínima decepción.

Al descubrirse sus mentiras, Rahim pasa de ser un héroe a ser el causante del perjuicio causado a la reputación de la cárcel y también a la de una asociación caritativa que había intervenido para hacer una colecta y ayudarlo a salir de prisión. Antes, ya había sufrido el reproche de un interno, que había visto su intervención ante la televisión como un blanqueo que había programado la dirección de la cárcel, prometiéndole ser liberado.

La vida está llena de sombras, de amenazas. Su hijo tiene una parálisis que no le permite hablar con fluidez. En un primer momento, espoleado por quienes tiene alrededor, lo utilizará como recurso para obtener la compasión; aunque, más adelante, se enfrentará a los directivos de la cárcel, cuando estos quieran forzar la grabación de un mensaje de su hijo luchando por articular las palabras de un mensaje conmovedor. Finalmente, su heroicidad no será solo la primera —la devolución de las monedas que podían salvarlo de la cárcel—, sino también renunciar a esa vorágine de simulaciones que tiene que perpetrar para ser creído, para recuperar —después de la admiración casi general— su reputación como hombre especialmente honesto que simplemente se ha visto obligado a mentir, para proteger a otros o a su verdad. Su heroicidad acaba convirtiéndose en una especie de rara santidad. Lo que quiere que prevalezca, antes que su libertad, es la ruptura de ese camino en el que, para lavar su imagen, para defenderse a sí mismo, estaba viéndose conducido hacia el embrutecimiento moral, hacia la crispación propia y la ajena.

Así finaliza una historia llena de personajes creíbles, representativos de una humanidad que debe debatirse en situaciones intrincadas. Una historia en la que se suceden circunstancias cambiantes, inopinadamente derivadas entre sí, que perjudican a un hombre por quien sentimos simpatía, en quien adivinamos una voluntad de pureza que quiere sobrevivir en una sociedad recelosa que somete a las mayores contradicciones y malentendidos a quien intenta ser honesto. Lo que se muestra es la imposibilidad de una bondad pura —aun con la mejor voluntad— si se está inmerso en la maraña de las relaciones, afectado por una latente guerra de posturas, de susceptibilidades, una guerra fría presta a encenderse y a situar a cada interviniente en ella —voluntario o no— en posiciones de encrespamiento, víctima de mentiras atribuidas o culpable de las creídas o pergeñadas. @mundiario

Comentarios