La espada en la palabra

Siniestras corrientes de la historia

Protestas en Bolivia. / Twitter.
Protestas en Bolivia. / Twitter.
Ciertas pulsiones históricas bolivianas que parecían estar ya totalmente sepultadas, parecen estar nuevamente manifestándose en los hechos sociopolíticos de los últimos años.
Siniestras corrientes de la historia

En la conmemoración del primer centenario del armisticio de la Primera Guerra Mundial, realizada en las proximidades del Arco del Triunfo en París en noviembre de 2018, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, dijo en su discurso que siempre se debía estar alerta, pues la historia es traicionera, guarda en sí espíritus oscuros y puede, eventualmente, despertar ciertas corrientes siniestras. Angela Merkel se mostró también algo escéptica, pues aseveró que Europa mostraba algunos nacionalismos que, si no se controlaban, podían desencadenar conflictos y poner en entredicho la paz de los Estados. Incluso dijo que había ciertos paralelismos entre los móviles que llevaron a la Gran Guerra a comienzos del siglo XX y algunos hechos sociales y políticos de este siglo XXI.

Evoco esos discursos vertidos hace tres años para analizar la actual realidad boliviana. Es que ciertas pulsiones históricas bolivianas, que con la llegada de la modernidad y el retorno de la democracia en 1982 parecían estar ya totalmente sepultadas, parecen estar nuevamente manifestándose en los hechos sociopolíticos de los últimos años. Por muy pesimista que pueda resultar esta lectura, la verdad es que los hechos profundos contemporáneos, percibidos por el historiador y el politólogo, contienen un mensaje que no resulta del todo esperanzador ni reconfortante para el futuro del país.

En la Guerra Federal de 1898-1899, más allá del traslado de la sede de gobierno y la primacía del estaño sobre la plata, se trató de zanjar un problema que estuvo pendiente desde la fundación de la república: la incursión del indígena en la vida pública y el reconocimiento pleno de sus derechos. En la historia de Bolivia, la lucha del indígena marcha paralela a la historia de las élites políticas, culturales y sociales. El primer antecedente más o menos claro de esa reivindicación paralela podría ser el levantamiento de Túpac Katari. La extrema complejidad social boliviana hace, pues, que la elaboración de una historia integral y definitiva, que recuente los hechos tanto de los nativos como de las élites, sea una empresa muy complicada. Lo evidente es que en Bolivia existen, hasta el día de hoy, brechas sociales muy marcadas que se pueden entender en función del factor étnico solamente.

El encuentro con el otro y la relativa crisis de identidad producidos entre los indígenas en las arenas del Chaco, el congreso indigenal de 1945 o el protagonismo indígena en la Revolución Nacional, dan cuenta de un amplio sector social que a lo largo del tiempo no pudo insertarse realmente en la historia boliviana.

El protagonismo económico y político de Santa Cruz de los últimos lustros ha alterado las dinámicas sociopolíticas, y es por ello que ahora el antagonismo social ha adquirido matices regionalistas de occidente-oriente. Y pese a haber ganado mucho terreno con la llegada del MAS al poder en 2006, el indio aún es un actor político relativamente periférico en la praxis política. Ateniéndome a Zavaleta Mercado y su aseveración de «Bolivia será india o no será», pienso que para la consolidación del proceso actual de la incursión real del indígena —para bien o mal— falta todavía un considerable tiempo.

Digo «para bien o mal» porque lo grave es que ese espectro histórico de reivindicación parece conllevar ínsitamente características violentas y reacias al diálogo o la concertación. El problema está en el antagonismo social que existe entre el indígena y el no indígena. No es tanto un problema de ideologías o de concepciones de democracia, cuanto un problema de racismo puro. Hay, pues, de ambos bandos una revancha irresuelta. De este modo, creo que los conflictos de 2019 fueron la expresión de una misma corriente histórica expresada en 1899, 1932-35, 1945, 1952 y acaso 2003.

Del otro lado, en el oriente boliviano, existen innegablemente tendencias cuasi fascistas, cuyas actitudes están lejos de los principios del liberalismo o de la democracia liberal. Sus principales actores dicen encarnar la democracia y el liberalismo progresista, pero lo evidente, lo que se ve, es que representan la intolerancia, el populismo, el racismo y el conservadurismo (en el sentido malo de este término).

Este escenario de indígenas radicales e intolerantes, por un lado, y de élites orientales populistas, por otro, plantea una realidad de recurrentes confrontaciones y problemas. A ello se suma el fracaso total del modelo socialista como propuesta estructural, y entonces muchas personas propenden a la instauración de un régimen con mano de hierro (obviamente de derecha). Algo así sucedió con Hugo Banzer en los 70, cuando muchas personas le temían a la instauración del socialismo o el comunismo y preferían una dictadura que, aunque corrupta e incapaz en el manejo de la cosa pública, le ponía freno efectivo al desorden.

El historiador británico Ian Kershaw, en su obra El mito de Hitler: Imagen y realidad en el Tercer Reich, hace un análisis cuantitativo de la aceptación del führer y el nazismo luego de 1945. Llega a la conclusión de que para la década de los 60, solo un 5 por ciento (un radicalismo lunático neonazi) estaba dispuesto a votar nuevamente por alguien como Hitler. El restante 95 por ciento, confiado en los logros de posguerra de Adenauer y Erhard, representaba inclinaciones relativamente democráticas o liberales. Pero ahora, en la Europa del siglo XXI, se ve que algunas tendencias —si bien tal vez ya no tan radicales— pueden resurgir de las cenizas.

En el caso boliviano, lo lamentable es que todas las tendencias políticas se van decantando hacia el fanatismo extremista y no hacia la racionalidad y la moderación. Entonces, ya no interesan ideas ni programas, sino solo un combate contra irreconciliables enemigos internos. Como el socialismo ya se ha implementado —resultando un fracaso a nivel político, social y económico—, entonces los que ahora esperan un cambio tienden a desear un liderazgo carismático de corte fascista. Y ahí está precisamente el populismo del oriente (Camacho, Fernández…).

El culto a la personalidad no es un fenómeno exclusivo del siglo XX. Al igual que el populismo, se reinventa, es resiliente. Los socialismos del siglo XXI lo intentaron llevar a cabo. Por ejemplo, el Ministerio de Educación, el modelo educativo actual y los medios estatales trataron de deificar a Evo Morales durante muchos años. Entonces, dado que las masas bolivianas siguen estando sumidas en la ingenuidad y la pobreza, podría erigirse mañana un nuevo mito ofuscador y aparentemente bienintencionado como lo fue Evo, pero ahora de derecha, en el que muchas personas podrían depositar una confianza acrítica y ciega.

En las democracias bien consolidadas, donde existen instituciones y Estado de Derecho, un resurgimiento del fascismo o el populismo de derecha es menos probable que en los países con democracias raquíticas. Es por ello que el problema es grave y solo podría ser frenado en seco con un shock democrático —como en algún momento, al inicio de su fundación, lo planteó Comunidad Ciudadana— y una puesta en práctica de la meritocracia y el criterio de capacidad e idoneidad para la función pública. Cero cuotas políticas. Cero medidas populistas.

Dicho lo cual, hay que tener en cuenta las palabras de Macron pronunciadas en 2018 y prevenir que las siniestras corrientes de la historia se repliquen en lo consiguiente.

Ignacio Vera de Rada es profesor universitario

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