MUNDIARIO publica en exclusiva un avance de la novela La navaja inglesa

Portada de La Navaja Inglesa. / Mundiario
Portada de La navaja inglesa. / Mundiario

El martes 15 se presenta en Oviedo la novela La navaja inglesa, cuya segunda presentación será en Madrid el lunes 21. Un avance de la obra de José de Cora ya está en MUNDIARIO.

MUNDIARIO publica en exclusiva un avance de la novela La navaja inglesa

El martes 15 se presenta en Oviedo la novela La navaja inglesa, cuya segunda presentación será en Madrid el lunes 21. Un avance de la obra de José de Cora ya está en MUNDIARIO.

Madrid / Las Urosas

    En un conventillo de las Urosas, la que va de Atocha a la Magdalena, paralela a Relatores, vive el negro más fornido de Madrid, un gigantón que a todos divisa la azotea y del que solo en la corte saben el nombre por el que algún día le llamaron de niño, Utubo Borbón Ngambé, aunque si alguien quiere saber dónde hallarlo en Madrid, debe preguntar por el Negro Tomás. No se lo puso él, ni lo rechaza. Le agrada que lo reconozcan con un título más castizo, aunque el bautismo de este segundo apodo venga de una chufla, al repetir con frecuencia sus conocidos que de lo que tengas, presumas o gastes, el negro, tó más. Ése es el chiste y ése es la jindama que agarrota a los vecinos solo de pensar que pueden encontrárselo cuando baja de noche por las Urosas. No por malo, sino por negro. Por ese camino llega a la buhardilla que comparte con Sandalio Ruiz y la bella Fernanda la Rica, que ni es hurgamandera, ni mantenida, pero que cada tarde les alivia los caudales a cuatro puretas del Instituto Español que por allí se reúnen para darle a la sin hueso sobre Lope, Quevedo y Cervantes. La Rica les anima el pirulí a los chavetas y a los cuatro maneja con soltura, pero si de follar se trata, quien de verdad se la zumba es el Negro Tomás, para que Sandalio los vea y se haga una manola con el cuadro. 

    De todo ello obtiene Mayorga inmediata reseña en las cercanías de las Urosas, donde el más desocupado podría escribir gruesos volúmenes sobre su moreno vecino, aunque el encargado de la pesquisa recela de que todo cuanto discursean estos vecinos sea auténtico, pues a las leguas se nota que una de las ocupaciones preferidas de los parroquianos es alardear de ser ellos quienes más patrañas saben sobre el africano, que no lo es, sino italiano, y si le apuras la cuna, madrileño. 

    Algunos espionajes sobre el moreno son tan cercanos y minuciosos que Dámaso no puede por menos que preguntarse el camino seguido para conocerlos iuris tantum. Así comentan con gran regocijo que las noches en las que el Negro se queda trasconejado después de rociar la lechada, Sandalio se acerca a hurtadillas y Fernanda se la menea aunque todavía tenga al bárbaro cochero encima. No es raro ni infrecuente que Sandalio le salpique con lo suyo, así que el gigante lo sabe todo y reacciona según ande de humores. Calla, consiente y hasta disfruta sintiéndose el tercero de la paja. O bien grita, despotrica y lo aparta a trompicones. Un pastel en el que no falta ingrediente. 

    —¡Métesela por el culo a la borrica! ¡Que me pones perdida la espalda! 

    —¡To... más! —se ríe Sandalio apuntándole con el miembro mientras vuelve a su camastro vacío y satisfecho. 

    ¿Que por qué está Sandalio en el trío? Paga una tercera parte del tabuco y sabe cocinar algún guisote. Fernanda se lo devuelve con las sacudidas y el hombrón con el espectáculo de su trasero reluciente y la verga agrandada que lo pone a él como un borrico. 

    El Negro Tomás se relaciona con gente de la corte, pudientes o de rancio abolengo para quienes realiza fregados de variada laya. Conduce el calesín de los Curazzo, mata los pollos al duque de Pastrana y si se tercia, acompaña a ciertas damas cuando han de acudir solas por Madrid adelante. Eso es lo que se cuenta cuando no se le quiere manchar el nombre, pues también le cuelgan otras encomiendas que no aprobaría lo más dulce del inquisidor menos estricto. Por eso y porque su presencia no pasa inadvertida aunque se lo proponga, de su nacencia se alardean las que son y las que no son. La primera, que él mismo sostiene ante quien se lo consulte, hace a su madre princesa africana de tribu ignota, repudiada por adulterio y acogida por misioneros, que luego viaja con ellos a Nápoles, aunque acaba sus días en Rascafría, sirviendo comidas a los imagineros de contrata y a los canteros, orfebres, pintores y marmolistas andaluces del Transparente, tabernáculo en el Paular de belleza incomparable. Su padre sería, como él, Utubo Ngambé, el rey de esa tribu de la que nadie conoce ni cuna ni residencia. Pero en la corte se bisbean otros orígenes no menos ilustres, como que es Borbón, si no de sangre, sí de apellido. Que su padre no fue rey, sino arquitecto. O no arquitecto, sino criado mulato allá en el Nápoles borbónico. Que el rey Carlos lo trajo con otros dos de su raza para servirle en su destino madrileño, y cómo no sería el hombre de querido por el monarca, que le da nuevas credenciales y apellidos, bautizándolo Antonio Carlos Borbón Ngambé. Bajo esa identidad se casa con la italiana Silvana Georgi y se hace gran amador de todas las pieles. De la italiana por compromiso contraído en los altares y de todas las demás que tienen Nápoles como obligación diplomática, pues de boca a oído viajan historias de lo mucho y bueno que Antonio Carlos Borbón Ngambé esconde tras las ropas que cubren su entrepierna. 

    Una de sus muchas compañeras de sábanas, mientras permanece en Italia el africano, sería la princesa repudiada. Y de ese modo, de la sangre borbona por imposición de manos, y de la africana, por aristocrático repudio, nace hace treinta años el cambujo Tomás; o sea, el bueno de Utubo, también tenido por zambo prieto, aunque más correcto sería llamarle albarazado, de labios en almohadillas y nariz aborbonada, como la tuvo Carlos II, aunque no fue Borbón ni nada. La historia es fenomenal y mal cruzada, de modo que siempre se tiene por inexacta. Doña Terry Coronel que la sabe, se embarulla, y quien la escucha, confuso, pide una tisana.     

    Y es que Tomás Borbón Ñambé, al decir castizo, o Borbón Georgi, en los papeles de Italia, o Utubo Ngambé Georgi, cuando figura en los programas de mano de los Caños del Peral, o el Negro Tomás, cuando de él hablan los madrileños, menos don Torcuato, que lo ignora; luce tan bien armado que ni Fernanda la Rica, ni ninguna otra mujer, tras ser poseída por el mocetón de ébano, se siente defraudada en cuanto al vigor y la pericia a la hora de tocar allí o acullá. Y claro, después les salen florituras por la boca. 

    Del acompañamiento que hace a ciertas damas se cuenta con gracia el testimonio de doña Terry, que un día de febrero, allá cuando San Blas, lo descubre en el último banco de San Millán, mientras la señora contratante, rosario en ristre, escucha misa en el banco inmediato. No bien terminado el Introito ad altare Dei, vuélvese ella de pie hacia el lacayo y creyendo que nadie más hay a sus espaldas, le confiesa muy bajito que le están comiendo las piernas las pulgas de aquella iglesia, de modo y manera que el hombre haga algo para aplacarle el tormento, pues rascarse por los adentros y oír misa al mismo tiempo no son ejercicios de su dignidad; ni por mostrarse ella víctima de los bichos, ni por perder la atención con restregones bajo los miriñaques durante el sagrado misterio. 

    Doña Terry explica a las amistades escuchantes que ella permanece oculta tras una columna y que allí se queda la muy cotilla a la espera de acontecimientos que enseguida se producen. Cierto que son muchas las iglesias de Madrid infestadas de animales corretones y saltarines que atacan a los fieles por debajo de sus ropas, y cierto que siendo tan grave en ocasiones la acometida, bien puede doña Terry justificar su acecho en la confianza de encontrar un apaño desconocido contra los molestos parásitos. Y quién sabe, pasar por ello a la historia de la medicina. 

    Y eso ocurre. ¡Milagro en San Millán! Tomás alza las faldas de la dama hasta meter sus manos en ellas y arrodillándose para alcanzar mejor las dos jambas y las mullidas redondeces donde se unen para dar inicio a la espalda. Las recorre de arriba abajo, sin precaución de detenerse llegando muy arriba, ni con gran esfuerzo por acariciar demasiado abajo. A doña Terry se le van los ojos al cielo cuando imagina aquellas palmas tan amplias y bien dotadas llegando a los muslos de la dama que abarca y copa. Y ahora se detiene y seguro que las cierra y las agita en busca de la pulga. Y no quiera el Diablo que se vaya más adentro y que entre con sus dedos en la cueva, y se mueva, y los abra, y salga, y descienda. ¡Hosanna en el cielo! 

    Con aquel sube y baja tan placentero permanece hasta el Evangelio y penetrando en la Homilía, ya no hay paseo que valga, pues el calesero moreno se represa en la parte alta, a la entrada de un negro matojo donde parecen picar contumaces todas las pulgas habidas, los ácaros y las chinches, pues allí concentra su interés el muchacho por lograr que quede llano, liso y bien frotado. Llega el Sanctus y la señora, a la que doña Terry jamás identifica en sus pícaros relatos como prueba de cabal confidencia, muestra ahora su rostro más plácido y arrebatado, mientras Tomás cambia de dedos para no perder el riego en los anteriores, pues no está en aquella obra para ser un fracasado y quedarse solo en asperges, siendo ella una hembra de posibles que el domingo, sino mañana, volverá a llamar para ir a misa, a la modista o de merienda. 

    Mas sean sus antecedentes preclaros, o alejados de cualquier escribano que lo legitime, el caso más acreditado es que Tomás crece cuan largo alza entre las paredes del Real Hospicio de San Fernando de Henares, siempre favorecido por la mano amiga de su primer director, don Pablo de Olavide y en menor grado, por la de sus sustitutos, entre ellos el actual, don Cancio Sacido, barón de Esteiro Labandal. El sumiller duque de Losada dijo de él que teniendo la desgracia de nacer mulato, «no puede meterse en ningún colegio», pero naciendo humano, «no puede dejarse en ninguna intemperie». Eso no lo averigua Mayorga en Urosas, sino en conversación con el intendente Armona y Murga, que recuerda haberlo oído del propio duque. Venido de Italia con su padre, pronto muere éste y la corte se olvida de las gracias de ser negro, enano, castrati o bufón. 

    En la institución de Henares este Tomás ya crecidito realiza conchabanzas y mandados, aunque a él le repugne hablar de la inclusa, tanto para referirse a su infancia, como para incluirla en la relación de lugares donde ahora presta sus servicios. Y es que a nadie le extraña que pudiendo tildarse de Borbón, se precie el hombre de tener un pasado hospiciano y lo pregone. ¿Quién en España lo haría con menos méritos?

©José de Cora 2014Autor representado por Agencia Literaria Albardonedo. ©De esta edición: Tropo Editores 2014. ISBN: 978-84-96911-72-7. Depósito legal: Z-179-2014. Colección Voces, Nº 32

 

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