El Ipanema

El autor firma este relato que comienza así "El abuelo Antonio era de natural putero..."

El abuelo Antonio era de natural putero; se sentía a gusto en los clubes de carretera aún no habiendo comercio carnal, que ya no estaba él para fuegos artificiales.

Escuchando a Béverly –me llamo como tú quieras—, solía decir ella, —pero Béverly me gusta porque me apellido Gil— disfrutaba con la anécdota repetida del camionero que llegó enfermo de gazpacho manchego, y buscaba más echarse que acostarse, aunque, ya recuperado y a falta aún de tres horas por tacómetro para retomar el volante, se animó a hacer gasto porque la habitación ya estaba pagada.

Antonio bebía té helado, de la botella de ellas que simulaba whisky, porque el médico del pueblo le dijo que se quitara del alcohol, del tabaco y de las emociones fuertes, y aunque el Ipanema se podía considerar un lugar tranquilo, él mismo tuvo que intervenir en algún rifirrafe en defensa de las chicas.

Tenía más dinero del que iba a poder gastar en dos vidas que viviera; nadie pudo demostrar nada, pero lo cierto es que no estuvo muy convincente cuando el juez le preguntó por aquel camión de Prosegur.

Sucedió lo previsible y no vivió dos sino una, como todiós, y pasados menos de cuarenta días del entierro al que acudieron las chicas y Zurdo  -un pastor alemán que quedó deitado junto a la tumba- se presentó en el puticlú un notario muy bien vestido que renunció a servicio alguno:

— Yo vengo más a dar que a recibir— , una frase desacertada en ese contexto.

Convocadas en la barra, el notario dio paso a la lectura del testamento del abuelo Antonio:

— Rafaela Gil— dijo el notario

— Béverly Sr Notario, llámeme Béverly; a partir de ahora, mi nombre es el que yo diga.

Apagaron el neón y nunca más abrió el Ipanema.

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