Imágenes, ritos y máscaras de la muerte en la poesía de Alejandra Pizarnik

Fotograma de Stalker, Andrei Tarkovsky.
Fotograma de Stalker, Andrei Tarkovsky.

La muerte en la poesía de Alejandra Pizarnik es un vórtice de energías que aparece en la memoria cuando necesitamos buscar otras impresiones más estimulantes en el mundo.

Imágenes, ritos y máscaras de la muerte en la poesía de Alejandra Pizarnik

La muerte en la poesía de Alejandra Pizarnik es un vórtice de energías que aparece en la memoria cuando necesitamos buscar otras impresiones más estimulantes en el mundo.

 

Ahora que regreso en esta tarde a algunos poemas de Alejandra Pizarnik, no me queda otra cosa que dar cuenta de esa latencia de muerte que renace continuamente en sus versos. La muerte no es una propuesta de reflexión o esa irreparable tendencia a la que nos conduce tantas escrituras. No. En el caso de estos poemas de La extracción de la piedra de locura, la muerte es una presencia, un vórtice de energías que aparece en la memoria cuando necesitamos buscar otras impresiones más estimulantes que las que provienen del mundo. Lo real solamente es asumible desde esa conciencia de muerte constante que Pizarnik no abandona y se manifiesta a través de los objetos, a través de alucinantes paradojas donde la propia escritora teatraliza su propia desaparición antes de nacer incluso.

La infancia es una premonición de muerte que asoma cuando la propia experiencia castiga y aporrea esa inocencia que emana de los niños según pasan los años. Las piedras, la luz, las hojas, las estancias cerradas o una mano no ocultan su oscuro movimiento. Cercenar esa prodiogiosa luz que alumbra la vida es una consecuencia inexorable y el miedo a ese desenlace se muestra con una airada negación. Pero no nos engañemos. Detrás de esa terrible maldición que se cumple nada más nacer, está la exigencia estética que Pizarnik ansía para su forma de poetizar desde escenarios sobrecogedores, propios de un culto ancestral a la muerte: los atáudes, los altares, las flores, las piedras en círculo, la fiebre, los muros.

La muerte como representación cromática, sonora y cultural es necesaria en su escritura y puedo regresar a ella constantemente porque, más allá del acabamiento, la muerte es una fuerza telúrica que excita nuestras vidas. Nadie nos enseñará a dormir bajo las piedras, al lado de los muros, repite en sus poemas. El instinto es esa huida desesperada de la muerte para vivir el instante con la mayor intensidad posible, reconociendo cuán sobrecogedora es esa vastedad que nos acucia y que declara a nuestros sentidos que es tan efímera como nosotros.

El silencio, la ausencia de luz o el miedo son estímulos que nos transmiten otras formas de intervenir en esa realidad caótica, impredecible, en la que confluye la vida y la muerte al mismo tiempo: el jardín de las delicias, cuerpos luminosos que giran en la niebla, flores en la boca de una niña, violadores de tumbas, máscaras de loba. El barroquismo con el que escribe y con el que compone la carnadura de su escritura es una confesión de esa excitante recreación de la muerte como un dios proteico que se manifiesta en multitud de símbolos y acontecimientos. Una rebelión contra la desolada impresión que tenemos de nuestra desaparición. Como si fuese una noche eterna.

El surrealismo es insaciable en estas creaciones que una y otra vez aluden a la muerte, pues Pizarnik no escapa a esa concepción chamánica de la poesía como un trance donde es necesario rescatar el mensaje de los muertos para que recordemos con acritud la brevedad de los días. Ahora que anochece y dejo de escribir sobre estos poemas, presiento que escribir es buscar lo invisible como expresa la escritora en uno de sus versos.

Buscar lo invisible no es rastrear lo que parece ausente, sino descubrir en lo que vive, en lo que se manifiesta y aparece a nuestro alrededor, esos signos de tristeza, tal vez incandescentes y premonitorios. Tengo miedo. Estamos solos y la muerte es la experiencia más solitaria. Como la escritura.

“Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos. Y lejos, en la negra arena, yace una niña densa de música ancestral. ¿Dónde la verdadera muerte? He querido iluminarme a la luz de mi falta de luz” (pág. 50).

“Briznas, muñecos sin cabeza, yo me llamo, yo me llamo toda la noche. Y en mi sueño un carromato de circo lleno de corsarios muertos en mis atáudes. Un momento antes, con bellísimos atavíos y parches negros en el ojo, los capitanes saltaban de un bergantín a otro como olas, hermosos como soles” (pág. 52).

“Grietas y agujeros en mi persona escapada de un incendio. Escribir es buscar el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna. Miserable mixtura. Yo restauro, yo reconstruyo, yo ando así de rodeada de muerte. Y es sin gracia, sin aureola, sin tregua”. (pág. 53).

“El perro del invierno dentellea mi sonrisa. Fue en el puente. Yo estaba desnuda y llevaba un sombrero con flores y arrastraba mi cadáver también desnudo y con un sombrero de hojas secas”. (pág. 54).

“La palabra es una cosa, la muerte es una cosa, es un cuerpo poético que alienta en el lugar de mi nacimiento” (pág. 57).

(Fragmentos extraídos de la obra de Alejandra Pizarnik, La extracción de la piedra de locura. Otros poemas, en Colección Visor de Poesía, 1993).

 

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