Al final, asuntos de vida o muerte: Henry Marsh frente a su enfermedad mortal

En Al final, asuntos de vida o muerte, Marsh, además de relatar el enfrentamiento a su fatídica enfermedad, desde su posición honesta, vuelve a referirnos numerosas anécdotas muy jugosas
La noticia de una enfermedad terminal suele promover, en mentes reflexivas, en espíritus literarios, una necesidad de explicación que incluye el sentimiento actual, la escasa perspectiva de futuro, y la rememoración de una vida, ya sea en sus numerosos detalles o solo en aquellos más significativos, los que servirían para fijar un definitivo balance. La vida es algo que consideramos propio, de nuestra pertenencia, y, que, sin embargo, puede sernos sustraído, de forma absoluta, en cualquier instante, o ya antes, de formal parcial, por las circunstancias que nos han ido impidiendo el libre desarrollo en los campos a los que nos creíamos destinados.
Muchos autores aprovechan ese momento trágico para escribir una honda despedida, para demostrar cierta serenidad heroica, tal vez poco sostenible en el minuto a minuto de su realidad, pero suficientemente mitigadora de un hundimiento ridículo y estéril. Otros, que no escriben, aparecen en los medios para contar su experiencia. Y aquí, ya no solo he visto un hermoso temple, una honda entereza, sino, a veces, entusiasmo, exhibición de un aprendizaje tan importante como es el de la máxima gratitud, el de la sublime vivencia del presente a través de la generosidad que supone no convertirse en un ser amargado, sino en una luz para los demás. (Me estoy acordando ahora del exguardameta Juan Carlos Unzué, de la alegría que expresa hoy, cuando su cuerpo va quedándose aprisionado en la inmovilidad, cuando sabe que le pueden quedar poco más de un par de años de vida). En algunos casos, el afectado por esa inapelable sentencia accede a sus mejores momentos, encuentra un sentido, una intensidad, que antes le faltaba. De pronto, supera su vacío. De otra manera, ocurre en esos hombres que son más felices en la guerra que enclavados en su anodina existencia cotidiana.
En el último de sus libros autobiográficos, Al final, asuntos de vida o muerte, del neurocirujano Henry Marsh, el peso del presente tiene una mayor preponderancia que sus recuerdos, que ya había expresado en dos libros anteriores. Aun así, vuelve al recorrido de su pasado —a veces, con anécdotas repetidas—, se nutre de esa memoria que es su más valiosa pertenencia, junto con un presente que aumenta en importancia por su escasez no del todo medible pero ya abrumadora. Marsh nos explica cómo se desarrolla su tránsito de médico a paciente, papeles que no asimilaba como compatibles. “Las enfermedades solo les sucedían a los pacientes, no a mí”.
Después de mucho postergar la visita, acude al urólogo para ser examinado por los problemas prostáticos ya largamente padecidos y ahora agravados. Este le indica que debe medirle el PSA (el indicador que puede avisar de la existencia de un cáncer de próstata). Aunque en principio se resiste, finalmente accede. Y cuál es su sorpresa cuando le comunican que tiene un nivel extraordinariamente elevado: 127 (solo el cuatro por ciento de los hombres con ese tipo de cáncer lo tienen). La noticia le supone un extraordinario vuelco, aunque quizá no tan grave por el hecho de tener ya setenta años. De hecho, opone la sensación actual a la que tuvo cuando su hijo de tres meses fue operado de un tumor cerebral: “Cuando con setenta años vi mi propia vida amenazada, descubrí con sorpresa que sentí una profunda compasión por todas las personas con las que me crucé mientras me dirigía a pie al hospital oncológico. No las envidiaba en lo más mínimo, más bien esperaba que tuvieran una vida tan buena como la que yo había tenido”.
Entonces, comienza para él el periplo por los hospitales al que se ven sometidos los pacientes, unos hospitales que, en su caso, conoce muy bien: “Los hospitales siempre me recuerdan a las cárceles. Son sitios donde te quitan la ropa, te dan un número y te meten en un espacio pequeño y cerrado. Debes obedecer las órdenes… los pacientes unos se preguntan a otros exactamente como los presos: ¿Y tú por qué estás aquí?” Pero Marsh puede echar mano de sus recuerdos y sentir el orgullo de haber promovido la creación de un jardín en uno de los centros en los que ejerció.
El cáncer que tiene está bastante avanzado. Requerirá urgentes tratamientos que no garantizarán su cura. Entre quienes padecen esta enfermedad es muy corriente el sentimiento de culpa, como si fuese uno el que se infligiese ese mal, lo que solo estaría probado en casos extremos, cuando uno se ha procurado un contumaz castigo corporal. El de Marsh es el de haber aplazado tantos años la visita al médico: “Yo pasé un intenso periodo en que me culpaba por haber postergado el diagnóstico hasta que fue demasiado tarde. Bañado en lágrimas, me maldecía y le pedía disculpas a mi esposa una y otra vez por mi absoluta estupidez. Lo que no hice fue preguntarme: ¿Y por qué yo? Como médico sabía que la respuesta era muy sencilla. ¿Por qué no?”
El hecho de querer vivir más tiempo es un síntoma de que aún se es capaz de encontrar satisfacciones. Algunos ya no pueden encontrarlas, pero aun así desean continuar, como si vivir fuera lo más seguro, y, aunque doloroso y decepcionante, lo menos terrorífico, lo único conocido, el suelo más firme. La posición de Marsh es esta: “La única razón para vivir más tiempo es por el bien de mi esposa Kate, por mi familia y mis amigos. Después de todo, somos criaturas sociales”. “Con frecuencia pienso que la verdadera felicidad consiste en hacer felices a los demás”. Se considera afortunado por la vida que ha tenido, por los padres y la educación recibida. De sus éxitos dice que tienen que ver más con la suerte que con el esfuerzo, “aunque es necesario esforzarse”. No obstante, la serenidad, la mirada panorámica, a menudo se interrumpe, y entonces se fija solo en el estrecho embudo al que se ve abocado: “Olas tras olas de desesperación y angustia me zarandeaban y me hacían zozobrar…”. Es el inevitable miedo: “En cierto modo mi miedo a la muerte es miedo a estar muriéndome”. “La idea de que solo me queda el presente y que ya no habrá ningún futuro me resulta espantosa”.
Se somete a los tratamientos prescritos: “Esta vez, sin embargo, tenía de nuevo la sensación ligeramente irónica de entrar no ya como un engreído cirujano, sino como un miembro de la clase marginada de los pacientes”; a uno hormonal que tiene numerosos efectos secundarios, a la radioterapia posterior. Parece que al fin el cáncer queda aparentemente controlado. Pero las posibilidades de supervivencia son inciertas. Solo existen las estadísticas para orientarse, pero estas no indican nada en lo particular. Sabe que, con su PSA inicial, la mayoría de los hombres muere a los pocos años. Pero, ¿cuántos son pocos? Y, ¿pudiera ser que él no perteneciese a esa mayoría? En cualquier caso, la expectativa de la muerte se ha pronunciado. Las frecuentes revisiones se lo recordarán. Las pruebas lo mantendrán en vilo durante unos días.
Cuando peor se ve, cuando el miedo aprieta —“empecé a desesperarme cada vez más imaginándome lo espantosa que llegaría a ser mi muerte”— le preocupa que pueda fallar el botiquín de suicidio que dice tener a mano. Él, tan defensor de la eutanasia, que tanto ha sufrido por los pacientes que ha operado y han acabado su vida vegetativamente, le pide a un amigo que le prometa que lo ayudará si es necesario cuando se acerque el final.
En Al final, asuntos de vida o muerte, Marsh, además de relatar el enfrentamiento a su fatídica enfermedad, desde su posición honesta, vuelve a referirnos numerosas anécdotas muy jugosas. Su prosa deviene didáctica en muchos momentos, nos hace conocer el mundo secreto de los médicos, lo que no sé si les gustará mucho a sus colegas o será conveniente que lo sepan los pacientes más pusilánimes: “Al principio de su carrera, un cirujano tiene que exagerar su confianza en sí mismo, engañarse, para sentirse capaz de abrir el cuerpo de otro ser humano. Porque, si no acepta los casos difíciles, ¿cómo mejorará su técnica?” “Y es sorprendente lo fácil que la autocomplacencia y el “pensamiento grupal” se instalan en las reuniones departamentales y multidisciplinarias”.
Marsh vuelve a incluir en este libro numerosas reflexiones generales. Exculpa las locuras de los jóvenes por su provisional configuración cerebral, se muestra contrario a esa ansia actual por prolongar la vida indefinidamente, por esas investigaciones que podrían cambiar el mundo, o solo la duración de la vida de los ricos. Y, entre sus muchas meditaciones sobre la vida, destacaría esta: “Somos como pequeños barcos que nuestros padres lanzan al océano, y navegamos alrededor del mundo, dando la vuelta completa, para finalmente regresar al muelle del que zarpamos, pero entonces nuestros padres se han ido tiempo ha”. La vida, llegado cierto punto, no es eso que pasa mientras estás haciendo otros planes, sino lo único que ha sucedido y que, ya por poco tiempo, sucederá. @mundiario