Confesiones, la memoria honesta de un reconocido neurocirujano inglés

Portada de "Confesiones", y retrato de su autor, Henry Marsh
Portada de Confesiones, y retrato de su autor, Henry Marsh. / Autor.

Marsh habla apenas de sus éxitos y reiteradamente de los errores que cometió, de la frecuente imposibilidad de lograr resultados plenamente satisfactorios, eso de lo que es tan dolorosamente consciente.

Confesiones, la memoria honesta de un reconocido neurocirujano inglés

Con la aparición del tercer volumen, supe de la existencia de la trilogía autobiográfica de Henry Marsh, un reconocido neurocirujano londinense, nacido en 1950, que ha venido publicando Salamandra. Me interesan —para ampliar mi mirada— estas memorias que se apartan de esas otras más habituales —las que más a menudo suelen atraerme— que son las de los escritores y los artistas en general; unas memorias que, a la vez, se distancian de las escritas —o casi siempre dictadas a algún negro— por personajes mediáticos, como puedan ser los políticos, los de la farándula o los que han vivido de pertenecer al mundo del famoseo. He empezado por su segundo libro, Confesiones (y luego he seguido por el último de los tres, Al final, asuntos de vida o muerte, que comentaré en una siguiente ocasión). Responden sus páginas plenamente al título. Marsh habla apenas de sus éxitos y reiteradamente de los errores que cometió, de la frecuente imposibilidad de lograr resultados plenamente satisfactorios, eso de lo que es tan dolorosamente consciente. De su experiencia profesional, sacamos la conclusión de que su especialidad es extremadamente difícil, con unos porcentajes de éxito que, en los casos graves, dejan bastante que desear.

En un momento dado recurre a una cita del cirujano francés René Leriche para decirnos lo que luego, con sus propias palabras, repetirá en numerosas ocasiones: “Todos llevamos un cementerio dentro, con las lápidas de los pacientes que han sufrido daño en nuestras manos”. Los sinsabores de su actividad son muchos. El cerebro es el órgano más delicado. A veces, la salvación del paciente puede suponer su condenación a una vida vegetal: “En cierto sentido, las verdaderas víctimas son las familias. Deben dedicarse las veinticuatro horas del día al cuidado de alguien que ya no es la persona que era”. Pero estas mismas familias, a veces, obligan al cirujano a intentarlo. “No hay placer ni gloria en estas operaciones… Ha quedado parte del tumor, sin duda va a salir muy perjudicada, y lo único que hemos conseguido es hacer más lenta su muerte”. A estos fracasos, a la normalizada contemplación de la derrota profesional, se añaden los problemas con los familiares, con agresiones demasiado frecuentes, así como las muchas horas de trabajo y las posibles demandas. ¿Entonces, por qué ser neurocirujano?

“Me sentí contento y concentrado, lleno de la intensa alegría de operar”, nos dice en una ocasión que podría valer por muchas más. “Los profesionales de la medicina, en particular los cirujanos, somos muy competitivos”. Y también nos habla de la frecuente tentación del engreimiento. Y de que ha vivido muchas situaciones en las que no ha existido precisamente eso que aquí llamamos el corporativismo y que lleva a que desaparezcan informes comprometedores. Marsh apuesta por la sinceridad, por el reconocimiento del error. El problema es que los familiares de los pacientes pueden no comprender la dificultad del trabajo del médico, la humana posibilidad de equivocarse, o la actual imposibilidad de la curación. “He estado en países en que los cirujanos tienen que operar con los familiares del paciente al otro lado de la puerta empuñando armas y amenazándolos de muerte si la operación no tiene éxito”. En el libro nos habla de dos, Nepal y Ucrania, donde ha acudido por diversas temporadas a enseñar y ayudar a sus colegas.

Uno de los problemas de la profesión es la de mantener un buen equilibrio entre un buen trato humano al paciente —que a veces tanto se echa a faltar— y la posibilidad de que el sentimiento continuo de empatía pueda resultar insoportable, ahogando al profesional. “Cuando nos convertimos en médicos, la mayoría nos vemos obligados a reprimir nuestra empatía natural si queremos actuar con eficacia”. “La clave está en encontrar el equilibrio correcto entre compasión y desapego. No es fácil”.

En este volumen, Marsh nos narra los momentos previos a su jubilación, los proyectos para su nueva vida. Y recorre algunos aspectos de su trayectoria vital. De joven tuvo experiencias místicas, sentimientos de iluminación y de unidad profundas, asociadas a intensos efectos visuales en los que sombras y colores adquirían una hondura y belleza extraordinarias. “Me ingresaron durante una breve temporada en un hospital psiquiátrico… Llevaba demasiado tiempo luchando contra mí mismo y viendo a los demás solo como espejos en los que trataba de ver mi propio reflejo (y eso es algo, ay, que todavía tiendo a hacer)”. No obstante, dice no haber encontrado a Dios en su extática experiencia: “Pero sí descubrí que mi propia mente era un misterio profundo, y que lo sagrado y lo profano están inextricablemente enlazados”. Uno de los motivos por los que no cree en Dios, es porque muchas veces ha visto que el comportamiento humano ha cambiado radicalmente por causa de una lesión en el lóbulo frontal. Así, para él, no hay demonios que valgan, cuando la maldad puede tener una clara explicación biológica. Contrariando a muchos médicos que piensan lo contrario —sobre todo a partir de la vivencia o las narraciones de ECM—, considera que el alma está en el cerebro, y que la conciencia está allí y en ningún sitio más: “Pero yo no creo en la otra vida. Soy neurocirujano.  Cuando mi cerebro muera, mi yo morirá con él…  Ese yo es una efímera danza electroquímica formada por una miríada de fragmentos de información de mis muchos millones de neuronas”.

Entre sus confesiones más personales está la de que no fue un buen hijo: “En el ocaso de mi padre, tras la muerte de mi madre, rara vez acudía visitarlo, pese a que vivía cerca”. En sus últimos años padeció demencia. Antes, había sido un gran profesional de la justicia y “un optimista incorregible”. Finalmente, Marsh expresa su gratitud: “Será cierto o no, pero solo ahora que me acerco a la vejez he llegado a entender hasta qué punto soy obra de mis padres, y que todo lo bueno que pueda haber en mí procede de ellos”.

La inseguridad en el éxito de su profesión suele ser la nota dominante. “Así que rápidamente aprendemos a engañar, a fingirnos más competentes y sabios de lo que somos, y a intentar proteger un poco a nuestros pacientes de la temible realidad que muchas veces afrontan”.  A menudo ha quedado sumido en el desaliento: “En mis momentos de mayor desánimo, dudo si estamos reduciendo la suma total del sufrimiento humano o lo estamos aumentando”.

Insiste en que, en muchos casos, a los pacientes “es más caritativo dejarlos morir”. Se declara defensor de la eutanasia. Recuerda dolorosamente cada fracaso: “Dejar a alguien ciego en una operación —me ha pasado dos veces— es una experiencia especialmente desagradable. Casi es peor que dejarlo muerto: uno no puede huir de lo que ha hecho”. En todo el libro se respira la humildad y la franqueza del autor: “En medicina existe una dolorosa verdad. A veces, tenemos que exponer a algunos pacientes a ciertos riesgos por el bien de los pacientes futuros”. Se refiere a los médicos en formación. Dice no poder hacerlo todo, y que, si lo hiciera, los médicos residentes no aprenderían.

“Al principio, un niño había muerto después de que yo retrasara una operación urgente. Me equivoqué. La mirada de odio que me dirigió la madre no fue fácil de olvidar”. Con imágenes como esta tendrá que convivir el resto de su vida, pero esperemos que también con la sensación de haberse entregado plenamente a realizar un trabajo fundamental, que algunos valoramos por encima de aciertos o fracasos. Otros no quieren entender su mérito, lo imprescindible de la existencia de un profesional que se atreva a enfrentarse a los complejos mecanismos de la naturaleza humana, a los graves riesgos que ello conlleva, en una tarea tan a menudo ingrata. @mundiario

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