El problema estructural de la inflación en Argentina está en la concentración oligopólica

La FAO viene alertando desde hace años sobre los problemas que causa en el mundo la creciente tendencia en alza del precio de los alimentos, empujada no sólo por una mayor demanda.
El problema estructural de la inflación en Argentina está en la concentración oligopólica

La inflación es uno de los temas más debatidos, pero poco se dice de su motivo de fondo: quién se queda con el pedazo de la torta más grande. Números de las últimas décadas.

Uno de  los discursos destinados a generar confusión en el público es confundir inflación con aumento de precios. La primera es la suba de todos los bienes y servicios de una economía, mientras que la segunda es la medición de los valores de venta de determinados productos en determinados puntos de expendio, conocido como IPC (Índice de Precios al Consumidor)

Habitualmente se confunde el primero con el segundo. Pero esa confusión no es inocente. Si una fábrica de pastas tiene el gas, la luz, el agua, el combustible y la harina a precios estables (nótese que el salario es sólo uno de los elementos), no se puede hablar de inflación. Pero si pretende subir el valor de un paquete de fideos $10 a $20, en vez de vender el doble, lo que está haciendo es impactar brutalmente sobre el IPC con una intención arbitraria de apropiarse de una porción de la renta de los trabajadores.

Será por esto que muchos comunicadores y economistas instalan que cuando se habla de la inflación, es un problema de costos (salarios), cuando en realidad se debería cuestionar la ganancia.

El aumento de precios implica una ganancia para el empresario por la diferencia generada en el momento de la producción (compra de insumos, etc) hasta el momento de venta.

También los empresarios empujan a una suba inflacionaria para licuar sus finanzas: si la suba de precios es superior a la tasa de interés, esta se vuelve nula y recibe de este modo, sin hacer nada más que remarcar, una ganancia adicional.

Es por esto que cuando se habla de inflación se está discutiendo sobre  una sola cuestión primordial: quién se queda con qué parte de la torta.

En Argentina, hace dos semanas el Gobierno Nacional oficializó un aumento en las asignaciones familiares que significarán un ingresó al movimiento económico del país de $16.000 millones. Este tipo de medidas son políticas contracíclicas que puede tomar un Estado para fortalecer el mercado interno y sostener el consumo.

Naturalmente, con ese dinero extra en el bolsillo la gente demandará más bienes y servicios, por lo que las empresas deberían aumentar la producción y generar más empleo.

Lamentablemente no todos lo entienden así y prefieren aumentar los precios para quedarse con esa renta, produciendo lo mismo al mismo costo. Esa desviación de recursos es lo que habitualmente se ve en los supermercados y en la suba de precios de productos esenciales.

Las retenciones a las exportaciones agropecuarias, que suscitaron en 2008 la insurrección desestabilizadora de las patronales agropecuarias, son una herramienta fundamental de política económica para evitar un alza brutal en los precios de los alimentos.

La FAO viene alertando desde hace años sobre los problemas que causa en el mundo la creciente tendencia en alza del precio de los alimentos, empujada no sólo por una mayor demanda sino también por las cantidades cada vez mayores de granos destinados al biocombustible.

De no ser por las retenciones, se daría el absurdo de los argentinos deban pagar precios internacionales por la carne y los granos que produce, lo que equivaldría a que los árabes paguen por el petróleo al mismo precio que un neocelandés.

La teoría cuantitativa, que culpa a la emisión monetaria como motor de una inflación generalizada, tiene reiteradas demostraciones empíricas de su falsedad.

Desde la crisis de 2008, tanto Estados Unidos como la Unión Europea han emitido moneda de forma descontrolada y mantuvieron índices de inflación marginales. Ese año la Fed lanzó una suba del circulante en el 90% para comprar los bonos basura. En 2011 fue de otro 30%. Y la inflación permaneció totalmente marginal.

Argentina desde hace años que no registra déficit fiscal, por lo tanto no tiene que emitir moneda para cubrirlo como sí tiene que hacerlo, por ejemplo, Estados Unidos. La cantidad de moneda en manos del público (efectivo y depósitos) es del 27% del PBI, significativamente menor que Brasil (38%); Chile (54%); Estados Unidos (75%); Canadá (81%) o Australia (97%).

Por lo tanto, ni el gasto público ni la expansión monetaria son argumentos válidos para culpar a los Estados nacionales por la inflación. A esto cabe agregarle el falso argumento sobre la tasa de interés, que apunta en el mismo sentido: una tasa demasiado baja recalienta la economía incentivando la demanda, empujando los precios al alza, por lo tanto la solución es subir la tasa, enfriar el crecimiento (entiéndase, industrialización y generación de empleo).

Es así que la ortodoxia financiera culpa de la inflación a toda intervención del Estado en el mercado. Algo que naturalmente se instala en el pensamiento colectivo ya que son las empresas privadas las que pagan los costosos espacios en los medios de comunicación que difunden este pensamiento.

En tal sentido se imputa el absurdo de culpar a los trabajadores: la inflación es culpa del aumento salarial; ergo, el Estado debe congelar los sueldos y aplicar políticas de flexibilización laboral. En Argentina desde hace diez años se abrieron las negociaciones paritarias que cada año establecen las nuevas pautas salariales. En 2013 el promedio de los acuerdos entre sindicatos y empresas rondaron en el 24%.

Pretender que tales acuerdos salariales tienen un impacto lineal sobre la suba del IPC es otro absurdo. En cualquier cadena de producción, la mano de obra es solo una de las variables y no tiene la misma incidencia para una empresa productora de bienes, que una de servicios. En Argentina, una fábrica de fideos tiene sus costos de luz, gas y agua fijos y estables desde hace años, subsidiados por el Estado, y el precio de la harina no varía linealmente según el mercado internacional debido a las retenciones.

Pero, si  la inflación no es culpa de la emisión monetaria, la tasa de interés o de los salarios, ¿de dónde viene?

Esto no quiere decir que esas variables no tengan influencia. Pero no son las determinantes, tal cual se ejemplificó anteriormente con el caso argentino.

Las causas deben encontrarse en los factores estructurales de un sistema económico, donde la concentración económica en un puñado de empresas generan oligopolios capaces de incidir directamente en la suba de precios para aumentar sus ganancias, sin necesidad de movilizar ningún recurso salvo la calculadora.

Molinos Río de la Plata (Pérez Companc) tiene posición dominante en el mercado alimenticio con un rubro de marcas de impacto directo en la canasta básica familiar: Lucchetti, Matarazzo, Gallo, aceite Cocinero, Minerva, Nobleza Gaucha, Vieníssima, son solamente algunas. Arcor (Pagani) es un ejemplo similar, con posición privilegiada en aceites, mermeladas, salsas, galletitas (es el principal exportador de Sudamérica), jugos, cereales, conservas vegetales, y otros rubros.

Por citar ejemplos, en determinados segmentos la concentración llega a niveles intratables: Unilever y Procter & Gamble manejan más del 85% de los productos para lavar ropa, y junto con TVB alcanzan el 99%. En vinagres, otras dos empresas, Menoyo y Lagorio, se llevan el 86%. La Virginia y Bonafide superan el 84% de las ventas de café y la yerba mate entre seis productoras.

La venta de leche se reparte en un 80% entre La Serenísima y Sancor, porcentaje similar en el mercado del aceite cartelizado por Molinos y Deheza.

Ledesma (Blaquier) sigue respetando el modelo cuasi colonial de los barones del azúcar, siendo el principal productor y comercializador, representando el 75% del mercado. En el rubro papel ocupa el 40%.

Lo que hacen estas empresas entonces, es patrocinar a los grupos hegemónicos de economistas, surgidas de fundaciones y universidades que financian, para que mediante los medios de comunicación (donde destinan una cantidad ingente en publicidad, un factor de incidencia directa en el costo que se carga al precio final) dirijan la culpa de la suba de precios a factores externos a ellos.

De este modo el discurso instalado es el del ajuste, o en el siglo XXI, “austeridad”. La única receta es la reducción de salarios y del gasto público, contracción monetaria y frenar la demanda incentivada dese el Estado.

La cuestión de las obligaciones en moneda extranjera merece todo un análisis especial. En los países periféricos, cualquier proceso de industrialización requirió la importación constante de insumos, mientras que las exportaciones pueden bajar drásticamente por otros factores y esto provoca tensiones sobre el valor de la divisa, a lo que debe agregarse las obligaciones financieras. Este factor es determinante para comprender la inflación estructural de los países periféricos que, ante cada intento de desarrollo, padecen en algún momento el problema de la cotización de la divisa, cuya devaluación redunda en una suba de precios que implica una transferencia de riqueza descomunal en beneficio de los sectores más ricos.

Es en la concentración oligopólica donde radica el problema estructural. Un número demasiado pequeño de empresas define los aumentos de precios simplemente por el factor ganancia, y además, dispara presiones devaluatorias para incrementar descomunales transferencias de recursos en su beneficio.

La inversión en tecnología, la consolidación del mercado interno, la productividad y una tendencia hacia el pleno empleo son los elementos necesarios para cambiar el problema estructural.

Pero esto, claro está, tendrá una feroz resistencia de la vieja estructura, tal como podemos ver.

Números duros

En el caso argentino, pese al discurso hegemónico, el índice inflacionario (IPC para ser precisos) es comparativamente menor al de las últimas seis décadas. Desde 1955 la inflación no bajó del 12.3%. Entre 1965 y 1975 el promedio anual fue del 44.33%, con su pico en el “Rodrigazo” con el 182.8%.

La Dictadura Cívico-Militar (1976-1983), con salarios paralizados a fuerza de desapariciones, inusitado endeudamiento externo y cumplimiento a rajatablas del modelo neoliberal, la inflación tuvo un promedio anual del 249.7%, un 1997.6%

El gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989) reflejó un promedio del 799.55%, disparado especialmente por la hiperinflación de los dos últimos años, con 387.7% y 3079.5%, que determinaron la entrega anticipada de la presidencia.

La década menemista arroja una inflación del 242.85% anual, incluyendo el 2314% de su primer año de gestión en 1990. Si se contabilizan sólo los años de la convertibilidad, donde la deuda externa se disparó para financiar la ficción de la paridad cambiaria, y un incremento inédito en los índices de pobreza e indigencia, el promedio arrojaría 12.72%.

El breve gobierno de Fernando De la Rúa fue el único que registró deflación. Nada para enorgullecerse, teniendo en cuenta de que la pobreza alcanzó al 54% de los argentinos y más del 25% estaba desocupada y aprobó, mediante sobornos, una ley de flexibilización laboral impensada hasta entonces. En 2002, con el mandato interino de Eduardo Duhalde, una brutal devaluación asimétrica, en beneficio de las corporaciones, arrojó una suba del 25.9%

El kirchnerismo cumplió 10 años en el gobierno, con índices récord de crecimiento e inclusión social. Reabrió las paritarias y recompuso el mercado interno. La inflación promedio 2003-2013 (este último, estimado), es del 9.39%, más de tres puntos por debajo de la que arrojó la convertibilidad. Si se toman en cuenta los índices de IPC elaborados por la oposición y las consultoras privadas, que impugnan los índices oficiales desde la intervención del INDEC en 2007, la misma sería del 18.48% interanual. Esa elaboración privada, que estima un aumento al doble que la cifra oficial, se sigue ubicando por debajo de los acuerdos salariales de las paritarias cerradas cada año y, estando unos seis puntos por encima del promedio de la convertibilidad, se da en un escenario del mayor desendeudamiento de la historia y una  reducción del desempleo al 7%.

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