Ya decía Camus que Francia, Italia y España comparten el alma de una misma nación

Montmartre, en París.
Montmartre, en París.

Quizás por ser hijo de española, pero sobre todo por albergar el corazón de un poeta, tuviera Camus esa grandeza de miras, comenta el autor al escribir sobre una tarde en Versalles.

Ya decía Camus que Francia, Italia y España comparten el alma de una misma nación

Ocurrió hace muchos años. He de decir que aquella tarde fue el comienzo de mi vida, bajo el manto de un hada madrina a cuya protección le debo seguir vivo. Aunque a veces disminuido por la ausencia, por la vida misma y por los recuerdos, me hizo creer, y aún creo, en muchas de las ya agostadas y marchitas ilusiones juveniles.

Cuando llegamos entonces a París, nos instalamos en la Rue de Troye en un bonito hotel, una casa vieja en Montmartre, completamente restaurada. Era invierno, pero lucía el sol, y no fue necesaria una gran cantidad de palabras porque todo lo que había que decir lo susurraba el silencio. Aquella tarde y aquella noche fueron propiamente arte, en el sentido estricto de lo que para mí significa esa palabra. Y es que el arte no expresa lo visible, sino que hace visible lo inexpresable.

Decía Camus, y todo lo que provenga de él debe tomarse muy en serio, que Francia, Italia y España comparten el alma de una misma nación. Quizás por ser hijo de española, pero sobre todo por albergar el corazón de un poeta, tuviera Camus esa grandeza de miras. Nieta de española ella, en Francia y con alma romana, acumulaba en su piel blanca y pecosa los atributos que muchos cantaron durante siglos. Nunca más he podido encontrar nada parecido. Aún nos debemos un paseo en Vespa por la capital del Lazio, como Hepburn y Peck en Vacaciones en Roma. Pero la maldita modernidad anglocabrona nos obligaría a ponernos casco, y por ahí sí que no paso.

Sorteamos el hambre carnal y fisiológica, bebimos Romanée-Conti y confirmamos, arrodillados en santa devoción, que bajo la lluvia, sin paraguas, uno se moja la cara pero se limpia el alma. Y de vez en cuando, es bueno limpiarla aunque duela y aunque la vuelta a la realidad sea tan desquiciante como la vida misma.

Las cuatro de la madrugada serían cuando en el apacible conticinio vimos recortada contra el plenilunio la inconfundible silueta de un águila que portaba entre las garras un pequeño animal. “No es un águila, es una mala meiga y lleva un niño entre las zarpas”, me dijo ella en castellano, con marcado acento francés acentuado por la ingesta infinita de alcoholes varios. Porque ella sí que era una meiga, y lo constaté después, cuando hizo desaparecer a todo el público que nos rodeaba en la Tavern Fou, que estaba justo al lado del hotel. Un perfecto antro parisino, lleno de locos, alcohólicos y algún guiri despistado. Mientras bailábamos una extraña canción, como por arte de magia nos encontramos solos. Era nieta de gallegos, así que algo de meiga tenía, pero en ese momento creí que estaba siendo realmente hechizado… Y ya nunca más desperté.

Hace un par de otoños, en mi última visita a la ciudad del Sena, para restañar el recuerdo de la herida de aquella tarde en que nací fui a pasear a Versalles. Es en otoño cuando la sabiduría infinita de la naturaleza concita agua, tierra y aire para ofrecernos el deseado y más sublime vino. Y es en esa época cuando los otoñales jardines de Versalles son el mejor bálsamo para gozar de la existencia y abrir la puerta al recuerdo, aunque sea por un instante ya que es una puerta también a la locura, y debe abrirse con sumo cuidado.

Crucé la verja de la plaza de armas y me detuve delante de una escultura de piedra. Era una bella mujer que tomó vida y, gesticulando muy suave, me habló elocuente de la historia de aquella maravillosa tarde en que nací. Sentí ganas de arrodillarme en homenaje a la pasada grandeza; porque aquella hada madrina estaba allí mismo, contemplándome, convertida en estatua versallesca. Era ella, no puedo negarlo.

Fue en aquel momento cuando comprendí que para una persona sin carácter cualquier derrota es definitiva. Esa fue su gran enseñanza… pero mi ceguera de juventud no me dejó verla hasta aquel momento. Y también comprendí que en las mentes de orgullo invulnerable, de amor y bondad infinitos como el de aquella mujer, siempre queda algo que hace que uno no se rinda completamente. Por ello, siguiendo la inspiración de una arcana sabiduría, me arrodillé con respeto. En los jardines sustancié una reconciliación conmigo mismo y brindé por ella mientras la estatua-mujer recitó unos versos: “Y con sueño de nuevo se volvió lentamente/ Adonde nadie/ Sabe nada de nadie. /Adonde acaba el mundo”. Maldito Cernuda.

 

Comentarios