La soledad y el Síndrome de Diógenes

Personaje de la película Laberinto.
Personaje de la película Laberinto.
Si hay algo que me ha enseñado este aislamiento es a vivir con lo esencial, liberarme de necesidades que consideraba indispensables. Nunca fui buena televidente, por lo que cancelé el servicio de televisión por cable y no volví a prender ese aparato intranquilizador.
La soledad y el Síndrome de Diógenes

Si hay algo que me ha enseñado este aislamiento es a vivir con lo esencial, liberarme de necesidades que consideraba indispensables. No se podía ir a comprar ropa, ni cantidades de productos de belleza, se dejó de  perder horas en la peluquería, con la cosmetóloga o en un shopping. He pasado los primeros meses del 2020 vestida con equipo de gimnasia, entrenando online, cocinando para mí con productos sanos, algunos de mi huerta, disfrutando del ideal de privación de Diógenes de Sínope. Cuando empecé a caminar al aire libre, no lo hice, como él, dentro de una tinaja, pero sí tapada con un barbijo y una máscara de plástico. Sola con mi celular y sin dinero porque no había cafés abiertos donde consumir.

Nunca fui buena televidente, por lo que cancelé el servicio de televisión por cable y no volví a prender ese aparato intranquilizador.  Mi independencia de los lujos de la sociedad me hizo fuerte. Nunca pude prescindir de la compra de libros, sin embargo, gracias a una biblioteca itinerante que organicé con un par de amigas, leí más que nunca, intercambiando nuestros hallazgos.

Pasó el tiempo, los bares fueron abriendo, empecé a salir con mi libro y mi perro para disfrutar de la lectura y un café con medialunas sentada en la vereda. Dejé de sentirme que vagabundeaba por Atenas, descalza y con la misma ropa. Pero ya algo había cambiado en mí, una austeridad como de postguerra se instaló para no retirarse. La consciencia de la muerte y la enfermedad revalorizó mi tiempo que no pienso gastar en salir de compras, reuniones multitudinarias donde nadie está con nadie, ni actividades frívolas o por compromiso.

Una mañana, estaba leyendo en un bar, y una amiga me llamó desesperada para contarme que se estaba incendiando su casa. El fuego había comenzado en la propiedad de sus vecinos, una pareja de ancianos  que venían ocasionando problemas por su forma de vida. Casi no salían de su hogar. Alguno de los dos, al querer encender un mechero, era tanta la basura que había dentro de la cocina que se produjo la propagación del fuego por todo el edificio. Una ambulancia los rescató e hizo falta el servicio de los bomberos para extinguirlo.

La consciencia de la muerte y la enfermedad revalorizó mi tiempo que no pienso gastar en salir de compras, reuniones multitudinarias donde nadie está con nadie, ni actividades frívolas o por compromiso.

Llevan semanas intentando vaciar la vivienda, tanta es la cantidad de cosas acumuladas. Todo los residuos que tiramos en bolsas para ser sacadas para su recolección, ellos los guardaban. Ya no podían caminar dentro de su casa, la presencia de gatos ahuyentaba a las ratas, los excrementos no se limpiaban, ellos no se bañaban, el ambiente infecto les parecía normal. De alguna manera,  el incendio fue salvador. Los pudieron sacar de ahí, vaciar y limpiar la vivienda y dar tranquilidad a los vecinos.

No entiendo por qué se llama Síndrome de Diógenes a los que padecen esta enfermedad que consiste en el aislamiento voluntario en el propio hogar y el  acopio de grandes cantidades de desperdicios, cuando el filósofo griego hacía todo lo contrario. Dicen que un día hasta se despojó de un tazón que usaba para tomar agua en la calle porque descubrió que podía valerse de sus propias manos.

Quien padece el mal llamado Síndrome de Diógenes no tiene conciencia de su enfermedad y es muy difícil despegarlo de su hoard (hacer acopio). Generalmente lo denuncian los vecinos, pero si no perjudican a nadie, no hay cómo sacarlos por la fuerza.

Hace unos días, el New York Post publicó la noticia de que Evelyn Sakash, una diseñadora de cine y televisión, ganadora de un Emmy, conocida por su manía de acaparar cosas, fue encontrada momificada en su casa de Nueva York bajo una enorme pila de basura que había acumulado en la cocina, casi medio año después de su desaparición. Evelyn tenía sesenta y seis años y su hermana, que no tenía noticias de ella desde hacía meses fue a su casa, la hizo limpiar y descubrieron el cadáver.

En este año en el que vivimos aislados, la soledad ha enfermado a más gente que la Covid-19. La depresión lleva al abandono de sí mismo, a la falta de higiene y a la necesidad de guardar todo por seguridad. Una vez, una amiga psiquiatra me habló de la intolerable malignidad de los objetos. Nunca pensé en que podía llegar a ser tanta.

No podemos culpar a la pandemia de estos casos, porque ya desde los años sesenta se realizaban estudios sobre este patrón de conducta, pero con seguridad se han incrementado.  Se lo llama miseria senil, aunque también hay jóvenes que lo sufren.

La soledad extrema, un dolor por alguna ausencia insuperable,  penurias económicas o  delirio de ruina, la pérdida del eje de la propia identidad, los lleva a despersonificarse  y ser uno con lo que acumulan. No valen nada, son pura basura.

Pienso en personas que compran compulsivamente, en el bovarismo de Emma, la de Flaubert, en los que viven con docenas de perros o gatos, como Brigitte Bardot, o Paris Hilton,  en los esquizofrénicos que, como las urracas, juntan cosas de poco valor.

Andy Warhol desde mediados de los setenta hasta su muerte acumuló más de seiscientas cajas que contenían cuatrocientos mil objetos. Los llamó cápsulas del tiempo. En ellas había desde folletos de supermercado hasta una porción de la torta de boda de Caroline Kennedy. Hoy se las puede ver en el Andy Warhol Museum de Pittsburgh.

Hay una línea fina diferencial entre los coleccionistas, las personalidades obsesivas y los acumuladores seriales, pero todos tienen un factor común: la despersonalización que los lleva a identificarse con lo que juntan para no reconocerse a sí mismos.

Los amigos de Whitney Houston, cuentan que, además de todas sus adicciones, acumulaba basura en su casa. Una gran depresión la condenó al ostracismo y  la llevó a consumir medicamentos para controlar la ansiedad y poder asistir a fiestas. La encontraron muerta, con la cabeza bajo el agua en la bañadera.

No entiendo por qué se llama Síndrome de Diógenes a los que padecen esta enfermedad que consiste en el aislamiento voluntario en el propio hogar y el  acopio de grandes cantidades de desperdicios, cuando el filósofo griego hacía todo lo contrario. Dicen que un día hasta se despojó de un tazón que usaba para tomar agua en la calle porque descubrió que podía valerse de sus propias manos.

En los años setenta, fue famosa una historieta de Tabaré que publicaba el diario Clarín de Buenos Aires, llamada “Diógenes y el linyera”. Diógenes era un perro —así llamaban también al filósofo griego porque los amaba y se comportaba como ellos— y el linyera era un vagabundo que habitaba en una plaza de Buenos Aires o Montevideo. Siempre con la misma ropa. Su humor y su ironía  nos divirtieron durante décadas.

La doctrina —no escrita— de Diógenes, debería ser la mejor terapia para los que padecen este síndrome que lleva su nombre.

En la película Seven de 1995 (Los siete pecados capitales) David Fincher nos expone la descarnada soledad y paranoia de la ciudad urbana moderna. El asesino, John Doe, ejecuta a los pecadores de la forma más impresionante. La avaricia no sólo se caracteriza por la acumulación de riquezas, como pretende la Iglesia, en realidad es el apego inmoderado a las cosas, economía sórdida que guarda objetos sin hacer uso de ellos. En el film este pecado es personificado por un acomodado abogado al que el asesino obligó a cercenarse una parte del cuerpo y desangrarse — inspirándose en una cita de El Mercader de Venecia, de William Shakeaspeare—, que representa la avaricia: “El contrato no te da una libra de carne, conque llévate lo tuyo…”

En “Laberinto” (1986), la inolvidable película con música y actuación de David Bowie, Sarah acumula juguetes porque no quiere dejar atrás su niñez. Su encuentro con la The Junk Lady (La dama de la basura)  al regresar al hogar es significativo. La dama la incita a quedarse allí, “No hay nada que quieras afuera, todo lo que te importa del mundo está aquí”. Sus palabras dan seguridad, pero no la dejan crecer, vivir. La dama lleva a sus espaldas todas sus posesiones, tantas que apenas puede moverse.

El síndrome de acumulacosas está latente en cada uno de nosotros. Tan diogeniana que me siento desde hace un año y  orgullosa de vivir con lo esencial, sin embargo, mi enorme baulera está repleta de recuerdos que fueron dejando los hijos que vivieron conmigo. El otro día regalé una bicicleta pequeña, juguetes que ya nadie usa, una pila de CD de música y películas, una radio con pasacassettes, cajas con zapatos y ropa en desuso, bolsos y maletas. La iré vaciando hasta que mi caparazón se aliviane tanto que lo pueda sacar a pasear conmigo, y vagabundear por el mundo.

El alma es un desierto que hay que disfrutar, o llenar de cosas para no verlo. Cuando digo cosas, digo objetos, compras, preocupaciones, miedos, lujos, cirugías plásticas, todo lo que nos aleja de mirarnos y reconocernos en ese desierto solitario en el que vinimos al mundo y desde el que nos iremos. Solos. @mundiario

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