Recordando a Eduardo Galeano, un gran maestro en el arte de la conciencia solidaria

Eduardo Galeano.
Eduardo Galeano.

Galeano tenía un modo convincente de decir lo que otros refieren evanescentemente. Transmitía la sabiduría de quien sabe meterse en el otro, convertirse en eco interior, en rememoración recurrente.

Recordando a Eduardo Galeano, un gran maestro en el arte de la conciencia solidaria

Galeano tenía un modo convincente de decir lo que otros refieren evanescentemente. Transmitía la sabiduría de quien sabe meterse en el otro, convertirse en eco interior, en rememoración recurrente.

 

Ya mucho antes de esta crisis que aún estamos padeciendo, en los inmediatos tiempos de la orgía consumista que posponía todo afán de verdad, podíamos escuchar voces disidentes, palabras que sonaban como envidiosas, como amargadas o resentidas, arrinconadas en la gran fiesta de un presente cautivador en el que reinaba la gran ceguera ante la intemperie inminente, ineludible, y se complacía en el abyecto vómito de la inconclusa saciedad. Estas voces, tristemente, adquirieron especial significancia cuando la debacle de aquella espuma.

Siempre me han reconfortado esos alegatos discordantes, esos discursos, casi siempre derrotados en el mundo, pero fortalecedores en lo íntimo, cultivos de sensibilidad preservada de las poderosas contaminaciones, miradas que buscan perspectivas más completas. Y, al mismo tiempo, he querido sentirme despierto ante esa tan bella ensoñación que me procuraban, me he retado a saberme digno de adherirme a esas palabras, de identificarme con esas voluntades; a ser capaz de interponerme entre mi trabajada comodidad y la necesidad general en la que creo. Nada cuesta menos que la náusea ante las representaciones de la dominante putrefacción, ante las estéticas impuestas, pero no es tan fácil introducirse, valerosamente integrarse en plenitud, en las abiertas palpitaciones de la humanidad doliente.

En los últimos tiempos, han muerto dos importantes oráculos de la disensión frente al poder establecido. Primero, fue José Luis Sampedro. Hace medio año, cayó Eduardo Galeano. Esta última muerte fue para mí una sorpresa. No sabía que estuviese enfermo. Sentí que la humanidad se había quedado sin una de las más importantes voces contra la aleve indecencia. Menos mal que nos ha dejado sus hermosos libros, sus bellos y contundentes discursos. Lo primero que leí de él fue su Patas arriba. La escuela del mundo al revés, una clamorosa denuncia contra todas las enormes injusticias, una apabullante ristra de constataciones que desprenden indignante verdad. Después, me acerqué a El libro de los abrazos, un libro menos político y más poético. Finalmente, a Espejos: una historia casi universal.

Ahora, como coyuntural homenaje a su vida consumada - pero también como cumplimiento de una anterior y periódica necesidad de fundirme con el aire fresco de su prosa - he ampliado mi recorrido por su mundo literario, me he adentrado en su libro Bocas del tiempo, de 2.004. Como en la mayoría de sus obras anteriores, esta se compone de textos cortos que rarísima vez superan la página, ordenados para que resulten correlativos en su escueta afinidad. Aquí, las historias que enumeran las injusticias del mundo ocupan un espacio menor que en otros de sus libros, la forma transgresora que impera es una mirada muy extensa, exploradora, libre de prejuicios, que aplica a los personajes una distancia que no es frialdad sino actitud magnánima, o simplemente naturalista.

Sus historias brotan de una severa liviandad. Parten de historias reales, de anécdotas que le han contado, de noticias que ha leído. Aunque, otras veces, cuando su pretensión es mostrarnos una silenciada realidad injusta, es capaz de resumir en pocas frases la vejatoria historia de una nación. Su tono es a menudo irónico, incluso sarcástico. Denota una severa perplejidad que se antepone a una indignación, a una incomprensión definitiva. Hay relatos magistrales que se elevan sobre la historia de la que nacen; que, gráciles, desde el sentimiento de una fraternal proximidad, disuaden de fáciles dramatismos y nos sitúan en una perspectiva más amplia, desde la que percibimos la alta pequeñez del hombre, sus yerros más espeluznantes y también su íntima y bella verdad.

El escritor uruguayo nos describe el enfrentamiento entre el ser puro - limitado en su cultura, pero que, al mismo tiempo, ejerce sabidurías directas, a las que los doctos no pueden acceder -  y el invasor, el turista o el comerciante global, los indiferentes o los codiciosos que arrasan los restos de autenticidad, de pródiga belleza.

Eduardo Galeano era un hombre con carisma, un escritor que sabía transmitir con su ser una íntegra presencia, que seducía al oyente confiriendo a sus palabras una importancia muy bien fundamentada, claramente insobornable. Tenía un modo convincente de decir lo que otros refieren evanescentemente. Transmitía la lucidez de quien sabe meterse en el otro, convertirse en eco interior, en rememoración recurrente. Hacen falta voces así, que se hagan escuchar, que despierten conciencias adormecidas.

Galeano escribió unos libros poéticos, verdaderos, necesarios. No fue escritor riguroso. Dejaba algunos cabos sueltos en sus prosas, pero tal vez fuera una peculiaridad inherente, necesaria para quien era capaz de fuertes y bellas incursiones narrativas. Como ciudadano universal, trataba de asumir las inquietudes más perentorias, de destapar y sacudir atrocidades consentidas. Como todo revolucionario inteligente, sabía poner el foco en las potentes y sangrantes injusticias. Y quería la esperanza. Miraba los anticipos de su utopía, las realidades de sus ilusionantes imaginaciones. Tal vez, en algunos casos se aferraba, demasiado incondicionalmente, a versiones de una sociedad sustitutiva temerosa de desvanecerse y, por ello, constrictora de libertades irrenunciables. Denunciaba la presencia del miedo como enemigo, como creación regalada a los oponentes de lo solidario. Lo tenemos cercano en youtube, tenemos su tono apaciguado y firme. Disponemos de su prosa, poderosa, sutil, amena. Proseguimos en ese mundo que él vivió tan atentamente; un mundo zarandeado por los poderes impávidos y también por las resistencias, a veces desorientadas. Creo que, en el mundo, junto con las recaídas en la barbarie, hay suficientes certezas de escaso, precario, pero tenaz mejoramiento; de despegue lento pero convencido, y todo ello gracias a quienes han despertado las reacciones, han abanderado las denuncias al mismo tiempo que señalaban las expectativas luminosas, como Eduardo Galeano hiciera, hasta sus últimos alientos.

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