Los primeros días de escuela son duros: el mundo está ahí y hay que aprender

No quiero ir a la escuela.
Un despertador.

Las 8 en punto. Llueve y hace frío. Mi vecinito chiquito del primero  se niega enérgicamente a salir de casa, y llora y grita: "¡no quiero ir a la escueelaaa!".

Los primeros días de escuela son duros: el mundo está ahí y hay que aprender

Las 8 en punto. Llueve y hace frío. Mi vecinito chiquito del primero  se niega enérgicamente a salir de casa, y llora y grita: "¡no quiero ir a la escueelaaa!".

Hoy ha vuelto a suceder. Puntualmente a las 8  de la madrugada, aún de noche y haciendo un frío importante, mi vecinito chiquito del primero, ha llorado, gritado y  pataleado por las escaleras con una convicción absoluta. Y es que mi vecinito de abajo es un niño inteligente que no acepta ni entiende  que se le expulse de su paraíso de camita y sueño, para lanzarlo a un mundo que no se sabe bien qué ventajas tiene. Con nocturnidad y alevosía se saca a niños y niñas de corta edad de su rincón afectivo y protector y ¡venga! ¡ a socializarse! a convivir con otros niños y niñas adormilados, inmóviles bajo su coraza de abrigo, bufanda y guantes, asomando apenas sus ojillos a la dura experiencia de defender su peluche, gateando en huída, plantándose, gritando o directamente atizando un buen mordisco para marcar  el espacio que en ese primer caos escolar les corresponde.

Y les ponemos muchas cosas de colorines alrededor para una estimulación precoz de los sentidos.  ¡Qué bien, a la escuelita con los otros nenes! (Esa es la oferta,  en lugar de que a tu papi o a tu mami le den un respiro y le liberen de trabajar mientras tú creces, al menos hasta que adquieras la posición erguida que a los humanos nos caracteriza)  ¡Qué bien a la escuelita, qué mayor!  Y ellos, desde su maravillosa ingenuidad, nos miran por el resquicio que hay entre la bufanda y el gorro calado hasta las orejas y parecen preguntarnos: ¿de verdad?

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