'Pelo Malo', una ventana a la tolerancia y al respeto por las diferencias

Una escena de la película 'Pelo malo', dirigida por Mariana Rondón.
Una escena de la película 'Pelo malo'.

La directora Mariana Rondón construye una conmovedora e impactante historia sobre el clima social de la Venezuela actual. La cinta fue Concha de Oro en San Sebastián

'Pelo Malo', una ventana a la tolerancia y al respeto por las diferencias

Tolerancia, reconocimiento, respeto por las diferencias... De eso trata 'Pelo malo', la tercera película de la directora venezolana Mariana Rondón (Barquisimeto, 1966). Junior tiene 9 años y sueña con ser un cantante famoso que lleve el pelo liso. Pero el suyo es rizado, ensortijado y revuelto, y para colmo su madre se niega a complacerlo. Pero Junior insiste: para la foto del colegio, que se hará en un par de días, quiere tenerlo liso y lucir un vestido como el que llevan los cantantes en la televisión. No quiere disfrazarse de militar, que es como van la mayoría de los niños emulando la imagen del presidente Hugo Chávez. Y Marta, la madre, que cree ver en ello los primeros indicios de la futura homosexualidad de su hijo, reitera su rechazo y, para zanjar el asunto de una buena vez, le obliga a tomar una decisión definitiva.

La historia está ambientada en un barrio periférico de Caracas, decadente, precario, donde la violencia diaria convive y se entremezcla con el deseo de supervivencia. Los niños juegan alegremente en los parques mientras, a escasos metros de allí, se oyen disparos. Las mujeres del barrio asisten a sesiones de meditación para mitigar el hambre. Y los lugares públicos, repletos de iconos sobre la Revolución Bolivariana (Chávez, Jesucristo, el Che Guevara, Bolívar, entre otros) se convierten en una metáfora perfecta de la masificación y la pérdida de identidad de todas aquellas vidas. El paisaje urbano es lineal, gris y sin relieves, como esos inmensos edificios de vivienda social diseñados por Le Corbusier que, con su magnificencia de antaño, son la prueba máxima de una prosperidad que nunca llegó. Y que, ni siquiera ahora, acaba de llegar.

No es fácil retratar la Venezuela actual sin caer en los tópicos. Dictadura o socialismo: son los dos márgenes en los que debe moverse quien lo pretenda. Pero Mariana Rondón, pese al realismo que atraviesa el film, ha demostrado que no son las dos únicas vías. Su apuesta es más íntima: explora la relación entre una madre y su hijo de 9 años, quien posee una sensibilidad y un carácter especiales. Y con eso le basta. O mejor dicho, en ese pequeño espacio sabe condensarlo todo: los sueños vistos desde la precariedad, el despertar a la vida adulta, los roces generacionales, la identidad, los tópicos socioculturales y, sobre todo, la aceptación de la diferencia en un país polarizado, intolerante, arrastrado por el dogmatismo y la arenga política.

Gracias al excelente trabajo de actores como Samantha Castillo (Marta), Samuel Lange Zambrano (Junior) o María Emilia Sulbarán (vecina), el espectador se va adentrando poco a poco en una historia pausada, llena de pequeños detalles, y cuya fuerza expresiva reside en lo que no se dice. La cámara atrapa, asombra, fija el foco en elementos aparentemente anodinos, como si mirara a través de los ojos de un niño que empieza a descubrir el mundo por su cuenta. Y es aquí, precisamente, donde reside el gran mérito de esta película: en su mirada compleja, transversal, libre de compromisos políticos e ideológicos. Una película que se limita a mostrar. Ya lo había señalado la propia directora durante el pasado Festival de San Sebastián, donde la cinta se adjudicó la Concha de Oro: «El debate está abierto y no lo abrí yo (...) Yo lo único que digo, y lo único que quiero es que, como sea, nos sentemos y hablemos de muestras diferencias».

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