¿Hubo vida antes del aire acondicionado?

Una mujer bajo el sol. / RR SS.
Una mujer bajo el sol. / RR SS.

Días duros los de enero 2022 en Argentina. Ya no importaba la inflación, el hambre, el atraso educativo, la corrupción. El argentino medio solo quería que funcionara su aire acondicionado.

¿Hubo vida antes del aire acondicionado?

El calor ha sido un tema recurrente en mi familia. Vivíamos en Bahía Blanca, una ciudad del sur de la provincia de Buenos Aires,  Argentina. Ninguna similitud con Salvador de Bahía, en Brasil. No. La Blanca de la que hablo está en un pozo donde el calor se condensa sin que los vientos marítimos lo alivien.

Los recuerdos de las noches de verano en mi infancia son dignos de un relato de García Márquez: colchones tirados en un patio de baldosas, debajo de una palmera insólita, y un regador. Para mí, una aventura divertida, para mi madre —la víctima de la condena estival— el origen de una fobia que se volvió hereditaria.

A una de mis hermanas el gen se le manifestó desde su más temprana juventud: después de casada, siguió usando el regador colocado en la ventana del dormitorio de su casa en un barrio residencial, para soportar las noches de más de cuarenta grados. No importaba si se estropearan sus muebles, la tradición era más fuerte que los avances tecnológicos.

Esa patología térmica viene acompañada por una adicción al informe meteorológico. Los que la padecen viven pendientes de los anuncios y pronósticos de la temperatura y la sensación térmica. Al enterarse, su propia sensación sube cinco grados y las ganas de vivir disminuye hasta límites insospechados.  

Este año, el tema 'el calor' sobrepasó al del coronavirus, la pandemia, las vacunas, los contagios, las muertes, la crisis de Ucrania, la debacle económica, y la política nefasta de nuestro azotado país. Hasta llegué a pensar que el gobierno se servía de la meteorología para distraernos de nuestro desastre.

Total que, ya estuvieras en la costa de vacaciones, o en cualquier ciudad del país, el tema era que si cuarenta o cincuenta grados, que si los vientos del norte, sur, este u oeste, o que si la humedad, la presión ambiental, la arterial; que ya no se aguanta más, que no se puede sobrevivir a esto.

Días duros los de enero 2022 en Argentina

Ninguna desgracia comparable a los sufrimientos climáticos.

La ciudad de Buenos Aires tiene el agravante de levantar una humedad de más de ochenta o noventa por ciento que no solo potencia la sensación de calor sino que nos deja el pelo ingobernable. Esto no es menor en la psicología femenina que, ya sabemos, domina el mundo. Una catástrofe.

Impensable vivir sin aire acondicionado. Pues hubo que hacerlo, porque los cortes energéticos por exceso de consumo, o por un pésimo presupuesto, nos dejaron sin suministro. Sin un triste ventilador, incluso hasta sin agua.

Días duros los de enero 2022 en Argentina. Ya no importaba la inflación, el hambre, el atraso educativo, la corrupción. El argentino medio solo quería que funcionara su aire acondicionado.

Esta crisis me hizo pensar, una vez más, en la necesidad de volver a los orígenes. Tal vez vivir en cavernas, escondidas del sol. Eso sí, con wifi y pantallas para ver películas. Que no falte Netflix. O imitar la arquitectura egipcia que generaba corrientes de aire: túneles verticales en las viviendas para facilitar la salida del aire caliente en verano. Si ellos lo hicieron ¿por qué no nosotros que somos tan ingeniosos, tres mil años después?

Y entrando en el terreno filosófico, para nuestros antepasados, calor era sinónimo de fuego. La teoría egipcia de la Ogdóada sostenía que había ocho fuerzas que eran el origen del todo, el caos. La más importante, el fuego. Para Heráclito (500 a.C.) eran tres las fuerzas fundamentales: el fuego, la tierra y el agua. El fuego modifica a todas las demás. “Todas las cosas son un intercambio del fuego”.

Estoy tratando de predicar el “heraclicismo” a mis compatriotas. Tal vez los convenza de que este flagelo estival va a dar origen a un país próspero, fresco y puro.

Mientras tanto,  sugiero protegernos como en el Oriente Medio, con torres de viento que recogen del mar y lo llevan a las ciudades. O construyamos casas con pozos de nieve, como en el Imperio Romano. Podríamos bajarla de las montañas de nuestra cordillera y hacer pozos en cada casa. Sería más productivo que mirar todo el día televisión para saber “cuántos grados van a hacer hoy”.

El primer aire acondicionado fue inventado por un navarro, en el siglo XVI: Jerónimo de Ayanz y Beaumont. Fabricó una máquina de vapor que extraía el agua contaminada de las galerías de las minas y la reutilizaba para llevar nieve al interior de y regular su temperatura. Fue la antesala de lo que llevó a Willis Carrier a desarrollar el aire acondicionado. Su primer objetivo fue mantener la temperatura fresca de las fábricas, no un antojo de burgueses o faraones. Porque al principio instalar un equipo de esos para uso doméstico era un lujo impensable.

Y hablemos de indumentaria... 

Y hablemos de indumentaria. En estos días de enero, no había solero, bermudas, o género liviano que fuera suficiente para mitigar el calor. Hombres y mujeres con sandalias. Basta de corbatas o trajes para ellos ni medias ni brazos cubiertos para ellas.

Entonces me remonté al siglo en el que creo haber vivido en otra de mis vidas: el XIX.  Y me imaginé un verano de cualquier lugar del mundo vestida con un corset, una crinolina o un miriñaque. No hay rincón coqueto de mi cerebro que lo tolere.  En pleno encierro de pandemia, acudí infaltablemente a mis citas virtuales en el Teatro Colón de Buenos aires vistiéndome, como en un juego, con lo mejor de mi guardarropas. La vestimenta es un arte que me gusta practicar. Para el estreno de La Cenicienta usé por primera vez un miriñaque, debajo de una falda amplia y pesada. Estuve como media hora para ponérmelo, acomodar el vestido y, ni imaginar poder caminar, subir y bajar escaleras con semejante jaula.

Las mujeres decimonónicas, necesitaban ayuda para vestirse. Había que  ubicar el polisón que daba forma y volumen a la parte trasera de la falda sobre el miriñaque. Ajustar el corset hasta casi no poder respirar.  Y después sonreír, seducir y bailar no perdiéndose un paso. Me intriga saber si esos peinados se los hacían antes o después de adaptarse esa armadura de vestimenta.

¿Y los trajes de baño? Hoy, las que no son nudistas, hacen topless, colaless, o cualquier less que se imaginen. Hace dos siglos para ir a la playa la mujer usaba un calzón largo o bloomer bajo una túnica, y medias. Así vestida se metía en el mar. El pelo cubierto con tocados de tela a modo de capota, turbante o cinta sujetándolo, para no mojárselo. La sombrilla para proteger la piel del sol no estaba mal, como tampoco la idea de las capotas, pero el resto, es mejor quedarse dentro de una caverna.

En el romanticismo, sin embargo,  surge la idea de libertad. El prototipo de la mujer de Gustavo Adolfo Bécquer, etérea, tangible, se impone. Su salud es frágil. Me sorprende en la literatura ver con qué facilidad se desmayaban frente a golpes emocionales. ¿No sería porque se morían de calor o tal vez era el corset que no las dejaba respirar?

Después vinieron Mme de Staël, George Sand, Jane Austin, Louise May Alcott y las hermanas Brönte, entre otras, que intentaron romper los esquemas. Hacerse pasar por hombres a la hora de firmar una obra literaria, o usar pantalones, pero de solera y ojotas ni hablemos.

La moda siempre fue el culto a la apariencia. Hasta la rebeldía de la ropa masculina de George Sand buscaba una identificación. La moda habla.

Pienso en Mme Bovary que pasa de la sencillez de su vestido azul opaco de entrecasa que la deprime tanto, a la suntuosidad de sus trajes floreados y colores centelleantes hechos con géneros pesados, terciopelos y botines de la mañana a la noche, o zapatos bordados bien cerrados con cintas o plumas de cisnes. ¡Oh, el fetichismo del calzado de Flaubert! Emma quería mostrarse como le hubiera gustado ser, borrar su realidad y su pasado. El bovarismo la endeudó y la llevó a la ruina. No sé si el verano nunca llegaba a Rouen, pero su sumisión a la moda iba de la mano a su fervor por sus amantes. Releí la inolvidable escena del fiacre, ese carruaje de alquiler, conducido por un cochero al que Léon le indica que vagabundee sin rumbo, mientras dentro se desarrolla, sin darnos detalles, la escena más erótica de la literatura francesa. Me los imagino ahí encerrados, sin aire acondicionado, vestidos con esa ropa que seguro no se sacaron, y creo que la pasión puede hacer milagros.

Porque me consta que no era invierno. Unos días después se vuelven a reunir en Rouen donde pasan juntos momento soñados, tirados a la noche sobre el césped, bajo la luz de las estrellas, después de un paseo en barco. Noche de verano.

No me preocupa ni Anna Karenina, ni la Regenta, porque el frío de Rusia y el de Asturias hace posible amores desenfrenados sin padecimientos climáticos. 

Sí la pobre Marguerite Gautier, con sus sedas, tafetones, pasamanerías, plisados con corsetería apretando un torso que necesitaba respirar y no podía. Para una enfermedad pulmonar no hay nada peor que esa vestimenta que no debió aflojar ni aún en el tiempo en que se fue a vivir con Armando, a una casita en el campo.

Y me pregunto: ¿era posible el amor antes del aire acondicionado? @mundiario

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