El piropo

Piropo
Piropo
Hasta principios del siglo pasado se piropeaba sin obscenidades. Pero... ¿Cuándo se pasó de Tus ojos son dos luceros que alumbran mi camino… a Tus ojos son dos luceros, tu pelo muy juguetón, metete un palo en el orto y mirá qué sensación?

El martes pasado —no el siglo pasado— yo caminaba por Recoleta, en la primavera de Buenos Aires, con un vestido floreado. Iba al Consulado de España a renovar mi pasaporte, cuando un sesentón se paró en la vereda y me dijo:  

¡Hoy estás maravillosa, mi amor!

Me gustó lo de “hoy”. En ese instante me sentía exultante, y él lo supo. No se vio mi sonrisa detrás del barbijo. Me sentí halagada, joven y linda.

Piropo viene del griego pyropus que quiere decir rojo fuego. Los romanos usaban esa palabra para denominar piedras preciosas como el rubí o el granate. El origen latino la traduce como fuego en los ojos. De pyr, fuego y ops, ojos. Si juntamos todo, la palabra nos viene como anillo al dedo para referirnos a la mirada apasionada de un galante que admira a una dama.

Según una publicación del diario El Mercurio, el filólogo cervantista Américo Castro cuenta que un escritor español del siglo XVI, Arias Montano, hizo circular una serie de versos en los que decía que “el rojo de las mejillas de una joven doncella es capaz de eclipsar el rojo de un rubí.” Los estudiantes de esa época empezaron a recitarlos a sus novias y luego fueron imitados por otros que se los dedicaban a las damas que transitaban por la calle.

Con el tiempo se fue simplificando y era muy común escuchar palabras lisonjeras a las mujeres. Se sentían halagadas. Como caminar por Barcelona un 23 de abril, el día de Saint Jordi, y que te regalen una rosa. Así de la nada, un hombre cualquiera. Tuve esa experiencia.

En siglos anteriores la mujer era cortejada y se dejaba cortejar. En nuestro análisis de hoy sería una forma de aceptar que el hombre estaba por encima de ellas y que lograr un halago era todo un éxito. Tal vez hasta conseguían un buen partido, se casaban y tenían la vida solucionada. Aunque otras hacían un uso maquiavélico de sus poderes compitiendo con los trucos masculinos y superándolos. Como Mme de Merteuil en “Relaciones Peligrosas”.

La práctica del piropeo se extendió por todo el Mediterráneo y llegó a Latinoamérica. A medida que se hacía popular iba mutando. Empezó a incorporar gestos y sonidos. Era costumbre entre los hidalgos españoles arrojar sus capas al paso de la dama deseada, o cubrirse los ojos cuando veían acercarse a la elegida para demostrar que los encandilaba su belleza. Después vinieron los besos al aire y los silbidos. Las insinuaciones subieron de tono, las frases  se hicieron más vulgares, con contenido sexual.

Era costumbre entre los hidalgos españoles arrojar sus capas al paso de la dama deseada, o cubrirse los ojos cuando veían acercarse a la elegida para demostrar que los encandilaba su belleza.

Una línea muy fina comenzó a separar el halago del acoso. Incluso, los piropeadores se vanagloriaban de su ingenio y picardía.

En Chile, en 2008 hubo un concurso que se llamó “El señor de los piropos”, dirigido a los trabajadores de la construcción. Todos los postulantes debían enviar uno original, taimado y ocurrente. Los premios fueron reportados por la prensa que los presentó como un ejemplo de agudeza, chispa y galantería criolla. Hoy esa competencia sería inadmisible.

Hasta principios del siglo pasado se piropeaba sin obscenidades. Se juntaban varios hombres de alto nivel intelectual y rivalizaban con las frases más ingeniosas que ellas recibían sonrojándose de placer.

En el verano de 1929, el diario “La Nueva Provincia” de Bahía Blanca — ciudad donde nací— publicó un artículo donde relataba que “un grupo de hombres jóvenes había sido denunciado por molestar con sus piropos a las señoritas que paseaban”. El texto los calificaba de “guarangos” y “tiburones” y aseguraba que “al requiebro galano, gentil que vibraba en los oídos de las damas de antaño con la suavidad de un madrigal, le ha sucedido ogaño la frase grosera, procaz e hiriente.”

¿Cuándo se pasó de Tus ojos son dos luceros que alumbran mi camino…a Tus ojos son dos luceros, tu pelo muy juguetón, metete un palo en el orto y mirá qué sensación?

La banda de amigos moriría de risa frente a tanto ingenio y valentía para la procacidad. Lo sé porque en los setenta, también en Bahía Blanca, estábamos en el club y el grupo de  varones contó que uno de ellos le había dicho a una chica que pasaba por la calle: Señorita, señorita, ¿me lleva a dar una vuelta en culo? Estallamos de risa frente a la ocurrencia. Entonces se sucedieron las anécdotas: iban tres en un auto diciéndole barbaridades a una mujer muy llamativa —según ellos demasiado— cuando se encontraron con un amigo al que invitaron a subir y le contaron la joda con esa mina. “¡Mirá, esa, esa es, la que va ahí!”. “Es mi madre”, les aclaró el chico. Se sintieron incómodos pero lo suficientemente grandiosos para contarnos a nosotras y que se lo festejáramos.

¿Cuándo se pasó de Tus ojos son dos luceros que alumbran mi camino…a Tus ojos son dos luceros, tu pelo muy juguetón, metete un palo en el orto y mirá qué sensación?

Está claro que estos abusos crecieron porque les dimos lugar. Y hoy pararon porque le pusimos un stop enérgico. Hasta el punto de darles miedo de dirigirnos la palabra. Eso prueba que las conductas tienen lugar si se les hace lugar.

Cuando viví en Madrid en los setenta, me resultaban empalagosos los piropos españoles. Claro, acostumbrada al atrevimiento de los argentinos, tolerar esas largas metáforas, me parecía una cursilería insostenible. Escuchar por ejemplo:

Me gustaría ser solcito para entrar por tu ventana.

Espero que la belleza no sea pecado para que no te vayas al infierno.

¡Quisiera ser la sangre que recorre tu cuerpo para poder llegar a tu corazón!

Cuando terminaban de recitar, yo ya ni los escuchaba.

Una tarde estaba haciendo una promoción de la novedosa máquina de fotos instantáneas Polaroid en las Galerías Preciados y pasó un chico de mi edad que me dijo ¡Qué bien que estás!  Lo miré y le dije: “¡Sos argentino!” Nos hicimos muy amigos. Claro, era otro tipo de piropo, más canchero, a mi entender.

Unos cuantos años después, una noche iba caminando por el barrio de Belgrano, en Buenos Aires, con mi pelo oscuro y furiosamente enlaciado en la peluquería. Pasó un tipo en un auto y me gritó:  ¡Morocha, qué buen pelo para una brocha! Tardé unos segundos en entender a qué se refería. En realidad se estaba burlando, pero lejos de ofenderme me reí de mí misma con ganas.

Las mujeres nunca nos atrevimos a decirles nada a los hombres que pasaban. Ni para halagarlos ni para desahogar nuestros bajos instintos. Me encanta imaginarme esa situación. Desde un

¡Qué bien que estás!  

¡De qué chocolatería te escapaste, bombón?

¡Papito, ¿me llevás en tu cochecito?

hasta otros más atrevidos y groseros:

Bombón, ¿me dejás darte un chupón?

Con esa macana, ¡deberías ser policía!

Nene, ¡con esa delantera ganamos el mundial!

Mi tía Nanel que era muy atrevida, tuvo que ver el espectáculo de los genitales que un señor decidió exhibirle en una calle solitaria.

Ella, que era modista, sacó una tijera de su bolso y le dijo:

Si no la guardás, te la corto.

El tipo huyó despavorido.

Ante semejantes embestidas, el hombre se inhibe hasta la impotencia. Es una conducta de instinto canino: el que demuestra poder amedrenta al atacado. En ambos casos el “halagado” es la víctima, el inferior al que se le vomita encima toda la sexualidad reprimida, toda la provocación gratuita que tiene que tolerar callado. Dudo de que el sexo masculino se sienta atraído ni excitado al escuchar piropos callejeros en boca del sexo opuesto. Tampoco abusado, como se siente la mujer que ya está acostumbrada a que la usen, la pisen y la ultrajen aunque sea con una frase al pasar. El hombre se siente disminuido en su condición de macho. Le robaron el lugar. Es él el que tiene que montar y no ser montado.

Sería cuestión de probar. Con cuidado, porque ahora es ilegal. En la ciudad de Buenos Aires, la ley 5742 promulgada en 2016 por el Intendente Horacio Rodríguez Larreta, sanciona el acoso sexual en espacios públicos al que tipifica  como “las conductas físicas o verbales de naturaleza y connotación sexual realizadas por una o más personas en contra de otra u otras, quienes no las desean o rechazan” al considerar que “afectan su dignidad, sus derechos fundamentales, creando en ellas intimidación, hostilidad, degradación, humillación o un ambiente ofensivo en los espacios públicos y en los espacios privados de acceso público.”

No se dirige a un sexo ni a una orientación sexual determinados,  —sería discriminatorio— así que, cuidado, no se les vaya ocurrir empezar a poner a prueba a los machirulos piroperos.  Porque la sanción  es de dos a diez días de trabajo de utilidad pública y multa de doscientos a mil pesos. Es de suponer que ese monto se haya actualizado, si no, los acosos verbales en 2021 saldrían más baratos que un café con medialunas.

A mí, sin embargo, hoy me encantaría escuchar que me cantaran, o simplemente me recitaran:

“Cuando llegues a Madrid, chulona mía

Voy a hacerte emperatriz de Lavapiés

Y alfombrarte con claveles la Gran Vía

Y bañarte con vinillo de Jerez

En Chicote, un agasajo postinero

Con la crema de la intelectualidad

Y la gracia de un piropo retrechero

Mas castizo que la calle de Alcalá.”         

(Agustín Lara)

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