Cómo descubrí a Rosa Montero empaquetada durante diez años

La hija del canibal.
La hija del canibal.

La vida nos conduce por caminos extraños e inesperados. En ocasiones, incluso, puede hacernos considerar que la realidad, cual materia vidriosa, es la que imita a la ficción, y no al revés.

Cómo descubrí a Rosa Montero empaquetada durante diez años

Hace algunos años ―bastantes ya, a decir verdad―, tal vez en 2006 o 2007, adquirí en la biblioteca pública Felipe de Neve, de Los Ángeles (sobre la Sexta calle, a muy pocas cuadras del emblemático parque McCarthur), algunos libros usados que habían sido puestos a la venta en el vestíbulo, colocados aleatoriamente y un tanto amontonados sobre un pequeño carrito de metal, que alguien, seguramente algún empleado de la biblioteca, había ubicado a la entrada del edificio; un edificio construido con ladrillos horneados, grandes puertas de madera y techos altos, bastante altos a decir verdad, aunque no exagerados. En el jardín trasero, desde donde se podían apreciar los ventanales posteriores del edificio, una suerte de bosquecito de verdes árboles variados, ayudaba a mantener la frescura y daba cierta sensación de tranquilidad y paz en medio de esa ciudad californiana tan acelerada y única.

Ese día, tras cruzar el umbral de la entrada y percibir el aire acondicionado que se mezclaba con el particular olor a historias (¿a libros?) que suele caracterizar a todas las bibliotecas del mundo ―o por lo menos a la mayoría―, vi el carrito de metal a mi derecha; allí se encontraban obras de sociología, inmigración, poesía, política y algunas novelas en inglés cuyos autores, en primera instancia, me resultaron prácticamente desconocidos. En la parte baja del carrito, sin embargo, algunos títulos en español llamaron mi atención inmediatamente, como guiñándome un ojo, como invitándome a descubrir con urgencia ―como en efecto lo hice― grandes nombres que un par de horas más tarde partirían conmigo a casa, en una fabulosa pila de libros que cargué gustoso y con inusitadas ansias de sumergirme en esos mundos de materia vidriosa que, aunque aún no había descubierto, sabía que traerían consigo: Tomás Eloy Martínez, Almudena Grandes, Arturo Monterroso, Julio Cortázar, Gioconda Belli, Elena Poniatowska, Rosa Montero y Mario Monteforte Toledo.

De pie, y sin darme cuenta, me di a la tarea de seleccionar uno por uno los libros que calculé podría llevarme. Sin prisa, sin preocuparme por el tiempo y sin prestar atención a quienes como yo ―quizá con similares intenciones―, se acercaban al carrito a escudriñar brevemente páginas y páginas que, más que papel y tinta, eran ilusiones, esfuerzos y vidas de tiempos congelados con maestría en cada línea. Fui revisando y leyendo pequeños párrafos que me arrojaban luces de las obras y me decían de qué iba cada una. Withdrawn, se leía en una o dos de las primeras páginas de cada libro. Les habían estampado un pequeño sello para indicar que estaban siendo descatalogados del uso público en esa biblioteca. «Dada la cantidad de libros que recibimos periódicamente, cada cierto tiempo damos de baja algunos libros (withdraw) para poder hacer espacio y dar cabida a nuevas obras o ediciones de más reciente publicación», me dijo sonriente una joven rubia de sedosos cabellos sujetados en una coleta, de sobrio vestir y educados modales. Me observó directo a los ojos y volvió a sonreír, como si me conociera de alguna parte o como si de pronto hubiera recordado algún momento ya lejano en el que yo, quién sabe, tal vez hubiera estado presente. No me atreví a preguntar qué cargo ocupaba ni cuál era su verdadera función en el organigrama de la biblioteca, tan sólo la vi afanarse en sus quehaceres con evidente disfrute de lo que hacía. Con elegancia. Así fue en cada una de las ocasiones que visité aquel lugar. Ignoro si aún sigue ahí.

Después de un tiempo me mudé a otra ciudad. Empaqué mis pocos efectos personales, algunos recuerdos y todos mis libros (incluyendo los withdrawn que había adquirido aquella tarde). Luego, en pequeñas cajas de cartón, envié todo a mi nuevo lugar de destino a cientos de kilómetros de distancia. Las cajas permanecieron selladas por un largo período, tal como las había enviado. Por alguna razón que aún hoy desconozco, constantemente me resistí a desempacar lo que había puesto en aquellas cajas... Hasta hace pocos días: con la intención de por fin ordenar los libros en su sitio, los fui extrayendo de su empaque y revisándolos uno a uno, como aquella fresca tarde cuando los adquirí en Los Ángeles. Los observé detenidamente, volví a leer el sello que tenían estampado en las primeras páginas. Y reparé, entonces, en uno que no recordaba haber leído, una novela escrita por una genial dama de las letras a quien yo antes nunca había leído, una dama cuyo nombre he conocido desde siempre y que es sinónimo de grandes obras literarias y fabulosos escritos que recorren el mundo entero: Rosa Montero. Empecé a pasar las páginas lentamente y a meterme con sigilo en la lectura de "La hija del Caníbal", sin predisposiciones, sin pausa, sin esperar nada pero al mismo tiempo sintiéndolo todo; sin percatarme de que estaba aprendiendo en cada línea, que la vida nos conduce por caminos extraños e inesperados, que la ficción no es algo que la humanidad haya inventado, sino que por el contrario, es ese punto de partida al que la realidad, materia vidriosa e impredecible, se empeña tanto en imitar constantemente.

Leí la obra casi de un tirón. Sencillamente fabulosa. Creo que la tuve guardada alrededor de diez años y había sido publicada diez años más atrás. Hoy, al cerrar de nuevo la cubierta habiéndola concluido, reparo en que quizás sea cierto eso de que nada sucede por casualidad. Me he dado cuenta, además, de que he encontrado en sus páginas las palabras que hoy dan vida a la serie de experiencias propias o ajenas (a manera de breves artículos) que me he propuesto escribir. Esta es la primera de esas experiencias. Y no es ficción. Es una vivencia real que, cual materia vidriosa, probablemente haga el intento de imitar a la ficción.

[…] la realidad es una materia vidriosa

que a menudo se empeña en imitar a la ficción; […]

 Rosa Montero

La Hija del Caníbal

Espasa (Premio Primavera de Novela 1997)

 

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