Un clásico sobre la autodestrucción y el arte: 'Bajo el volcán', de Malcon Lowry

Malcolm Lowry
Malcolm Lowry

En su novela 'Bajo el volcán', Malcom Lowry nos sumerge a través de aforismos, descripciones fantasmagóricas y diálogos inacabados en la intencionada autodestrucción de un hombre.

Un clásico sobre la autodestrucción y el arte: 'Bajo el volcán', de Malcon Lowry

  La narrativa norteamericana que se fragua tras la Primera Guerra Mundial incide en un costumbrismo descriptivo donde los autores se detienen en la búsqueda de personajes atávicos e instintivos, transgresores continuos de la norma victoriana, y por tanto de toda moral judeocristiana. En Estados Unidos, literatura, guión cinematográfico, teatro y pintura coinciden, a través de diferentes vertientes expresivas, en una reivindicación primitiva del ser humano que lucha contra su propio destino tanto en ambientes rurales como en contextos urbanos (Ford, Houston, Curtiz, Whitman, Hart Benton, por ejemplo).

  En el caso de la novela Bajo el volcán (Tusquets, 2007), de Malcom Lowry, el realismo de las descripciones se alimenta de cuadros de costumbres deprimidos y de  retazos fragmentarios y ensoñaciones sobre un pasado vitalista que conocemos a través del cónsul Geofrey Firmin: el protagonista experimenta la fuerza opresiva del alcohol como una redención embriagadora y necesaria para abandonar el mundo de los vivos.

   Durante una sola jornada, Malcom Lowry nos sumerge a través de aforismos, descripciones fantasmagóricas y diálogos inacabados en la intencionada autodestrucción de un hombre (agónica a la vez que estimulante). En este ritual de inmolación, a Firmin lo acompañan Yvonne, su ex mujer, que ha aparecido de repente en su vida y que  él no sabe que perdió para siempre y Hugh, un músico errante, hermanastro del cónsul que, pese a su compromiso político con el socialismo, se siente desplazado e incomprendido entre los suyos. Testigos de la vorágine que arrasa el espíritu del cónsul, admiten -entre la ironía y el pesimismo- la inexorable caída de quien, en otro momento, marcó sus vidas desde la euforia, la política y la escritura.

  La innovación formal, coetánea a la arquitectura narrativa de Faulkner y Greene, presenta doce capítulos donde la secuencia de anécdotas está constantemente influida por la exuberancia del paisaje volcánico de México, también por su desierto, por su imborrable sensación de desamparo que obliga a que Firmin, en sus trances alucinógenos a causa del tequila y del mezcal, confunda la fisicalidad con lo fenoménico, el realismo con una imaginería propia del mestizaje étnico en Centroamérica, de los mitos orientales y de personajes malditos pertenecientes al cine negro.

  No somos en ningún momento ajenos a esa encrucijada de realidades posibles y espejismos de una solidez expresiva tan hermosa y decadente que, para el lector, es preferible que el cónsul siga bebiendo con tal de conocer mejor los entresijos de la decrepitud y la morbosa psiqué de hombres abandonados, desilusionados y sin afán de superación, a la rutina de los días  y a la aridez de un paisaje fragmentado,  que se mueve entre interiores de taberna y túmulos arenosos e incandescentes: “Pero ahora el mezcal hacía sonar una nota discordante, luego una sucesión de melancólicas notas discordantes, a las que parecían estar bailando todas las lloviznas a la deriva, a través de las tenues sutilezas de las cintas de luz, de los separados jirones de arco iris suspendidos. Era una danza fantasmagórica de almas desconcertadas por estos engañosos matices, las cuales, no obstante, seguían buscando la permanencia en medio de lo que era sólo perpetuamente evanescente o se perdía para siempre” (pág. 322).

  Malcon Lowry moriría a causa del alcoholismo en 1957 en suelo inglés, tras ser expulsado de México donde vivió muchos años; en efecto, su narrativa, gran parte por acabar, es la autobiografía de un escritor cuyo descenso a los infiernos se fue prolongando durante décadas  hasta su propia destrucción personal: “Vio que aquellos personajes con aspectos de espíritus al parecer se volvían más libres, más diferenciados, y sus nobles rostros característicos se volvían más nobles a medida que ascendían a la luz; aquellos seres rubicundos que parecían demonios amontonados se parecían más entre sí, se fundían más, se parecían más a un único demonio a medida que en su caída se acercaban a las tinieblas”. (pág. 400).

 

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