Sobre El cielo de Kaunas, la intensa y apasionante novela de Jesús Zomeño

El escritor Jesús Zomeño y la cubierta de su novela El cielo de Kaunas
El escritor Jesús Zomeño y la cubierta de su novela El cielo de Kaunas

La mayor virtud de El cielo de Kaunas es la honda descripción del mundo interior de unos protagonistas que viven en el lacerante torbellino de su desquiciamiento.

Sobre El cielo de Kaunas, la intensa y apasionante novela de Jesús Zomeño

Después de una larga trayectoria, en la que, en una primera etapa como poeta y en una más reciente como reconocido cuentista, ha publicado numerosos libros, Jesús Zomeño nos presenta ahora El cielo de Kaunas, su primera novela. No se trata de un salto radical, sino que se fundamenta en su contrastada solvencia como narrador. Su contenida longitud, permite al autor mantener, en todo momento, un elevado grado de intensidad. Por otra parte, no se limita a una sola línea argumental, sino que se vale de tres distintas, que conforman otros tantos relatos que se podrían leer de forma independiente, pero que perfectamente convergen de una forma que a mí me parece muy original, compartiendo esenciales rasgos de los protagonistas y un mismo ámbito geográfico y temporal, que confieren a este novela un carácter tan diverso como homogéneo.

La primera historia nos introduce en los pensamientos y en las acciones de un hombre viejo que todavía trabaja de vigilante en el Museo Militar de Kaunas. Viudo, se siente desgraciado en su celosa soledad, en una casa sin calefacción, mientras va experimentando el paulatino declive de su cuerpo y de su mente. Es un nostálgico de los tiempos pasados, de la sociedad soviética, en la que, aunque todo funcionara mal, “existían unos principios y energías comunes”. Eso es lo que echa a faltar en la sociedad actual, a la que considera caótica, confusa, cambiante. Esta contradictoria nostalgia del orden anterior me recuerda a aquel “contra Franco vivíamos mejor”, al que se le añadía un incontestable: “Y éramos más jóvenes”.

Este hombre viejo proyecta su desazón en la sociedad que lo envuelve. Necesitaría erradicar esa dispersión humana que observa, esos rumbos tan disímiles, ese individualismo tan poco abordable. Tiene la terrible ocurrencia de que, si se provocara el dolor general, se desarrollaría, entre sus conciudadanos, el conveniente sentimiento de unión. Ha de producirlo, pues. Como aún se precia de buen francotirador, elige ese camino. Matará al azar para que así se cree la ansiada confraternización contra ese oscuro enemigo.

Así lo hace en varias ocasiones, pero sus crímenes apenas tienen repercusión. Le cuesta elegir a sus víctimas porque no puede odiar a los que pasan por delante de su escrutadora mirada. Sin embargo, cuando acciona el gatillo y comprueba su buena puntería, de lo único que se puede lamentar es de la inoportunidad del objetivo elegido, pero nunca de la muerte de un ser humano. Resulta inútil ese dolor que no parece conmover a nadie. Él no quiere la revolución, pues le teme a los cambios, pero sí lanzar un reproche.

La segunda historia tiene como protagonistas a dos jóvenes delincuentes, Vladik y Yuri, que huyen hacia Kaunas, acompañados de Guitta, una joven de buena familia atraída por los senderos de la perdición. Aquí, no solo no abandonamos la sordidez, lo truculento, sino que nos sumergimos de forma más explícita en esos submundos depravados. Eso sí, si en el anterior relato del francotirador las razones de su asesino comportamiento solo las podíamos intuir en su incipiente decrepitud mental, agravada por su irresoluble desdicha, en estos jóvenes se nos da una explicación más precisa. Vladik proviene de una familia prosoviética, en la que reinaba el alcoholismo, la extrema violencia, las violaciones del padre a su hermana o la indiferencia de una madre, “ese estúpido espejo de amor”; una mujer que los abandonó, llevándose el televisor en color. Yuri sirvió como militar en la guerra de Chechenia. Allí presenció muchas atrocidades e intentó suicidarse. Su amigo Liov torturaba con gesto triste a los prisioneros, “como si el dolor fuera un instrumento que tuviera que afinar”.  Ahora Yuri dice depender del lado irracional de su cerebro. Su parte racional está muerta, murió en Chechenia. De momento, piensa que la locura lo mantiene vivo.

En su huida de una mafia argelina, a la que le han robado un kilo de cocaína, cometen todo tipo de necesarias fechorías para su supervivencia. Su actitud es absolutamente indigna, lastrada por el miedo, la inmoralidad y la falta de horizontes, pero la de aquellos con los que tropiezan no es mucho mejor. Aquí, nuevamente, el narrador vuelve a jugar con las relaciones y las contraposiciones en un lenguaje que mezcla lo cotidiano (la vomitiva visión de una comida que les sugiere, en sus formas, lo sangriento) con su periplo brutal, su huida hacia adelante, esta vez hasta Kaunas, ciudad descrita por Guitta como triste, vieja y de edificios pequeños.

La tercera historia es la menos abrupta, aunque también la más melancólica. La violencia está presente, pero ahora en un segundo plano, contemplada desde la lejanía del espacio, del tiempo o de la ausencia de implicación. Un policía español viaja hasta Kaunas para seguir las huellas de la mujer lituana que fue su vecina, de la que estaba enamorado, y que murió asesinada por su marido, al que él posteriormente mató. En el preámbulo de la novela, nos lo explica: “Yo la amé después de que la mataran, es cierto, la he estado amando desde entonces, quizá porque solo después de su muerte perdí el miedo a que me hiciera daño, que era de lo que yo me protegía”.

Parece un hombre acabado: “Lo único digno, a mi edad, es la indiferencia”. Ya solo aspira a completar el pasado. Es alguien fundamentalmente triste, que vive por inercia: “No tengo mucho que hacer en Kaunas. Todo es más bien un viaje interior. No necesito guías turísticas, a veces parece que estoy aburrido y es solo que estoy confuso”.

Este hombre hace tiempo que dejó de creer en la plenitud, y ahora solo espera del presente que le ofrezca una explicación, la versión completa de lo ya sucedido: “Estoy desconcertado ante la evidencia de las cosas, me siento frágil”. Pero apenas dispone de elementos reveladores: “Necesito volver a la realidad, demasiada divagación”. Que ya no espera nada es una certeza que cada suceso lo confirma: “Este accidente es lo único que me queda, un aviso para dar las gracias por la rutina que me espera el resto de mi vida”.

El cielo de Kaunas nos enfrenta a tres historias en las que sus protagonistas malviven sumergidos en una profunda infelicidad hecha del dolor que ha marcado indeleblemente sus vidas, que los ha instalado en la incomunicación y en la locura. Cada una de estos relatos presenta conexiones con los restantes a través de la simultaneidad que vamos descubriendo. De pronto, un hecho, un secundario personaje, que aparece en una de ellas, los reconocemos como elementos importantes de una historia anterior. Esos cruces son a veces anecdóticos, inconscientes, distantes, pero otras veces decisivos, incluso trágicos. El autor tiene la suma habilidad de mostrarnos esas coincidencias solo desde apuntes incompletos que requieren de la participación del lector. Estos encuentros nos permiten ver a estos personajes, que ya conocíamos desde la detallada interioridad que antes se nos había descrito, esta vez desde la somera visión exterior de alguien que no puede penetrarlos. Comprobamos así los errores de percepción en los que incurrimos, las hipótesis erróneas que elaboramos acerca de los otros.

La mayor virtud de El cielo de Kaunas es la honda descripción del mundo interior de unos protagonistas que viven en el lacerante torbellino de su desquiciamiento, poseídos por una oscura visión que han heredado de los golpes recibidos, de esas heridas que han fundado en ellos una irrebatible desesperanza. Recorremos sus pensamientos mediante una prosa que avanza a través de frases cortas que describen los entreverados distintos planos de su íntimo discurso, que se suceden o se contraponen alcanzando efectos sorprendentes y mantienen atento y expectante al lector. Nos hallamos ante una novela muy dura pero a la vez apasionante. Dura, porque nos obliga a acompañar a los protagonistas por los tenebrosos recorridos a los que están condenados, pero también apasionante porque nos invita a conocer de cerca a esos congéneres que están irreparablemente constituidos por unas circunstancias demoledoras. A través de su mundo, de la magnífica prosa que minuciosamente nos muestra sus siempre significativos pensamientos y actos, accedemos a otras amplitudes del concepto de lo humano. @mundiario

Comentarios