Atrás quedó el nido con la pelusilla de su niñez

Kamilo, el niño amado.
Kamilo, el niño amado.

La felicidad era generalizada, había sonrisas, gritería, música, baile, abrazos y algarabía tal cual lo exige un inicio de ciclo escolar. Atrás quedó el ala protectora de su madre y las presas que siempre llevó papá.

Atrás quedó el nido con la pelusilla de su niñez

Había también lugares poco más silenciosos, esas secciones de ciertos grados donde muchos polluelos extendían por vez primera sus alitas y se tiraban de las alturas de sus nidos abandonando el regocijo de la protección de mamá; allí estábamos un puñado de mujeres aterradas y con cierto grado de alucinaciones internas que descomponían los gestos que le regalábamos a los demás, tres de hecho, se aferraban tan fuerte a los bracitos de sus retoños que parecía se marchaban a un viaje con fecha de retorno desconocida. “Es que con los chiquitos siempre cuesta” repetía la maestra a cada rostro desconsolado que se topaba y concluía con una sonrisa y una que otra palmadita cuando el caso lo ameritaba.

Mi polluelo a esas alturas ya se había lanzado de la copa de nuestro árbol, llevaba días entrenando volar y planeando los movimientos que haría al sentir el aire bajo sus alas y entre sus plumas, nos preparamos todos pero quizá hasta ese día noté que mi pequeño búho tenía un plumaje hermoso y no esa pelusilla que trajo cuando rompió su cascarón. Él me daba sonrisas enormes yo, por primera vez le mentía ofreciéndole risas tan grandes como falsas, solo digamos que lo que quería era llorar y aprisionarlo contra mi pecho, volver el tiempo para escuchar sus primeros trinos ululantes; le recordé cuánto lo amaba, le rogué no lo olvidara y solté esa manita convertida en ala. 

Me alejé porque no quería llorar en ese momento, con movimientos rítmicos me dijo “adiós”. Ya estando muy lejos escuché a otros niños llorar, vi a unas maestras correr y unas mamás limpiarse lágrimas gordas sobre los pómulos, un papá se sentó en el suelo lo más cerquita posible de la clase pero donde su pequeño ya no le viera; digamos que consolaba no ser la única con los sentimientos a flor de piel. Pasaron cortos minutos y el asunto aquel de los gritos y el llanto se sanó mandando sacar a las mamás y alejándolas de las clases; hasta donde estaba pude escuchar el sonido del cordón amoroso que nos une siendo cortado por unas horas; los directores sonreían con ternura, unos se abrazaban a otros. 

Hubo silencio en las clases, luego sonrisas, señales inequívocas de una primera separación exitosa, solo puedo compararlo con el silencio que quedará en el nido de las aves cuando los pequeños siempre hambrientos y siempre gritones salen por primera vez.

No sé qué fue de mí después, un libro, manos frías, caminar…  Me topé con un espejo que me mostró una mujer con el maquillaje corrido (a prueba de agua pero no de lágrimas) y con su hijo dibujado muy clarito en las pupilas. Hibernó mi alma y solo volví a la vida cuando sonó una campana y regresé a ver esa cabecita colocha y despeinada que la vida me regaló; cien abrazos, quinientos besos, mil caricias, un suspiro y mucha plática. 


Atrás quedo el nido con la pelusilla de su niñez, atrás el ala protectora de su madre y las presas que siempre llevó papá, volvería, sí, pero ya nunca sería el mismo, iría y vendría ahora con sus propias alas.


Para ti mi pequeño amado, 


Mamá.

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