¿Para qué sirven las flores contra las balas, papá?

Flores y mensajes de recuerdo en París por las víctimas de los atentados.
Flores y mensajes de recuerdo en París por las víctimas de los atentados. / Facebook

El dilema de occidente es si podemos, si queremos, si debemos seguir siendo corderos entre lobos. La vida es el derecho fundamental de todos los derechos de la mujer y el hombre.

¿Para qué sirven las flores contra las balas, papá?

Podría haber escrito los versos más tristes estas últimas noches. Volar con la imaginación hasta esas calles de París donde habitará el olvido dentro de unos meses, y depositar un ramo de flores recién cortadas del alma, de las almas, con el aroma inducido, uniforme, globalizado del miedo insondable a la soledad de los vivos. Un niño parisino que parecía el padre de su padre, ha preguntado ante Dios la historia y las cámaras de televisión: ¿para qué sirven las flores contra las balas de los malos…? Y un padre, que parecía talmente el hijo de su hijo, ha contestado una de esas gilipolleces políticamente correctas y sintomáticas del paradigma de la decadencia de occidente: “las flores nos protegen, hijo mío” Flores de Horoshima, flores en la calle donde se desplomó Olof Palme, margaritas hippy en aquel Washington que ya había exportado el Apocalypse now al extremo oriente, ramos esparcidos en andenes de cercanías de una ciudad que descubrió que, a veces, desde Madrid no se iba al cielo, sino al infierno.

El precio de la paz (je suis París) y el precio de la guerra

Se nos ha llenado la historia de Zonas Cero, de certidumbre de que torres más altas han caído, caen y seguirán cayendo, pero seguimos aferrándonos al complejo de superioridad de un estilo de vida, a la auctoritas moral y científica y la potestas bélica y económica como ingredientes de un infalible antídoto contra el estigma de Babel que sigue asolando al planeta Tierra. Ni en Harvard, ni en Cambridge, ni en la Sorbona, ni en la Complutense de Madrid, donde han sintetizado el primer partido político probeta, las sucesivas cosechas de mentes prodigiosas consiguen eliminar el instinto básico ancestral de los pobres seres mortales vivos: ¡matar o morir! Más tarde o más temprano, el conjunto de humanidades que conforman eso que llamamos la humanidad, se enfrenta a ese sostenible dilema bioeconómico en el que compiten el precio de la paz y el precio de la guerra.    

Podría haber escrito los versos más tristes estas últimas noches, ya digo. Sentirme uno más en esa pretenciosa, ampulosa, populosa y populista tribu de corderos que pastan mansamente bajo lunas llenas y vacías de eso que llamamos civilización, y haber repasado mis oxidadas lecciones de la lengua de Moliere uniéndome al coro de niños, ¡que somos como niños, hombre!, teledirigido por los telepredicadores de los telediarios que nos van metiendo en los salones de casa, de teleokupas, a esos teleñecos, las telemerkel, los telehollandes, los telerajoys, los telesánchez, los teleriveras, en todos los idiomas, de todas las ideologías, desde todos los rincones de la geografía, miradles, marcando el compás con sus batutas de cartón piedra. ¡A ver, chicos, repetid conmigo todos a una: je suis París!

Un Mesías de Vallecas que camina sobre las aguas

Podría haber escrito los versos más tristes estas últimas noches delante de ese teleñeco que se parecía un horror a Pablo Iglesias. Este chico de Vallecas es que viene siendo una réplica de aquel otro chico de Nazaret, no sé si te acuerdas, que por lo visto caminó sobre el lago Tiberiades. Ya se sabe que uno de los requisitos indispensables para los aspirantes a Mesías es dejar atónito al personal con prodigios de esas características, oye. Y, francamente, chico, caminar sobre las aguas sin mojarse hace ya 21 siglos que proporcionó discípulos inasequibles al desaliento y adeptos que crecieron y se multiplicaron hasta límites a los que ni siquiera puede aspirar Amancio Ortega, cuyo reino también va camino de no ser de este mundo. Pablo, ya ves, en su místico y calculado buenismo democrático, está caminando sobre las aguas revueltas de la secesión en Cataluña y sobre la sangre, aún caliente, de una ciudad que te inspira la conmovedora reflexión de aquella copla que tanto amó Lola Flores: “qué tiene la Zarzamora que a todas horas llora que llora por los rincones”

El elocuente silencio de los muertos

Con todos los respetos para los partidarios de poner la otra mejilla y todas las reservas con los propensos al ojo por ojo y diente por diente, a mis escasas luces ni los Estados ni los estadistas están legitimados para decidir sobre el derecho angular y más íntimo de todo el conjunto de derechos del hombre y la mujer: el derecho a la vida. Ni en los Consejos de Ministros, ni en los programas de gobierno de aspirantes a redactores de los BOEs, se puede diseñar la estrategia vinculante de una sociedad cuyo personal e intransferible instinto de supervivencia camina estos días por una delgada línea roja: aceptar el rol de corderos expuestos al sacrificio indiscriminado para mayor miseria de Alá y mayor gloria de la Pax occidental, o enseñar los colmillos y exportar a la civilización de los lobos solitarios, de los pastores que los azuzan contra los infieles, de los jeques fariseos que los mantienen y los arman, aquel principio de Hobbes que la diplomacia, la plutocracia, la mansedumbre materialista y el tiempo han ido borrando: que el hombre, cualquier hombre, de cualquier lugar, con cualquier creencia o sin ninguna, puede acabar convirtiéndose en lobo para el hombre. No es pacifismo todo lo que reluce, oye. A veces sólo es mero camuflaje de la punta del enorme iceberg del miedo.

Podría haber escrito los versos más tristes estas últimas noches, mientras aguardo las conmovedoras y sintomáticas escenas de la impotencia espontánea, conformista y global de las salvas de aplausos al paso de las comitivas de los ataúdes donde viajan semejantes sin billete de vuelta: los muertos en acto voluntario o involuntario de servicio al Occidente, no se merecen que les arrebatemos el último derecho del solemne silencio que nos permitiría escuchar su elocuente silencio.

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