El placer de escribir y el suplicio de leer lo que se escribe

Escribir a mano. / Pexels.
Escribir a mano. / Pexels.
Alfonso Reyes decía que los escritores publicamos para no pasarnos la vida entera corrigiendo borradores y además para liberarnos de una realidad transformada en literatura.
El placer de escribir y el suplicio de leer lo que se escribe

Igual que leer, escribir representa para casi todos los escritores un placer supremo, un goce sin comparación. Porque aunque la escritura —como la acción de respirar libremente— es una necesidad, es también una diversión, un solaz, un deleite. Incluso para quienes se les hace cuesta arriba, no es en absoluto un oficio que se haga de forma obligada: se escribe porque se quiere. Al igual que pintar un lienzo o tocar un instrumento de música, escribir estimula nuestra parte racional, lógica, pero también nuestro instinto lúdico y a veces irracional. El escritor piensa y juega; se esfuerza y se divierte. Escribir es desgaste y recreo al mismo tiempo.

Ha terminado el periodo de la escritura, de la creación, del dar rienda suelta a las ideas y fantasías (la mente y el espíritu se sienten más liberados, menos aprisionados). Llegó el de la revisión. Y más tarde, el de la publicación. Las galeradas salieron con unos cuantos errores, nada que no podamos enmendar antes de que debamos entregar la versión final y la tinta se tiña para siempre en el papel sin la posibilidad de ser cambiada. Las leemos, las releemos, las corregimos. Las fiamos a un lector de buena fe para que las vea y nos dé consejos o detecte faltas. O a veces no las damos a nadie: quedan solamente para nuestra intimidad. Si es así, las dejamos reposar por un tiempo (puede ser una semana, puede ser un lustro, o una década), para luego regresar a su revisión y echar una última ojeada a aquellos adjetivos, aquellas comas, esos puntos seguidos, esos datos y esos argumentos… Se busca un producto con coherencia conceptual y prolijidad en la forma.

Al cabo de un tiempo, recibimos la dote de libros que nos corresponde; seremos los primeros en ver la obra ya lista antes de ponerla a la venta en los estantes de las librerías. Abrimos el paquete todo emocionados, lo rasgamos. Tomamos un ejemplar cualquiera, vemos la tapa, lo abrimos y… ¡pum!: una errata, algún error, algún yerro escritural saltan a la vista como un zarpazo de tigre, como para murmurarnos maliciosamente que las veinte o treinta revisiones no fueron las suficientes (o que ni siquiera mil lo hubiesen sido). El alma se carcome a sí misma, se hace pedazos, por esa injusticia del destino, pues aquel sinsabor inefable no puede ser hijo de la ineptitud o de la negligencia ni, mucho menos, de la pereza. Solo del pérfido destino. De lo ya dispuesto por los dioses del error.

Quienes alguna vez han escrito algo para darlo a la luz pública saben a lo que me refiero: una horrible sensación que experimentamos cuando nuestro texto (que puede ser una novela, un artículo, un poema, un ensayo), con las letras inmodificablemente impresas en la celulosa, ya ha salido, definitivo, rotundo, de las prensas con errores. Entonces sobreviene una sensación de vulnerabilidad, de vergüenza, de rabia. Esas impresiones, esos papeles, son como hijos descarriados: se los quiere, pero se los ve ya con escepticismo, sin esperanza.

Entonces ya nada se puede hacer: el escritor, impotente, resignado hasta lo indecible, sin saber qué hacer con ese montón de papel impreso con errores, aunque también con ira, acaso con rencor, se queda viendo cómo en la obra de su creación dice “revolver” en vez de “revólver”, hay datos que no corresponden a la realidad o están equivocados, existen malhadados errores gramaticales de concordancia de género o de número (o de ambos), dice “hubieron” cuando debía decir “hubo”, o dice “numero” y “genero” cuando debía decir “género” y “número”… Parece como si esas faltas no fueran propias, como si alguna pluma infame las hubiese introducido ahí, como si hubiesen aparecido luego, ¡pues en la trigésima revisión no había ya una sola…!

¿Qué sucedió? Ocurre que un texto es para el escritor como un hijo salido de su entraña. Usualmente los padres no ven en sus vástagos otra cosa que ternura, hermosura y cualidades positivas. Hay equivocaciones, sí, pero pueden corregirse con un llamado de atención. Nada es imperfecto en ese cuerpo concebido por y en la hoguera del amor. Volviendo a la escritura, tenemos que, por razones psicológicas, un escritor es el menos indicado para hacer la revisión de sus trabajos porque no percibe las faltas, no nota los errores. En su artículo “Un gazapo de Joseph Conrad”, Pérez-Reverte dice sobre esto: “Si ustedes escriben novelas, o lo que sea, les habrá pasado alguna vez. A mí me pasa. Revisas cien veces un texto, corriges, lo entregas, y cuando te lo echas impreso a la cara, en la primera página que abres salta el gazapo. No digo erratas, que también (los editores certifican que este texto no contiene ninguna errita), sino metidas de gamba: planchazos que a veces te hacen decir tierra trágame o mátame camión, como se dice ahora. Lo sé desde mi primera novela, cuando planté eucaliptos en España casi un siglo antes de que los hubiera, y desde entonces colecciono, como cualquiera que le dé a la tecla. Además, siempre hay lectores que saben más, y nunca falta el cabroncete que te da con el codo y dice: en ésta lo he pillado, amigo. Y tú te lo zampas, estoico, y das las gracias aunque te cisques por dentro en sus muertos. Y lo corriges en la segunda edición”. Pero a veces la segunda edición es solo una quimera, un deseo casi irrealizable, o por lo menos no se la distingue en el horizonte próximo… Normalmente la primera edición, esa primogenitura malhadada, es la que contiene todos los errores.

Es por esto que leernos a nosotros mismos constituye un suplicio. Conozco a poquísimos escritores a quienes les guste leerse ellos mismos, o que al menos lo toleren, una vez ya publicados.

Sin embargo, no es solo el miedo a encontrarnos un error lo que nos acobarda, sino además otras razones, podría decirse más abstractas o ya del mundo de la subjetividad. Ocurre que para muchos —me cuento entre estos— escribir es una forma de liberar lo más íntimo, ya sea mediante un ensayo o una opinión directa, o a través de una ficción o una alegoría. Esos textos son la fiel proyección de una época o un ciclo específico, de un estado del alma o de una experiencia íntima (y es que las mentiras de la literatura son las verdades más profundas de la condición humana).

Alfonso Reyes decía que los escritores publicamos para no pasarnos la vida entera corrigiendo borradores y además para liberarnos de una realidad transformada en literatura. Borges pensaba algo parecido. El libro, la obra literaria, es una creatura que nace por necesidad de desembarazo, por necesidad de dejar expedito el camino del espíritu. Normalmente es una verdad íntima dada en forma de ficciones o metáforas. Y es por ello que al escritor se le hace tan difícil leerse él mismo, como si sus párrafos, sus oraciones, fuesen los de un extraño al que uno lee con curiosidad, frialdad y sentido crítico. Es por todo esto que la escritura es una experiencia apasionadoramente doble: placer y suplicio. Una sensación permanente de liberación y dolor.

(Espero que en este artículo no haya tantos errores). @mundiario

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