La peor parte, de Fernando Savater: la expresión de un dolor que se ama

Fernando Savater y Sara Torres "Pelo Cohete"
Fernando Savater y Sara Torres.

Savater no quiere desembarazarse de ese dolor que lo habita: “Nada sería para mí más triste que dejar de estar triste”.

La peor parte, de Fernando Savater: la expresión de un dolor que se ama

Contrariamente a mi más paciente costumbre, esta vez corrí a comprar el último libro de Fernando Savater (último, por ser el más reciente y por la decisión o la certeza del autor de que no va a escribir ninguno más). Su título, La peor parte, designa el periodo de más de cuatro años de desolación que, como consecuencia del fallecimiento de su esposa, viene ocupando su vida. Esperaba mucho de él, porque el autor donostiarra siempre me ha parecido el filósofo español con mayores dotes literarias. Hace ya muchos años  me deslumbró con su Invitación a la ética, un libro a la vez lúcido y vital, inteligente y apasionado. Porque, esa característica, la de su inveterado entusiasmo, a prueba de padecimientos, es la que más me atrae de este hombre que, sin embargo, adora a alguien como Cioran, uno de los más lúcidos apologistas del pesimismo. “A mí los pesimistas siempre me han resultado tonificantes”, nos dice. Y, en otro momento, se pregunta: “¿Seguiré siendo optimista, un optimista destrozado?

La cuestión era saber cómo iba a afectar, a la escritura del autor, la pérdida de Sara Torres, su queridísima esposa. Fuera de ella, ya lo sabíamos a través de algunas entrevistas, en las que exponía su derrumbe anímico total, su recurrencia al llanto, aún pasados cuatros años, un tiempo mayor que el que se considera normal de duelo, esa prescripción general que, como todos los tópicos gestos de consuelo, tanto le fastidian. Pero, ahora, tendría que hablar pausada, detenida, literariamente de ella, y también de sí mismo con respecto a esa mujer, a la que llamaba Pelo Cohete, que lo acompañó durante treinta y cinco años de su vida. De esa posición autobiográfica ya teníamos unos avances más luminosos, en aquellos libros como el interesantísimo Mira por dónde. Ahora pues, con este libro, a lo que accedemos es a una brutal actualización de su existencia, una valiente actitud de verdad que se agudiza, auspiciada por el demoledor acontecimiento.

El prólogo del libro ya contiene una clara declaración de intenciones. Porque, ¿para qué se escribe un libro así? ¿Para cicatrizar el dolor, a modo de terapia? ¿Para intensificar y concretar el recuerdo del ser amado? ¿Para juzgarse a uno mismo? ¿Para comprender tantos momentos significativos antes mal mirados con la urgencia del presente? Una de las cosas que pretende Savater es esta: “Quizá logre que el lector se enamore un poquito de ella, por contagio”. Quien escribe –y máxime si puede ser tan leído como él— se siente poco menos que obligado por un secreto mandato. Tiene que dirigir ese talento para erigir las bondades de ese personaje que ama, y que para él no lo es tal, sino un ser esencial, conocido en sus íntimas muestras, en sus privadas interacciones. Y tiene que intentar hablar, no solo de la pérdida, sino de “todo lo que me dio y no solo de lo que me quitó su ausencia”. Porque ahora se da más cuenta, si cabe, de todo aquello que le fue propiciado por esa mujer. Por eso recurre a unas palabras de aquel poeta que a ella tanto le gustara, Jacques Prévert: “Reconocí la alegría por el ruido que hizo al marcharse”.

El repaso que hace el escritor de esos años de convivencia, siempre está presidido por la admiración, por la gratitud, pero nunca cae en la ñoñez. Tiene muy claro que una relación sentimental de pareja, por muy adorada y necesaria que sea, no es ningún paseo por las lisuras de la imaginación, sino por las contradicciones y complejidades que continuamente desnivelan los estadios de la realidad: “El amor siempre es zozobra y contradicción, una forma de sufrir que nos autentifica más que cualquier placer”. De hecho, a lo largo de este libro, alude a la recurrencia de enfados monumentales, casi siempre de ella, pero tal vez nunca sin razón. Fernando Savater aprovecha este texto, para confesarse —a veces, de forma potencialmente escandalosa– de muchos comportamientos o tendencias, a menudo no asumibles por una hipócrita o temerosa sociedad. Porque este libro es también un humilde reconocimiento de su precaria humanidad ante la devoción, sin mácula, persistente o importantemente significativa, a su adorada compañera.

Es el primer capítulo, Caer en desgracia, en muchos momentos, un profundísimo ensayo sobre el amor, al que injerta un apenas desvirtuador sentimiento: “¿Qué otra cosa es el amor que lo que nos hace irreemplazables?” O cuando, para hablar de los “tiernos y deliciosos defectos” de su amada, de aquello que “en la era de la felicidad, creía irritante”, llega a la conclusión de que no queremos ser amados por nuestras virtudes —que podrían ser superadas por otros— sino “a pesar de nuestros defectos y flaquezas”.

En el segundo capítulo, Mi vida con ella, narra tantos momentos compartidos, las aficiones confluyentes —esas películas vistas juntos—, y tantos viajes en los que ella le enseña a apreciar la belleza cultural o la de la naturaleza. Son las anécdotas de quienes se han ensamblado en la concurrencia de tantos trayectos, en las complicidades, pero también en las inevitables divergencias. Savater, repasando esos años, aprovecha para describir una característica suya muy particular, que tristemente hoy ya no le pertenece: “La gente como yo (supongo que habrá más) no busca la diversión por encima de todas las cosas… Es decir, que padezco incomodidad, dolor, miedo o frustración, como hijo de cualquier hijo de vecino, pero además me divierto”.

En el Epílogo, Nueve meses, nos encontramos con la narración de eso que es el comienzo de lo que parece ser el último segmento de vida, ya infinito, que se inicia sorpresivamente, en un día de felicidad, de estimulante proyecto inicialmente ejecutándose, de un viaje a Galicia, para preparar un capítulo de una serie de documentales sobre personajes queridos, en este caso, Valle-Inclán. De repente, la ya rutinaria confianza en la persistencia de una normalidad fecunda, resulta derrumbada por unos síntomas que expresa Sara y que finalmente no son una falsa alarma sino el primer anuncio de un declive en su salud, que va a resultar muy veloz e irreversible. A partir de ahí, se vive de otra manera muy distinta, no solo por las abrumadoras ocupaciones médicas sino, sobre todo, por esa sensación de que aquello que se tiene, lo que cada día se espera, se está escapando. Es como si sobreviniese una realidad tan segura como postergada, tan desconocida en su definitiva forma, en su tiempo, como imaginable en la previsible amputación de una circunstancia vital amistosa. “Un día estuvo especialmente dura conmigo y me retrató con precisión inexorable. A mí solo me gustaba jugar, había jugado a la filosofía, a la literatura, a la política, incluso al amor, y había buscado en ella a la mejor compañera de juegos”. Se acabaron los juegos, pues; ahora tocar reconocer aquello de “que la vida iba en serio”, que decía el poeta. Porque antes: “Entonces yo escribía sobre la tristeza futura puramente de oídas”. Ahora, llegado el momento, hay que estar a la altura de las exigentes circunstancias. Él cree que falló: “Al final estaba ya harta de mí, harta de que buscase mi consuelo más que de dar efectivamente el mío”. “Maldito  sea por ello para siempre, lo que pretendía fue salvarme de ella”. “Sé que muchas veces me irrité con ella, que la maldije interiormente, que nunca pude perdonarle lo que me estaba haciendo, como si fuera a posta”.

Savater no quiere desembarazarse de ese dolor que lo habita: “Nada sería para mí más triste que dejar de estar triste”. Es su forma de lealtad, de homenaje, o de penitencia. Al menos, con este libro ha conseguido uno de sus objetivos, que acabemos amando un poco a esa mujer llena de volcánica humanidad, de deferencia íntegra: “La vi mucho más frágil, inclinada a hacer balance de lo que había sido su vida, nuestra vida, y llena de compasión —en esto como siempre— por quienes veía padecer males semejantes”. Más allá de sus teóricos defectos, de sus reacciones: “Siempre he creído que una mujer de carácter invariablemente ecuánime no pertenece al género femenino sino al vacuno”. “Pelo Cohete era así, sabiamente ingenua”. Una mujer definitivamente percibida como un ser especial, como un privilegio: “Pelo Cohete fue la persona más genuinamente inteligente que he conocido”. De ella, también asegura: “Nunca olía mal, en ninguna circunstancia”.

Nos dice el filósofo que, para él, la vida es una experiencia poética: “Unas veces épica y otras lírica, incluso dramática, pero siempre poética”. Sin afán de contradecirlo, esperemos la revocación de esa pretendida finiquitada obra suya y que, en el futuro, nos ofrezca muchas páginas de emocionante, de precaria o sólida —pero siempre veraz— sabiduría. @mundiario

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