Interiores: el primer gran drama bergmaniano de Woody Allen

Fotograma de Interiores (1978), de Woody Allen
Fotograma de Interiores (1978), de Woody Allen. / Productora.

Con Interiores, Allen sorprendió a todos con un brusco abandono de la comedia. Habíamos identificado su obra con ese género

Interiores: el primer gran drama bergmaniano de Woody Allen

En Interiores (1978), Woody Allen ensayó, por primera vez, la emulación de su gran admirado Ingmar Bergman. Luego insistiría en esa senda, especialmente con September (1987) y Otra mujer (1988). Algunos le criticaron esa deriva imitadora que, en Stardust memories (1980), tuvo claras reminiscencias fellinianas. A mí no me parecieron mal esas fórmulas, pues sobre unas bases admiradas, el director neoyorquino añadió su personal impronta, dando lugar a muy apreciables películas.

Con Interiores, Allen sorprendió a todos con un brusco abandono de la comedia. Habíamos identificado su obra con ese género, en el que había evolucionado desde una comicidad paródica, poco trascendente, hasta otra más seriamente crítica, que incorporaba un mayor peso sentimental. Además, ahora, por primera vez, el propio autor no aparecía en pantalla, y ni siquiera otro actor interpretaba los principales rasgos de su papel, como ha sucedido posteriormente en otras películas. Los temas que eligió eran comunes a algunos de los de Bergman —la mala relación entre hijos y padres, los celos, el egoísmo, la enfermedad mental, la muerte—, pero también añadió otros elementos personales: la crítica del vacuo intelectualismo, de los corsés mentales en los que se mueven unos personajes que van de progresistas pero que solo aspiran a vivir en una mezcla de dorado prestigio y de economía solvente, adornados por un barniz artístico. 

Para escenificar los conflictos en los que viven los personajes, Allen elige un entorno familiar que daba mucho juego. Por un lado, unos padres sesentones. La madre, Eve, interpretada magníficamente por Geraldine Page, es, desde hace años, una mujer hundida en la depresión y en los trastornos compulsivos, en una obsesión por la decoración que la daña a ella y molesta a quienes están a su lado. Arthur, su marido, es un conocido y rico abogado.  

De sus tres hijas (la predilección de Allen por elegir el género femenino para sus personajes más sutiles también conecta con el maestro sueco), Flyn es la que vive más alejada, trabajando como actriz de segunda fila en Hollywood. Representa el arquetipo de joven bella, de rostro amuñecado, apenas inteligente, y triunfadora a medias, que recurre a las drogas, pero que tiene la virtud de ser esencialmente bondadosa. Por otro lado, está Renata, poeta de libros exitosos, pero de vocación vacilante. Y, por último, Joey, que siente la necesidad de expresarse a través del arte, pero teme que no tenga ningún talento y vive en la angustia de una permanente indefinición.

En estas dos últimas, junto a su problemática estrictamente personal, convive un conflicto familiar. Los celos entre ellas siguen presentes. Las preferencias de los padres hacia una u otra parecen irreductibles. Y en todo ello habita una contradicción, un error, un equívoco. Además, ninguna de las dos se salva tampoco de una relación conflictiva con su pareja. La de Joey es un joven volcado en ella, pese a la invasora locura de su suegra y la insoportable neurosis de su esposa. La de Renata, es un escritor frustrado, un hombre amargado por sus fracasos, celoso de una esposa, a la que no acepta que intente consolarlo elogiando sus despreciadas novelas.

Arthur, en el transcurso de una comida, tratando de restarle gravedad a su decisión, anuncia que se va a separar temporalmente de la familia. Para Eve, en su estado depresivo, resulta demoledor. Él lo sabe, pero su necesidad de libertad es tan grande, que procura obviarlo. Las hijas tampoco pueden aprobar ese paso. Y menos Joey, que siempre es la más perjudicada, porque su hermana necesita su tiempo y lugar para la creación, porque Flyn está siempre en Hollywood, y es ella la que debe ocuparse de su madre. Arthur justifica así esa decisión, que no considera egoísta sino legítima: “Creo haber sido un excelente marido y un padre responsable. He cumplido mi deber. Ahora, quiero ser yo mismo una temporada”. 

Eve, animada en su ilusión por Renata, no puede dejar de esperar su regreso, pero finalmente ve que este no va a ser posible. La única salida para ella es el suicidio, que intenta sin conseguirlo. La construcción del personaje de Eve es perfecta, con ese rostro embadurnado de tristeza, esa mirada repasando la injuria que siente que está viviendo, y su porte de gran dama como vestigio de una antigua elegante vitalidad. Y sus gestos de miedosa comprensión, de imposible vuelta a la que fue, a la que debía seguir siendo.

Por su parte, Diane Keaton compone su personaje de Renata dotándolo de una clara oscilación entre siempre un relativo éxito literario y su brutal crisis existencial. Allen nos ayuda a comprender sus desvelos a través de diversos monólogos, pero también de breves escenas en las que prima el silencio. En una de ellas, la vemos escribir y borrar sucesivamente una palabra comprendida en un verso. Y la posterior rendición. El desánimo. Mira por la ventana y ve las desnudas ramas de un árbol. Luego le dirá a su marido que ha tenido una terrible visión, como si el mundo estuviera allí afuera y no pudiera alcanzarlo.

Pero los acontecimientos se precipitan. Después de un viaje por Grecia, Arthur se presenta ante sus hijas con una mujer que conoce desde hace un mes y que ya quiere hacerla su esposa. Y no solo es esa sorpresa en sí la que les parece chocante —y dramática, pensando en el impacto en su madre— sino que la propia personalidad de esa mujer les resulta exótica. Y es que, frente a ellas, las hijas intelectuales, ceñidas a unos modales estrictos, esa mujer, Pearl, representa a la mujer práctica, clara, honesta, alegradora, sencilla. En una conversación que tienen sobre una obra que todos han visto, la novia de su padre opone su sencilla y honesta visión de los hechos, de las actitudes de los personajes, a las metafísicas elucubraciones de esos contertulios que buscan una indagación puramente especulativa.

Pese a las variadas reticencias, la boda acaba celebrándose en la casa familiar de la playa. Allen nos enseña el mar encrespado, como un reflejo fidedigno de las pugnas que tienen lugar en esa familia, como una premonición funesta. Acuden las tres hermanas, sus dos maridos. De ellas, la más reticente, pese a que procura la aceptación, es Joey; en realidad, la que más quiere a su madre pese a que es la menos querida por ella. El alcohol hace que, en algunos se manifieste lo que llevan dentro. Pearl, su generosa alegría; Joey, el odio a esa mujer; Friederick, el marido de Renata, un deseo sexual hacia Flyn que terminará en un conato de violación.

Tras la fiesta, llega el silencio, y con él los despertares, el sueño o el insomnio de los habitantes de esa casa. El brillante montaje expresa esa simultaneidad de subjetividades, ese contraste de desasosiegos extremos o de amenazada paz. Joey está en el salón, a oscuras. Y de repente la vemos hablar con su madre, a la que no ve, pero de la que sí percibe su presencia, su escucha. En principio, parece una alucinación, uno de esos recursos a los que tanto Allen como Bergman nos tienen acostumbrados, pero esa presencia de su madre acaba resultando muy real. Eve, silenciosa, ya no tiene nada que hablar ni que vivir.

Joey habla con esa madre que no ve, pero cuya presencia siente: “Me parece como si las dos estuviéramos viviendo un sueño”. Su madre escucha en silencio, en la penumbra, en la desesperación. “A pesar de que tú respondes a mi amor con tu desdén, yo me siento culpable”. Y no puede dejar de aprovechar esa ocasión para lanzarle todas sus recriminaciones, todo su juicio: “No había en tu mundo lugar para los sentimientos humanos. No sentías afecto por nosotras, excepto por Renata, a quien jamás le has importado nada. Pero tú la idolatras. Idolatras el talento, y los que no tenemos capacidad para crear, ¿qué podemos hacer?”  Es infeliz y se lo dice: “¡Te tengo tanto rencor!” Y sigue, sin pensar que cada palabra, en el estado en que está su madre, la está acabando de convencer de su imposible estancia en el mundo: “No eres solo una mujer enferma, eso sería muy sencillo…. En el interior de una mente enferma hay un espíritu enfermo, pero te quiero y solo nos cabe que perdonarnos mutuamente”.  Sobre estas palabras vuelve a escucharse el rugido del mar, esa llamada terrible. Aparece Pearl, preocupada, que ha escuchado la voz de esa joven que la odia por el lugar que supuestamente ha usurpado.  Pero Eve ya ha emprendido el camino hacia las olas. Joey corre tras ella, pero no la alcanza. Su marido consigue rescatarla del agua, pero es finalmente Pearl quien la revive.

La última escena es la del funeral. Allen ofrece a los actores la oportunidad de expresar desde el silencio la trágica posición emocional de sus personajes. Sucesivamente van pasando por el ataúd, dejando una flor sobre él, deteniéndose unos pocos segundos, dedicándole una última mirada. Luego, Joey le ofrecerá a Renata una reconciliación que se inicia con lágrimas y un cariñoso contacto.

La última imagen es la más icónica de la película, la que aparece en el cartel de la misma. Las tres hermanas sumándose a mirar por el ventanal. Joey dice: “Qué quieto está el mar”. Y Renata contesta: “Sí… está muy calmado”. La tragedia ha devenido en una paz aún manchada de tristeza, que nos la podemos imaginar plena de sentimientos confusos, de incomprensiones o de la vaguedad de una culpa limitada por la inextricable impiedad del carácter humano. Es esta última escena la culminación de una obra maestra cuyas enormes virtudes se aprecian más en cada nuevo visionado. @mundiario

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