El loro de la señora Miller

Mansión.
Mansión de los Miller.

Y así transcurrieron los meses, hasta que una oscura mañana el cuerpo de la señora Miller apareció flotando a orillas del Támesis con terribles cortes y mutilaciones en su cuerpo.

El loro de la señora Miller

Cuando el almirante Henry Miller entregó el loro a su esposa, ésta se quedó de piedra.

En aquellos tiempos quienes llegaban de las Indias lo hacían cargados de cosas exóticas, que solo podían encontrarse en aquellas lejanas e inhóspitas tierras. Pero lo más cotizado por las damas de la alta sociedad londinense era sin lugar a dudas las aves de plumaje colorido y vistoso. Triunfando sobre todas, el loro. Que además de su multicolor plumaje poseía la extraña y divertida cualidad de repetir alguna palabra o frase pequeña.

La alegría de la señora Miller era pues doble: por un lado, había regresado su marido del incierto viaje al que había llevado a su barco, para combatir a la Armada española. Y por el otro, ese regalo tan extraordinario como inesperado, que la haría muy popular y envidiada entre sus amigas. Los meses de inquieta espera habían terminado, y ahora tocaba de nuevo volver a ser felices.

Poco tardó la mujer en organizar las primeras fiestas para celebrar el regreso del almirante, y enseñar con orgullo la belleza y virtudes del hermoso loro, que presidía desde su jaula la estancia principal de la enorme mansión de los Miller.

Cada día ella misma dispensaba personalmente toda clase de cuidados a su querido animal: limpieza, buena comida y largas sesiones de adiestramiento, tratando de enseñarlo a repetir cada vez más palabras. Algo que la fascinaba sobremanera.

Al principio al señor Miller le hacía mucha gracia y aprobaba la actitud de su esposa, pues la tenía ocupada mientras él atendía los múltiples compromisos que su cargo le imponía. Pero poco a poco éstos fueron siendo más rutinarios y menos frecuentes, a la par que la mujer pasaba cada vez más tiempo con el loro, prestando menos atención a su solícito marido. De tal modo que el hombre acabó por aborrecer al animal. Aunque se lo tomaba con resignación, pues tampoco quería herir a su esposa.

Y así fueron transcurriendo los meses, hasta que una oscura mañana de abril el cuerpo de la señora Miller apareció flotando a orillas del Támesis con terribles cortes y mutilaciones en su cuerpo.

Este suceso sumió al almirante en una pena tan profunda que durante meses no se supo nada de él. Se encerró a cal y canto en la casa, y en muy raras ocasiones se le vio salir. Y cuando lo hacía era siempre enfundado en un traje completamente oscuro. Taciturno y huidizo, evitaba en todo momento el contacto con la gente. Se rumoreaba que se había vuelto loco de dolor por la pérdida de su esposa.

Pero tras la tempestad llega la calma, y poco a poco Henry Miller retomó sus actividades profesionales y sociales. Aunque sus amigos hablaban de él que no parecía el mismo de antes, al menos celebraban que hubiera superado el terrible duelo al que él mismo se sometió.

Ya habían pasado casi dos años desde la muerte de la señora Miller cuando Henry se decidió a ofrecer la primera fiesta en su casa, tal como le gustaba hacer a su difunta esposa. Y como aquellas, ésta estaba siendo todo un éxito. Asistían sus compañeros de armas, políticos, altos cargos de la policía y aristócratas. La flor y nata de la alta sociedad londinense.

Cuando hubieron terminado los postres el señor Miller ofreció a sus invitados la guinda del pastel: una sorpresa que había preparado con esmero durante mucho tiempo. Éstos, intrigados y divertidos por ello, lo acompañaron hasta el otro lado del jardín, donde se encontraron con una especie de cobertizo alargado con una estrecha puerta y tres pequeños ventanucos. El almirante invitó a sus amigos a pasar al cuarto iluminado por varios candiles, y de cuyo techo colgaban veinte jaulas. Cada una con un colorido loro en su interior.

En principio sólo se oían las risas tímidas de los invitados y los comentarios en voz baja entre ellos. Pero en el momento que el almirante Henry Miller entró por la puerta, la angosta estancia se convirtió en un griterío aterrador que provenía de cada una de las jaulas.

¡Por favor, no me mate! ¡piedad!” — repetía sin cesar cada uno de los loros, agitándose inquieto dentro de su jaula. Los gritos del loro de la señora Miller eran aún más intensos y desgarradores.

Comentarios