Annabella (IV)

Tras los pasos del Quijote. / Jose
Tras los pasos del Quijote. / Jose

Se suscita un episodio de violencia por parte de la esposa del alfayete y sus dos hermanas, ademas se da el abuso sin importancia de su hermano contra  su esposa, y por último el sastrero termina declarando abiertamente sus inefables sentimientos a la anhelosa Annabella.

Un día, Orfilia y Esmeralda se encontraban discutiendo con unas mujeres por lo del río y la Lupita las interpeló con profunda mansedumbre diciéndoles: "Dice don Agustín y doña Gregoriana que dejen de pelear por lo que no es de ustedes, y que además el rótulo de la tortillería está mal escrito, y que por eso solo pasan ustedes dos dando ayes a la gente, porque no se escribe 'Ay Tortiya' sino 'Hay' con 'H', que es una letra muda, pero no pendeja ni loca como ustedes dos, y tortilla con doble ele que son dos palitos flacos como sus deplorables cuerpos", y Orfilia, acercándosele amenazadoramente, le gritó: "India blanca estúpida, bruja, deja de decir estupideces, porque los muertos, muertos están y además yo puedo escribir como quiera, porque para eso no se necesita ir a la universidad, sería mejor que estés callada, porque por puta mi hermano ni se quiere acostar con vos". Lupita, sin mayor miramiento se le acercó decididamente y dándole una fulminante bofetada le terminó diciendo con aplomo: "La próxima vez te arranco la lengua maldita víbora, porque muy india blanca puedo ser, pero nunca puta ni ignorante como vos, y eso lo sabe muy bien don Agustín cuando me bañaba por las noches en el río" , y dando media vuelta se retiró al fondo de la casa a platicar con la monja desnuda que siempre la estaba aconsejando desde la poltrona de cuero crudo diciéndole que todo lo que ella vivía eran cosas espirituales, mientras Esmeralda ayudaba a levantarse del suelo a su aturdida y atolondrada hermana.

Una noche, llegó Orlando embriagado de sangre y alcohol, había masacrado y torturado a unos jóvenes estudiantes de medicina en una protesta en la Universidad Nacional Autónoma de León contra el régimen,  y tomándola con revolver en mano se hizo de ella dejándola embarazada. Su hermano, a quien nunca le escondió nada, se dio cuenta de lo que había hecho con su esposa y sin mayor miramientos acepto al pequeño como si  fuera realmente suyo: "Además, que más da si es la misma sangre mujer", le dijo él sin un ápice de vergüenza o rencor. Aquellos dos hermanos eran realmente un par de demonios que no les importaba nada de lo que hicieran, siempre y cuando entre ellos nunca se ocultaran sus atrocidades; y además argüían diciéndose que "entre masones nunca deben de existir secretos ni traiciones, porque entre masones y hermanos todo se perdona, exactamente todo, hasta setenta veces siete la vida misma pues".

Muchos decían que Lupita cuando estaba enojada, como cuando le dió el aturdidor golpe a Orfilia, o excesivamente alegre, como cuando parió a su segundo hijo, se le salía una luz blanca del pecho, y Orlando decía que esa misma luz tenía su papá Agustín cuando se enojaba o estaba embriagado, "porque mi papá era un santo y por eso mi mamá cuando lo conoció supo que ese hombre era el amor de su vida y por eso lo llamaba San Terra, o sea santo de la tierra, porque, eso sí, mi papá Agustín era un hombre que se pasaba de bueno, por eso yo a veces creo que mi mamá Gregoriana lo engañaba siempre, porque ninguno de nosotros ha salido ni blanco ni mucho menos con ojos azules como los de mi papaíto Agustín".

La Lupita una febril noche de verano buscó la manera de toparse con Annabella para decirle que si seguía mirándose con su esposo le contaría todo a su madre, hasta que una mañana cuando la miró salir del cuarto de los espejos le dijo muy enojada: "Si continúas con este jueguito, soy capaz de sacarme este bebé y dártelo a comer pedazo por pedazo chela de mierda", le terminó diciendo tomándole las manos para ponérselas en su barriga. Annabella al sentir como se movía el bebé dentro de Lupita se puso nerviosa prometiéndole que jamás volvería a ver a su esposo, pero que por favor no le dijera nada a su mamá, porque eso sería darle mayor dolor, porque su padrastro se había enamorado de una india chinandegana y ya tenía como cinco meses de haberlas dejado solas.

Cuando Lupita dió a luz a su primogénito, su perturbado esposo a la semana llegó a verla, en el propio día de la celebración de la virgen del Socorro en León y acercándose a la niña le dijo secamente: "Se parece a mí y un poco a mi hermano Orlando, sabés qué Lupita, ponele Socorro oíste, para que nunca le falte alguien que la salve de cualquier mal", le terminó diciendo a la vez que se retiraba extenuado a dormir, mientras  se oían a lo lejos las detonaciones de cohete y el tañer de las campañas por el lado de la catedral de San Felipe .

 Al siguiente día apareció Annamarie con su hija para felicitar a la feliz pareja, y mientras la señora se quedaba conversando con Lupita, Benito y la princesa de glaucos ojos se probaba un vestido de seda: "A ver la jovencita quítese esa ropita para poder probarle este trajecito que su abuelito le ha confeccionado con mucho amor para una ocasión muy especial como hoy", y ella sin decir palabra alguna lo obedecía mirándolo como si fuera su verdadero padre, y además disfrutaba mucho todo lo que aquel anciano elocuente y teatral le hacía, y además le encantaba ver el contraste de su ebúrnea piel en manos del ¨abuelito negrito como San Benito de Palermo¨, que la hacía sentir bien y a veces hasta lo comparaba con Otelo; porque Annabella, a pesar de estar en cuarto año de medicina, casi siempre andaba con ella algún libro de Shakespeare, a quien consideraba un semi dios de la literatura, y cuando anduvo leyendo las desventuras del joven Werther y Fausto, ella consideró que lo que pasaba entre el modeschöpfer y ella no era nada comparado con las tormentas y tragedias de otros personajes en el mundo de Goethe. Además, nada de lo que aquel señor había hecho con ella era algo desagradable también para los dioses Homéricos de la Ilíada o la Odisea, a decir verdad y muy por el contrario ella seguía considerando que más bien le servía de mucha ayuda a su vacío existencial, a la falta de figura paternal, a su carencia de afecto y hasta en su desarrollo personal, si bien es cierto, pensaba ella en otras  ocasiones, este señor podría ser un Quijote con su rocinante deseo, y yo su Dulcinea, pero por eso no tendría yo que sacarme los ojos como lo hizo Edipo rey, porque a pesar de todo, yo siento como si fuera un niño grande conmigo, y eso me hace sentir bien, me siento segura en sus brazos, no siento miedo, además me hace sonreír y sentir bien conmigo misma, terminaba ella justificándose.

Una calurosa tarde cuando el quijote  le media un vestidito rosa cerca de la noria del abanico eléctrico, este le dijo cariñosamente que la amaba y ella se quedó desorbitada, sin saber que responderle, ambos se quedaron mudos , mirando dar vueltas al aspas del ventilador en la penumbra espectral de la habitación, y ella abrazándolo le terminó diciendo: "No se preocupe don Quijote que nunca diré nada a nadie, esta mancha me la llevaré a la tumba", y él, sonriéndole, inexplicablemente, en ese preciso momento, dejó de sentir el ardiente deseo que había sentido siempre por su tierna Dulcinea y en su lugar, sintió un hondo amor paternal. @mundiario

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