Toros en Bilbao: Una grandiosa tarde de Diego Urdiales

Pletórico Diego Urdiales paseando los trofeos. / abc.es
Pletórico Diego Urdiales paseando los trofeos. / abc.es

El riojano traza dos faenas de gran dimensión, se lleva tres orejas y abre la puerta grande. Firmeza de Castella en su regreso a Vista Alegre. Sin fortuna con sus toros Perera. 

 

Toros en Bilbao: Una grandiosa tarde de Diego Urdiales
FICHA TÉCNICA
Sábado, 29 de agosto de 2015. Bilbao. 7° de Semana Grande. Dos tercios. Nublado. Dos horas y media de función. Seis toros de Alcurrucén.
Diego Urdiales, de sangre y oro, oreja y dos orejas. Sebastián Castella, de tabaco y oro, ovación y saludos tras petición. Miguel Ángel Perera, de pizarra y oro, palmas y saludos.
Notables pares de "Pirri" al primero. Saluda montera en mano Juan Sierra tras parear con oficio al tercero

 

Dos faenas rotundas de Diego Urdiales: la plasticidad, el temple y la hondura. Al primero, castaño, terciado, alto de agujas y corto de manos, Urdiales lo intentó sujetar en el recibo. Muy suelto de partida, el toro se dio en el primer puyazo, y ni se restitió ni se entregó en banderillas. Dos pares de mucho oficio de "Pirri". Después, Urdiales dio una gran dimensión: doblones en la cata, que fue en tablas; dos tandas breves por la mano diestra, de cuatro y el de pecho, sublimes en la ejecución; un desarme por el pitón izquierdo y vuelta a la otra mano: más temple, más hondura, más calidad. Y siempre de frente, cruzándose, inmerso en arenas movedizas, donde casi nadie quiere ponerse. 

El primero sacó genio y movilidad, y contó en el cupo de los toros difíciles. Dos de los seis fueron de la reata de clásica de los toros músicos de Núñez. "Cornetillo" se llamaba el segundo, "Guitarra" el tercero. Un estocadón fulminante de Urdiales a este primero. Un trofeo. La gente, a placer, había jaleado los mejores inventos del torero de Arnedo. Y lo que quedaba por llegar.

Al cuarto, de notable cuajo e imponente arboladura, Urdiales lo fijó con el oficio propio de un torero de su magnitud. Dos puyazos, tres hoyos; y el toro, en banderillas, bramó lo suyo. Brindis al público, y tras doblarse en tablas -lo había hecho también en el otro turno, y en ambos con genuina inteligencia-, seis tandas profundas, cadenciosas, de importantes apuntes técnicos. Decidido y capaz Diego Urdiales: el pulso firme, desmayados los naturales, que fueron de corte soberbio. Hondura, temple, gusto y caligrafía en las primeras dos tandas por el lado derecho. Y luego, otras dos por la siniestra, muy rotundas. Volvió a exponerse Diego Urdiales sin reservas: uno, dos y hasta tres pasos hacia adelante, cruzándose con valor seco, prodigiosa cabeza. La inteligencia, que es en este torero, un pilar fundamental. Y el toro, aunque con movilidad, de más a menos: medios viajes, ni chispa ni garbo, la cara a la altura de estaquillador. El ambiente estaba rendido -¡olé, olé  olé!-, y Urdiales tuvo la habilidad de pegarle al toro dos tandas más. Una por derechas, otra por izquierdas. Y la misma cadencia, hondura y verdad que en las cuatro series previas. 

Un trabajo, en definitiva, rotundo. Atacó Diego Urdiales en la suerte contraria, enterró un estocadón, y antes de rodar, el toro se resistió con bravo fondo. La casta. Se supo entonces triunfante el riojano, se le cayeron lágrimas por la mejilla, la petición fue unánime y tan abrumadora como la faena que acababa de dejar Urdiales al cuarto de corrida; al tiempo sacó el presidente los dos pañuelos blancos y estalló de júbilo el tendido. Luego se sentó en el estribo Urdiales, pletórico, oculta la cara tras las manos, y un reguero de lágrimas surcándole las mejillas. Después de siete temporadas sumando en Vista Alegre, llegaba, por fin, la ansiada puerta grande. La justa recompensa al temple infinito, la esencia del toreo, la profundidad y la abundante técnica que posee Urdiales en su haber. 

Los dos toros músicos de Núñez fueron muy diferentes: el segundo, cuajado, astifino y alto, sacó aire brusco pero tuvo movilidad. Un puñado de buenos muletazos de Castella, tres o cuatro sustos, una gran tanda por la derecha -la muleta puesta, la seguridad, la hondura- y una estocada cobrada con facilidad. Otro cantar fue el tercero, que cabeceó en el caballo de pica, esperó en banderillas y a los diez viajes, los bofes afuera y sin rematar los viajes, el toro se vino abajo sin remedio. La seguridad de Perera, desafortunado en el reparto de los lotes. Sin salsa ni emoción el tercero de la corrida de Juan Pedro, a menos el sexto. Baja la estocada, en la suerte contraria. 

De imponente corona, el quinto del encierro de Alcurrucén cobró tres puyazos -corrido el primero, que apenas contó- y se aplomó en la faena de muleta, se defendió soltando la cara y tardeó. Cálido el comienzo de faena: inmóvil la planta, en los medios, y en un extremo del ruedo el toro: un péndulo cosido al de pecho, dos, un cambio de mano y tres naturales profundos. Al final de la cuarta serie, tras librar el de pecho, el toro amagó con rajarse. Y como suele en estos casos, Castella se encajó entre pitones con exclusiva serenidad, y ahí dibujó muletazos de calidad. Un desarme accidentado, un estocadón de efecto inmediato. Negro burraco -la pinta era soberbia- el sexto, que esperó en banderillas con avisas intenciones y puso en aprietos a Joselito Gutiérrez. La providencia de un capote a tiempo evitó que el toro lo empalara y lo zarandeara a su merced. A media altura la cara, sin fijeza, deslucido. Y Perera -echada la muleta al hocico, la firmeza y el temple que son santo y seña del extremeño-, estoico, lo tanteó sin mayor fortuna. 

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