Conocí a Sofia Vergara cuando me puse el abrigo de chinchilla en el hiper

Sofia Vergara.
Sofia Vergara.

Todo era hermosamente incandescente y, más allá del fuego de la plaza, sus ojos se adentraron en los míos y nuestros psitrones gozaron hasta desintegrarse.

Conocí a Sofia Vergara cuando me puse el abrigo de chinchilla en el hiper

Todo era hermosamente incandescente y, más allá del fuego de la plaza, sus ojos se adentraron en los míos y nuestros positrones gozaron hasta desintegrarse.

 

Era la hostia, perdón, otro animal tan bello como Ava. Los positrones invadieron mis pupilas y ella estuvo a la altura de las circunstancias. Dejó caer su pelo sobre mi novela recién abierta, una novela de Javier Marías como Los enamoramientos donde la prosa rumia que te rumia hasta sedarte en un complaciente duermevela. Los pájaros caían en picado como resultado de la ingente cantidad de insultos que se lanzaron en la cancha de baloncesto, cerca de esa cafetería con pole dance donde casualmente coincidimos.

La luz del mediodía no podía ser marchita y los mapaches, escondidos bajo el asfalto, germinaban junto a otras raíces montaraces.  Sofía abusaba de escote y se apabullaban los niños cantores que destrozaban la plaza en esas horas. Todo era hermosamente incandescente y, más allá del fuego, sus ojos se adentraron en los míos y el café me supo a soma, y entendí que mi vida había acabado ahí, en ese instante dionisiaco, donde las fantasías sexuales eran lo de menos. Por primera vez no contemplé la belleza con mis ojos, sino con el espíritu eremita que las lecturas de Kafka y Camus habían infundido en mí.

Los positrones de sus labios se cruzaron con los míos y era cierto que los átomos se aceleraban hasta regresar al núcleo de la tierra. Los niños cantores seguían destrozando el mobiliario urbano y manchaban con batidos de iguanas los graffitis rupestres. Ella se descalzó y arrojó los zapatos al contenedor de las palomas quebradas, y me dijo que la siguiera hasta el hiper, el hiper infernal de las ofertas infernales y de las colas de ancianas interminables que se mutilan con las batidoras de segunda mano.

Joder, dije, y ella me guió serenamente hasta el perchero. Escogió por mí el abrigo de chinchilla más hiriente y lo caló sobre mis hombros. La luz regresó a su macilenta textura y la visión de Sofia se esfumó, y los positrones se quedaron hechos polvo, y, ante mis ojos, no había otra cosa que Los enamoramientos, de Javier Marías, y un balón de goma que golpeaba eternamente contra las persianas de la calle Max Planck.

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