Siempre

Beso con mascarilla. / Cdd20. / Pixabay
Beso con mascarilla. / Cdd20. / Pixabay
Se terminaron los besos indiscriminados a todo el que saludamos. Ni uno solo como en Argentina, mucho menos dos como en España,  ni hablar de tres como en Francia. Ni siquiera un apretón de manos. Distancia y algún e-moji de beso desde el celular.

Todos hemos hecho cosas que preferiríamos borrar de nuestra memoria y guardar las más felices. Es la idea de la inolvidable película de Hirokazu Kore-eda  (“La vida después de la muerte”) en la que las almas, al fallecer, deben elegir su mejor momento vivido, para eternizarse en él.

Me gustaría investigar si el concepto de guardar, eternizar, conservar, retener están impresos en el ADN de  los seres vivos como un instinto de supervivencia o, en el caso del ser humano, se transmite de generación en generación por mandatos morales y religiosos.

Lo cierto es que —ya lo ha dicho Piaget—  hasta los dos años aproximadamente, un niño cree que cuando no ve a su mamá dentro de su campo visual, desapareció para siempre, y por eso llora. Sin embargo le divierte la magia del juego de esconderle un objeto y rápidamente hacerlo resurgir.

Pero aún pasados los dos años, los conceptos de “siempre” o “nunca” — cara y reverso de la misma moneda— persisten, por lo menos en el hombre occidental.

Los israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad. A tal punto que el Dios hecho hombre del cristianismo tuvo que resucitar para que creyeran en él.

No hay enamoramiento que no prometa eternidad. Tan tontos como los protagonistas de la película “Endless love ” de Franco Zefirelli (1981)  —con Brooke Shields y Martin Hewitt—  volvemos a sentirnos hermosos como ellos  y a jurarnos amor eterno una y otra vez. Cuando lo alcanzamos, no concebimos la vida en otro estado que no sea ese éxtasis. Cuanto más truculenta es la historia, mayor la posibilidad de infinitud.

“El placer quiere eternidad de todas las cosas, quiere profunda, profunda eternidad”, hace decir Nietzsche  a Zaratustra.

Sin embargo, Peter Orner se pregunta, en “Hay alguien ahí”: “¿Acaso no le llega a todo el mundo ese momento  en que todo se va al garete?”.  Y sí, no hay relación idílica que no se vaya al garete. Nada resiste el pico de la pasión inicial. Aunque sólo la muerte los separe, el amor loco se habrá ido diluyendo en el camino, hasta convertirse, o no, en una agradable mutua compañía.

La continuidad debilita. No tiene el mismo sabor la primera cucharada de dulce de leche que las que le siguen.  Con la primera se siente una explosión de placer que no se repite en la segunda, menos en la tercera y, aunque acabemos el pote entero en la búsqueda del primer éxtasis gustativo, será inútil.

Podemos leer un libro varias veces, pero  nunca más ESE que leímos por primera vez.

Imposible eliminar de nuestro pasado todo lo horrible que hayamos hecho,  mucho menos por medio del confesionario. No queda otra que vivir con lo que hicimos. Pero el consuelo es que, aunque volvamos a equivocarnos, nunca serán idénticos los errores.   

Sísifo, por ser tan astuto que engañó a Hades para que lo devolviera al mundo después de muerto, fue condenado al peor de los castigos: empujar perpetuamente una roca  gigante hasta llegar a una cima sólo para que vuelva  a caer hasta el valle y  tener que remontarla eternamente. Lo absurdo de Sísifo, que odiaba la muerte, es haber sido condenado a una tarea inútil. Cada vez que baja, según Camus, es consciente de su condición miserable y llega a un estado de aceptación.

Cuando estoy enferma, no lo puedo entender como algo pasajero. Veo a los demás llenos de energía,  hacer una vida saludable en un mundo ajeno. Empiezo a acomodarme a mi falta de vigor vital, hasta que un día vuelve la salud y  olvido mi estado mórbido. Como si no lo hubiera padecido. Sin ese olvido seríamos incapaces de encarar nuevas maternidades y nuevos partos.

El empleado que va todos los días a la oficina, que soporta a su jefe y su tarea rutinaria, levantándose con el despertador a la misma hora, de lunes a viernes, tomando el autobús para llegar a horario, hacer el mismo trabajo, almorzar a las apuradas para continuar con su tarea burocrática, por la seguridad de un sueldo, de un seguro de salud, se resigna a esa vida. El miedo a la caducidad de cualquier otra actividad que tendría que enfrentar en forma independiente lo hace optar por seguir empujando la roca.

Hace meses que vivimos confinados, algunos en soledad absoluta, otros limitados a la convivencia familiar o de pareja, salimos con barbijo, guardamos distancia, desinfectamos todo, trabajamos desde casa, hace casi tanto tiempo como Sísifo subiendo la montaña. Llegamos al estado de aceptación del que habla Camus. Somos tan absurdos que olvidamos cómo era la otra vida, la que vivíamos antes. El barbijo se convirtió en un accesorio más de nuestras vestimentas, como en otra época fue el sombrero. Los hay con diseños muy sexys tipo animal print, deportivos, con coquetos volados, reminiscencias del siglo XIX, infantiles, o con imágenes de ídolos musicales o artistas famosos. El calzado que se usa en la calle, se estaciona en la puerta de casa donde, de ahora en más, ya no se usará en el interior.  El alcohol en gel acompañará para siempre a los otros cosméticos en los bolsos de las mujeres. Ya se pueden elegir fragancias. Cuando volvamos a zambullirnos en los free-shops de los aeropuertos encontraremos su versión Lancôme, Nina Ricci o Chanel.

Se terminaron los besos indiscriminados a todo el que saludamos. Ni uno solo como en Argentina, mucho menos dos como en España,  ni hablar de tres como en Francia. Ni siquiera un apretón de manos. Distancia y algún e-moji de beso desde el celular.

No nos imaginamos comiendo en un restaurante sentados a una mesa pegada a la del vecino. Tendremos la ventaja de no oír a los que hablan o comen en el cine ubicados a nuestro lado. Hubo una vida que ya no nos pertenece. Como no nos pertenece la muerte cuando somos sanos y fuertes. Es algo que les pasa a otros. La fe en la inmortalidad es directamente proporcional a la juventud. Cuando los años pesan, el cansancio hace mirar el fin como un descanso redentor.

Cuando Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de Roma, descubre la ciudad de los Inmortales, después de haberla buscado tanto (“El Inmortal”, J. L. Borges 1949),  se horroriza y dice: “La muerte hace preciosos y patéticos a los hombres; cada acto que ejecutan puede ser el último (…) Todo entre los mortales tiene el valor de lo  irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron sin principio visible, o de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario.”

Ha habido otras pandemias. Ésta es única. Y tendrá un fin, como todo. Las que vengan serán distintas, después de que nuestra vida se haya transformado en una con sabor a nuevo. Porque por suerte, todo muere, todo se termina, todo se va al garete, como dice Peter Orner. @mundiario

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